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de siete meses atrás, cuando una inexplicable fiebre le había borrado la mayor parte de los recuerdos recientes, en tanto que los más lejanos en el tiempo de algún modo habían pasado a parecerle vagamente ajenos. A veces tocaba el tema con Azrabul y Gurlok, pero ellos se mostraban vagos y esquivos en sus respuestas.

      —Le responderíamos si supiéramos qué pasó realmente, chango–dijo una vez Gurlok–, y prometemos contarle todo si alguna vez nosotros llegáramos de veras a saberlo. No sabemos si nosotros dos estamos locos, sólo usted o los tres. Lo amamos; temo que tendrá que conformarse con eso hasta que podamos contestar sus preguntas.

      Y porque él también los amaba a ellos, Amsil había decidido no interrogar más a sus Tatas, pero eso no significaba que fuera a quedarse con los brazos cruzados. Pensaba indagar por su cuenta ahora que estaba en Tipûmbue, el lugar adonde, para él, todo había empezado a hacerse misterioso. Pero tendría que ser a espaldas de los Tatas; tenía el presentimiento de que éstos buscaban protegerlo de algo e intentarían detenerlo o disuadirlo de alguna manera.

      Eso no importaba en este momento. Lo importante era que Azrabul ahora sonreía con ganas después de unos cuantos días de desánimo, que no sólo a él abrazaba Ifis efusiva y sentidamente, que habían encontrado un aliado.

      —Recuerdan a Tutmosis, supongo–dijo Ifis.

      Nunca los habían presentado formalmente ni habían tenido trato directo con aquel muchachito, pero Azrabul y Gurlok recordaban muy bien al ayudante de Udjy. Amsil ya no lo recordaba tan claramente. Era extraño, porque a muchachos apuestos como Tutmosis, Amsil los consideraba un festín visual; pero eso era todo. No había en él ni la sombra de los poderosos deseos sexuales que asaltaban a sus Tatas, ni mucho menos todavía enamoramientos apasionados como el de Ifis. Muy de vez en cuando se sentía raro y, quizás, solo; y a la vez no. No era fácil explicarlo. ¿Estaré tan loco como se dice?, se preguntaba.

      —Supongo que ahora sí se alojarán los tres unos días en casa–dijo Ifis.

      Azrabul sonrió un tanto incómodo.

      —Ifis, nada nos gustaría más; pero tenemos que cumplir con una promesa pendiente, como bien sabes–contestó.

      —Sí, ya sé, pero ¿y?...

      —Se nos ocurrió una idea, Ifis–intervino Gurlok–. Podría funcionar; pero para eso necesitamos alojarnos en casa de Bambang.

      —¡Pero si ni los conoce!

      —En eso nos puedes ayudar. Creo recordar que tiene un puesto en la feria; llévanos allí y preséntanos, por favor.

      —Sí, el puesto en la feria es de él; pero lo atienden sus hijos. Él normalmente está ocupado con otros asuntos.

      —¡Qué mala suerte!...se lamentó Gurlok–. Bueno, llévanos con Guntur y Darma entonces. Les explicaremos nuestra idea.

      —Guntur a veces atiende el puesto con sus hermanos, pero hoy está ayudando a su padre. En el puesto están Darma, Cinta y Kuwat, los otros tres hijos de Bambang.

      —Bueno, ¡qué remedio!...–dijo Gurlok–. Llévanos con ellos, ¿puedes, Ifis?

      —Como tú mismo dijiste: ¡qué remedio!...–contestó Ifis, sonriendo resignadamente–. Hubiera querido tenerlos en casa, pero en fin... Vamos. De todos modos, tengo que ir a romperle las pelotas a Kuwat; así que no me cuesta nada llevarlos conmigo. Síganme.

      Azrabul y Gurlok intercambiaron miradas interrogantes, y en la de Amsil se reflejó cierta extrañeza.

      Empezaron a andar; pero por el camino, Ifis no paraba de encontrarse con gente conocida y a detenerse para hablar con ella. La tercera vez, empezaron a aburrirse, pero Amsil aprovechó para tratar de sacarse una duda: acercándose a sus Tatas, les preguntó en voz baja:

      —¿Qué fue lo que dijo Ifis, que tenía que hacer qué al tal Kuwat?...

