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del legendario Bambang, al menos debemos incomodarlos lo menos posible a él y a su familia.

      —Pero el olor a macho de ustedes es tan legendario como Bambang, dulces–opinó Ifis–. Y Bambang y su familia ya están acostumbrados: durante un tiempo hospedaron a chicos garamantes, que huelen más o menos igual que ustedes porque, como en su país casi no hay agua, no acostumbran bañarse muy seguido. Creo que consideran al baño un inútil derroche de agua. Además, con el aspecto que tienen ustedes, les sienta mejor oler a bolas y a sobaco que a perfume árabe.

      —Perdonen–dijo de repente Amsil–: ¿no conocemos de algún lado a ese tipo?

      Azrabul, Gurlok e Ifis se volvieron casi al mismo tiempo en la dirección señalada por el adolescente. Se veía a un guerrero de aire relativamente gallardo, pero de gesto más bien desagradable.

      —Es Aramme–dijo Ifis–. Sirve en la policía. Un tiempo no podía mostrarse en público sin que la gente se burlara de él. Oí decir que fue luego de que saltaras en defensa de una chica a la que él estaba manoseando, Azrabul. ¿Es verdad?

      —Más o menos–contestó Azrabul, sin saber qué otra cosa responder.

      Recordaba los hechos tal como los describía Ifis, pero en su momento Amsil los había relatado de diferente modo. Según el chico, Azrabul había visto al tal Aramme tocándole el culo a una muchacha, sí, pero había encontrado halagador el gesto, aunque la chica se puso furiosa. No hacía tanto que ambos gigantes habían venido del Mundo de los Gorzuks, y trataban de entender a qué extraña sociedad habían venido a parar a fin de adaptarse a ella. En ese contexto, Azrabul, a su vez, le había tocado el trasero a Aramme, ciertamente tentador, para halagárselo. Siempre según Amsil, la reacción de Aramme había distado mucho de ser la esperada.

      Lo extraño era que este relato en apariencia fantasioso tenía un grano de base real, ya que Azrabul efectivamente nunca había entendido por qué tantas mujeres ponían el grito en el cielo si un hombre les tocaba el culo. Habría podido entenderlo si a esas mujeres no les hubieran gustado los hombres, sino otras mujeres. Lo habría comprendido también si esos que les tocaban el culo fueran extremadamente feos; pero por lo general ellas mismas admitían que eran guapos. A Azrabul, lejos de incomodarlo, le encantaba que otros hombres lo toquetearan, incluso en el culo o la chota. Aún más: tampoco le molestaba que lo hicieran mujeres, aunque con ellas no quisiera irse a la cama. Pero si a las mujeres no les gustaba, había que respetar eso, así que había indignado a Azrabul que Aramme no lo hiciera, decidiendo en consecuencia dar a éste un poco de su propia medicina. Y qué hermoso culo tiene el hijo de puta, pensó Azrabul, recordando la firmeza de las nalgas masculinas bajo el pantalón de cuero. El recuerdo le provocó una muy inoportuna erección, que no alivió precisamente rememorar luego su posterior pelea a puñetazos con Aramme.

      También era raro, ahora que lo pensaba, que aunque en teoría siempre había respetado –en un muy, muy amplio sentido del término, totalmente alejado de la realidad– a las mujeres, siempre se hubiera desinteresado de ellas hasta su primera visita a Tipûmbue. Antes de eso, por años fue como si nunca hubieran existido o como si él jamás las hubiera visto; y a Gurlok le pasaba lo mismo. Esas mínimas y desconcertantes coincidencias con la versión de Amsil contribuían a reforzar esta última, o por lo menos difuminaban la frontera entre la fantasía y la realidad o, como decía Ude, entre la realidad original y la definitiva. Quizás fuera mejor la terminología del viejo Bibliotecario, ya que era tan difícil discernir qué exactamente era real y qué no lo era.

