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Inocente, leve lío, sonriente lío, pero lío al fin.

      —¡Tutmosis!–exclamó exultante el lío en cuestión.

      —¡Heikkinen!–respondió el joven egipcio, no menos amable.

      —Harmi tykkäät tytöistä, komea! Olet todellinen hottie...

      —¿¿¿EEEH???–preguntó Tutmosis, exasperado. Heikkinen tenía la manía de hablar a todo el mundo en la lengua de su Suomi natal como si lo lógico fuera que allí, a miles de kilómetros de distancia, también se le entendiera. Al parecer, en los siete meses que llevaba viviendo en Largen, su conocimiento del idioma local no había avanzado mucho más allá de la frase Quiero tomar mate.

      —Haluaisit ymmärtää mitä sanon, vai mitä? Mieluummin et ymmärrä, komea. Näin voin tunnustaa sinulle punastamatta, että minulla on fantasioita sinusta ja siitä upeasta makkarasta, joka sinulla on alhaalla.

      Heikkinen se echó a reír, para desconcierto de Tutmosis. ¿Tan ridículo se vería gesticulando para hacerse entender?

       —Makkara, josta puhun, ei tee sinusta rasvaa, komea poika! Jos nuo makkarat lihotettaisiin, olisin jo lihava. Joka tapauksessa takaa, että minulla on enemmän kiinnostusta kokeilla makkaraa kuin antaa sinulle maku minun, mutta sinulla on vain silmät Cintaasi varten!

      Cinta. De nuevo una única palabra que captaba Tutmosis, y que provocaba una tormenta de celos en su interior; pero por otra parte Heikkinen se veía tan jovial, que parecía imposible que fuera a hacerle la trastada de enamorar adrede a la misma chica que le gustaba a él, ¿o no tendría claro ese último punto?

      —Ni se te ocurra–gruñó, medio en broma, medio en serio–. Cinta es mía, ¿quedó claro? ¡Y pensar que Igu y yo creíamos que eras gun!...

      Heikkinen rió aún con más ganas que la vez anterior.

      —Se osoittaa, että olette molemmat erittäin älykkäitä ja erittäin komeita! ... Kyllä: Igu houkuttelee minua myös! Kun molemmat kyllästyvät naisten kanssa, tule tapaamaan minua molempia... Quiero tomar mate. Näkemiin,hottie!–dijo Heikkinen sonriendo con picardía.

      Y se alejó saludando con la mano a Tutmosis, quien devolvió el saludo. Simpático, pero loco de remate, pensó el egipcio.

      —Hola, amigo mío–saludó de repente una voz masculina con marcado acento arábigo.

      —Hola, Jihad–respondió automáticamente Tutmosis, cuando aún seguía a Heikkinen con la mirada.

      Rápidamente giró la vista y encontró a un muchacho de veintitantos años, alto, atlético, de ojos cafés y barba y bigote muy prolijos.

      —La sangre de dragón es muy buena contra los celos; quizás te convendría probarla–dijo Jihad–. ¿Y? ¿Te animaste a hablarle a Cinta? Terminará yéndose con otro. Debes ser valiente, querido amigo mío. Llevas el nombre de uno de los más grandes faraones guerreros de tu Egipto natal; hazle honor.

      —No quiero ser descortés, pero tú tampoco le dijiste nada a Zahira hasta donde sé–observó Tutmosis–. Y respecto a tu sangre de dragón, es demasiado cara. No puedo pagarla. Debe ser que como quedan pocos dragones en el mundo, el precio se fue a las nubes.

      Jihad sonrió.

      —No, no, amigo mío–respondió–. Aunque la llamen sangre de dragón, en realidad no es tal, sino savia de un árbol sucutrino; pero tan lejos de la verdad no estás en lo otro, porque va escaseando el árbol del que se extrae. Ahora el precio bajó un poco para competir con las que importan los achinedíes y los garamantes, pero sigue alto, es verdad. En cuanto a Zahira, sabes bien que no tengo nada que decirle porque eligió, ni siquiera a otro hombre, sino a una mujer, a Thaerah.

      —Podrías intentarlo de todos modos.

      —Tienes razón. Tal vez sea que pienso en Thaerah como en un amigo aunque sea mujer, y ya sabes que la amistad es sagrada. También puede que tema el rechazo de Zahira y, finalmente, también es posible que tema que acepte.

      —Explícame eso último. Ya quisiera yo que Cinta me aceptara a mí.

      —Verás, en mi país hay hombres que tienen cinco o seis esposas, bellas muchas de ellas, o todas; y sin embargo, no hay entre ellas ni una sola de la que no se quejen.

      —Pero, ¿estuvieron enamorados en algún momento de alguna de ellas?

      —No sé, pero yo sí estoy muy enamorado de Zahira, y sería muy triste para mí terminar pensando en ella como piensan estos hombres en sus esposas. Y ya que ella ama a Thaerah, pues... no hay mucho que hacer, para bien y para mal.

      —¿Y qué piensas hacer? ¿Hacerte gun?

      —¡Claro que no, Tutmosis, amigo mío!... Por cierto, ya que lo mencionas, quiero respetar a todo el mundo, pero sería interesante que los gun dejaran de confundirme con uno de los suyos.

      —Pero hombre, si sabes cuánto te miran mujeres y hombres gun y sabes también que en esta ciudad estos últimos son tantos, ¿por qué eres tan excesivamente cortés con ellos?

      —Por costumbre. En mi sociedad, se valora más la amistad entre hombres que las mujeres. No se te ocurre que un hombre guste de otros hombres, salvo que sea muy afeminado, en cuyo caso guardas distancia; y si sabes que lo es aun sin parecerlo, tiendes a olvidarte, al principio al menos.

      —Puede ser, pero si no sales con mujeres por estar enamorado de Zahira, si no dices nada a ésta porque a ella le gustan las mujeres y eres tan excesivamente amable con los hombres, ¿cómo esperas que los gun no se confundan y te tomen por uno de los suyos?

      —Bueno, en parte por eso vine a hablar contigo. Tengo reservaciones para ir a Guatrache el viernes que viene, porque se me había ocurrido invitar a Thaerah y a Zahira...

      No daba la impresión de que Jihad sintiera celos de la tal Thaerah, y Tutmosis se preguntó si se debería a que él mismo consumía la sangre de dragón que recomendaba a otros.

      —...pero las hice sin antes consultarlas a ellas, y Zahira dice ahora que tenían planes, en fin, más íntimos, más privados para ese día–continuó Jihad–. Por lo tanto, pensé en invitarte a ti, y por qué no a Igu. Porque si hombres gun me vieran solo, se me acercarían; y yo, sin saber sus intenciones, las alentaría como un imbécil, tal cual tú dices que hago. En cambio, si me vieran acompañado, ya sería más difícil que me abordaran. ¿Qué opinas, amigo mío?

      —Que si quieres que te bese, te afeitas primero–bromeó Tutmosis.

      —Mala cosa besarnos en público justo ese día y en ese lugar, porque tu Cinta irá a bailar jaipong, de modo que, aunque gustara de ti, si te viera haciéndote arrumacos con un hombre, te eliminaría de su lista de posibles candidatos, como a la fuerza tuve que hacer yo con Zahira.

      —Hablando en serio, ¿qué piensas hacer? ¿No te convendría salir con otras chicas ahora que descartaste definitivamente a Zahira?

      —¿Y para qué crees que quiero ir a Guatrache, si no es para encontrar

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