      Gurlok se encogió de hombros.

      —Yo entendí algo de romperle las pelotas–respondió, también en susurros, persuadido de haber oído mal.

      —Yo también–coincidió Azrabul, intrigado–. Pero no puede ser... ¿o sí?

      —Bueno, ¿y, dulces?... ¿Vienen o no?–preguntó de repente Ifis desde cierta distancia, como si todo el tiempo él hubiera continuado caminando y estuviera desconcertado de que se rezagaran.

      Y siguieron avanzando un tramo más, pero no tardó Ifis en encontrarse con otro conocido y daba la impresión que estaría charlando un buen rato con él, así que Amsil se apartó un poco del grupo para investigar un poco entre los puestos. Había un par de ellos, contiguos ambos, en los que no había mercadería a la vista. El de la izquierda estaba atendido por un hombre de mediana edad, que al ver a Amsil pareció estupefacto y exclamó:

      —¡El Aventurero!

      —¿Eh?... ¿Cómo dice?–preguntó Amsil.

      —Debe saber, joven–explicó el puestero, con acento dramático–, que el alma humana no es sino una proyección a escala menor de alguna de muchas entidades situadas en otro plano cósmico. Llamémoslas dioses–explicó el hombre, mientras la mujer que atendía el puesto ubicado a su izquierda, una anciana que parecía tener en su rastro tantas arrugas como estrellas había en el cielo, le lanzaba miradas suspicaces y burlonas–. Vale decir que nos repetimos infinitamente a nosotros mismos, tanto en este mundo como en otros pasados y futuros y otros coexistentes con este. Usted, muchacho, es una proyección de El Aventurero. A cambio de una pieza de cobre, puedo ayudarle a explorar todo su potencial para cumplir su misión en este mundo.

      —¡Ja!–exclamó sarcástica la anciana, mientras el hombre la miraba con rabia–. ¡Ayudarlo a explorar todo su potencial! ¡Tan luego él, que nunca ha explorado más allá de su propia nariz! Lo que necesitas, guapo, es que yo te diga la buenaventura...

      Y todavía no había terminado de hablar, que el hombre estalló de ira:

      —¡¡¡CÁLLATE, VIEJA BRUJA!!!... ¡¡¡CÁLLATE!!! ¿SERÁ POSIBLE QUE SIEMPRE ME ESTÉS ESPANTANDO LA CLIENTELA?

      Amsil los miró desconcertado mientras se atacaban mutuamente, con insultos iracundos en el caso del hombre y con ácidas indirectas, ironías y sarcasmos por parte de la vieja. En eso, se acercó Ifis:

      —Vamos, Amsil, ¡vamos!... Ya tendrás tiempo para mirar el show otro día–dijo con algo de impaciencia–: Furcio y Jovanka se la pasan peleando entre ellos todo el tiempo. No sé si es nada más una treta comercial, como dicen algunos, pero si lo es, les resulta efectiva...

      En efecto, la gente empezaba a juntarse frente a los dos puesteros en conflicto mientras ellos se alejaban.

      —No sé las del tal Kuwait–murmuró Gurlok, para que sólo Azrabul le oyera–, pero por lo que se refiere a mis pelotas, sí que Ifis me las está rompiendo bastante.

      Siguió a eso un largo trecho sin nuevas interrupciones, hasta que tuvieron la mala suerte de que alguien reconociera a Azrabul y Gurlok: Crictio, un joven teniente de policía que les había dado una mano en su momento.

      —Hola, muchachos. No sabía que ya hubieran llegado–los saludó.

      —¡Crictio, dulce!–exclamó Ifis–. No me mates de curiosidad: ¿qué cosa hay acechando en los bosques? Oí que...

      —No tengo idea, Ifis–cortó Crictio.

      —Mentiroso–reprochó Ifis, ofendido.

      —Cree lo que quieras pero, por tu bien, manténte alejado de los bosques. Debe ser algo muy peligroso si sólo los oficiales de más alto rango saben de qué se trata. A los demás nos ordenaron prevenir a la población, y eso hicimos. Y ahora, con tu permiso, debo decir algo a estos caballeros. En privado.

      Ifis se retiró, todavía más ofendido que antes, y Crictio miró con mala cara a Azrabul y Gurlok,

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