      Era irónico que sólo Amsil hubiera olvidado su propia versión de aquel hecho. Eso y ciertas conjeturas y revelaciones hechas por Ude daban a Gurlok mucho en qué pensar. Hacía pocas horas, ante ellos tres, una chica se había suicidado arrojándose desde lo alto de una terraza. Azrabul y él eran duros y brutos, pero que alguien tan joven odiara tanto su propia vida que decidiera acabar con ella les había resultado traumático. Y sin embargo, de acuerdo a datos proporcionados por Ude, la joven no se había suicidado, porque nunca había existido, ya que la Humanidad misma no existía: había sucumbido una eternidad antes, durante una gigantesca lluvia de meteoritos gigantes en la desaparecida Lemuria. Según Ude, la presencia de Azrabul y Gurlok en este mundo podía tener cierta lógica, ya que ellos mismos no eran reales, sino simples proyecciones de sendas entidades que dormían en el Mundo de los Gorzuks. Allí se hallaban ahora, durmiendo, y su vida en este mundo era lo que estaban soñando. Esa explicación era la más satisfactoria: los absurdos de la doble realidad de Azrabul y Gurlok sólo tenían lógica si eran consecuencia de un sueño descabellado. Pero aquella madre llorando sobre el cadáver de su desdichada hija había parecido bien real. ¿Qué iban a decirle: No se preocupe, señora, su hija no ha muerto porque nunca existió y usted tampoco, y todo esto es una pesadilla que concluirá ni bien yo despierte? Tal vez la pobre mujer hubiera deseado creerle. Quizás le habría exigido despertar cuanto antes.

      —¿Por qué se suicida la gente?–preguntó de súbito.

      —Ah, ¿ya se enteraron de lo de esa pobre chica?–preguntó a su vez Ifis, entristecido.

      —¿Que si nos enteramos?... Nos tocó verlo en primera fila, por desgracia–contestó Amsil.

      —No sé por qué se suicida la gente–contestó al fin Ifis, pensativo–. Pero ustedes están más cerca de saberlo que yo, supongo.

      —¿Qué te hace pensar eso?–preguntó Azrabul.

      —Porque ustedes estuvieron en El Pueblo Condenado–replicó Ifis–. No sé qué vieron ahí exactamente, pero algo me dice que tiene relación con el suicidio de esa chica. Por cierto, puede que encuentren que mucha gente ahora los evite a ustedes tres. No es nada personal. Simplemente, corren acerca de ustedes rumores extraños.

      —Dicen que estamos locos, ¿no?–preguntó sombríamente Azrabul.

      —Digamos que algunos creen eso y otros prefieren creerlo.

      —¿Qué crees tú?–preguntó Gurlok.

      —Que son excelentes personas y buenos amigos.

      —¿Y de nuestra supuesta locura?–insistió Gurlok.

      —No puedo juzgar la locura de otros si yo mismo no estoy muy cuerdo que digamos, dulce. Además, no me interesa. Mejor locos como ustedes que cuerdos como Mofrêt y Lipe.

      —Tatas–interrumpió Amsil–, ¿no tendríamos que ir a ver al juez para notificarlo de nuestra llegada y después al abogado?

      —Hmmm,,, Sí–aprobó Azrabul.

      —Ese misterioso abogado tuyo...–murmuró Ifis.

      El comentario se debía a que en el asunto de los hijos de ricachones golpeados en las escalinatas de la Biblioteca, defendía a Azrabul un abogado que intervenía por cuenta de un desconocido benefactor, cuya identidad conocían Crictio y algunos de sus subalternos, pero no muchas personas más. Gurlok había intentado sonsacarle ese dato a Crictio, pero sin éxito.

      —Tienen que comprarse una esfera humeante nueva. Es más práctico–dijo Ifis.

      —Tenemos, pero preferimos no usarla. Ya sabes qué dolor de cabeza son para nosotros esos chirimbolos–respondió Gurlok.

      Ifis lo miró indignado.

      —¿Tienen una nueva esfera humeante... y no fueron capaces de llamarme ni una vez en siete meses?–protestó.

      —Ahora estamos aquí y nos tendrás un tiempo en persona–respondió Azrabul.

      —Sí, cuatro, cinco días a lo sumo, antes de que se vayan corriendo a otra parte. No te entiendo, Amsil–se lamentó Ifis, volviéndose hacia el adolescente–. Que estos dos se sientan perdidos ante las innovaciones, vaya y pase; pero tú eres joven. Los chicos de tu edad generalmente se sienten como peces en el agua con estas cosas.

      Amsil sonrió tímidamente.

      —Supongo que soy chango de mis Tatas–se disculpó.

      —Msé–gruñó

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