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demasiado.

      Y sin embargo, un griterío mayúsculo en plena calle era buen motivo para que hasta alguien como él considerara necesario asomarse a la ventana de su despacho, de La Sala del Trono, como se la llamaba, para informarse acerca de lo que estuviera sucediendo. Eso muy a su pesar, porque no le cabía la menor duda de que iba a arrepentirse. Pues bien: allí estaba el griterío mayúsculo en plena calle, y allí estaba él junto a la ventana, tratando de entender lo sucedido.

      Una joven yacía cuan larga era en la calle. Que era joven, el viejo tardó en advertirlo, porque había mucha gente alrededor. Tampoco le hubiera interesado saberlo, pero se enteró y en ese momento decidió que no convenía enterarse de nada más. Era muy bueno que las personas permanecieran anónimas en mera condición de número. Nadie llora a los números que se restan, y eso era una buena razón para apasionarse más por las matemáticas que por las humanidades. Casi seguramente esa chica acababa de ser restada del mundo de los vivos, pero que fuera alguien joven, para Ude, opacaba el sentido abstracto de la resta: ya no era cualquiera la persona que acababa de sustraerse al mundo, sino una pobre muchacha que tenía toda una vida por delante. Ese detalle podía amargar hasta al más amante de las ciencias exactas.

      —¿Y? ¿Qué pasó?–preguntó a sus espaldas una voz masculina. Pertenecía a un hombre de alrededor de treinta años, que sin ser un dechado de belleza al menos era relativamente agradable a la vista, y cuya vestimenta seguía los parámetros de la actual moda, pero era de confección ligeramente inferior aunque buena de todos modos. Estaba sentado en una de dos sillas que había del otro lado del escritorio de Ude.

      Éste lanzó un resoplido al recordar que él tenía su propio problema matemático: una persona menos en la calle podía ser igual a una persona más en su oficina, cosa que no era muy de su agrado. El único realmente bienvenido en su oficina era Igu, su joven mano derecha, quien también se hallaba en La Sala del Trono esa mañana. Ude no podía prescindir de los excelentes mates que cebaba Igu y que precisamente estaba cebando en ese momento, haciendo imprescindible su presencia allí, contrariamente a la del individuo que acababa de hablar. El Bibliotecario en Jefe no era muy sociable, más bien nada. Comenzando por él mismo, consideraba imbéciles a absolutamente todos los seres humanos; variaba el grado de imbecilidad, superlativo en el caso del sujeto de turno.

      —Nada. Alguien acaba de morir–respondió, en un intento de mantener el asunto en el estricto ámbito de las matemáticas.

      Y así diciendo, retornó a su puesto frente al escritorio. Hombre rollizo, de frente extraordinariamente arrugada en notorio contraste con el resto de su semblante, era muy movedizo no obstante su amplio volumen. Ni bien se sentó, Igu le obsequió un amargo que saboreó satisfecho y que hizo desvanecerse momentáneamente su perpetua expresión de mal humor. El siguiente en ser restado de este mundo podía ser él, así que, ¿por qué no apresurarse a tomar aquel mate y abandonar este mundo llevándose su sabor?

      Donde hay tres, sobra uno. Esto puede ser válido incluso si los dos restantes no son una pareja de enamorados. En este caso, por ejemplo, Ude no era gun ni estaba enamorado de Igu salvo, como era lógico, de los mates que cebaba el joven; pero igual no le hubiera molestado hallarse a solas con el chico, que era un pacífico y silencioso hijo de cipangueños en vez de un charlatán sin sesos, como sí lo era el tercero presente en el despacho. Ude se alegró mucho al ver a éste levantar el culo del asiento, pero se sintió desolado al constatar que se levantaba nada más para acercarse a la ventana e informarse de más detalles acerca de aquella muerte en plena vía pública, y no para retirarse. No pudo evitar, además, preguntarse aquel morboso interés por la muerte, habiendo en la vida tantas cosas de las que disfrutar; aquellos mates, por ejemplo.

      —¡Se suicidó!–exclamó el pocoseso de turno, sin dejar de mirar hacia la calle.

      Tal vez me convendría imitar tan bello ejemplo, pensó Ude, atribulado por el poco grato inicio de su mañana: en cuanto se deshiciera del pocoseso, tendría que recibir en el mismo despacho a un ningúnseso. Sin contar, claro, que comenzar el día con la noticia del suicidio de una pobre muchacha es bastante deprimente.

      —Esos que están ahí, ¿no son sus amigos gun?–preguntó el pocoseso.

      —No tengo amigos, ni gun ni de ninguna otra clase–respondió Ude.

      —Bueno, los luchadores que vinieron a verlo a usted y de los que habla todo el mundo.

      —No sé. No puedo verlos desde aquí.

      —¡Pues venga a mirar!

      Ude perdió la paciencia.

      —Mox, no tengo ganas de ir a mirar nada ni a nadie–respondió acremente–. Estoy de lo más cómodo aquí sentado y saboreando mate, y es por eso que aún no huido desde que comenzaste a hablar; pero estoy muy ocupado, y encima después de que te vayas vendrá Lipe a amargarme la mañana, así que si por desgracia tuvieras algo que añadir a lo que ya me has contado, hazlo y luego déjame en paz. Además, estás hablando de dos tipos enormes como montañas y feos como ellos solos; ¿y precisas mi ayuda para identificarlos? Si es así, ni te molestes en hacerte examinar tu vista, porque ya es tarde, mejor consigue un bastón y un perro lazarillo.

      De mal talante, Mox se apartó de la ventana y se sentó frente a Ude.

      —Usted no es amable, Ude–protestó.

      —No, yo no la descubrí–acotó Mox.

      —...los cuales, según tú, son una raza de reptiloides que intenta instaurar un... ¿cómo dijiste? ¡Ah, sí!... nuevo orden mundial, esclavizando a la especie humana, controlando su natalidad mediante no sé qué métodos y convenciendo a la gente del peligro de las invocaciones poderosas.

      —¡Deje de burlarse! Ahora mismo se acaba de suicidar una pobre chica. ¡Tenga un poco de respeto por los muertos, carajo!

      —¡Disculpa, pero no entiendo qué tienen que ver mis supuestas burlas con el respeto que tenga o no tenga por los muertos o con el suicidio de la pobre chica en cuestión!...

      —¿No entiende?... ¡La asesinaron los reptiloides!

      —¿Pero en qué quedamos? ¿Se suicidó, o la suicidaron?

      —¡Se suicidó, pero porque los reptiloides utilizaron sus poderes mentales sobre ella para persuadirla de que lo hiciera! ¡No soy una oveja, Ude, he investigado mucho sobre este tema! ¡Usted también debería hacerlo!

      —Mejor no. Soy sólo un viejo ignorante que sospecha que tú y todos los que creen en esas extravagantes teorías están más locos que una cabra, y me preocuparía mucho investigar más a fondo y confirmar esa primera impresión, porque además, la locura de ustedes parece bien peligrosa.

      —¡Extravagantes teorías!... Hay que ver quién lo dice, ¡justo usted, que apoya la locura de esos dos tipos que dicen haber venido de las estrellas a buscar no sé qué cosa en nuestro mundo!

      —En primer lugar, ni sabes de qué hablé con ellos, como acabas de demostrar. En segundo lugar, no apoyé su locura, sólo le di cohesión, cierto sentido, si es que me entiendes, Mox. Como yo mismo estoy loco, respeto la locura ajena, a condición de que no sea peligrosa. Y por el momento, y a diferencia de la tuya, la de ellos no lo es. Por cierto, qué deprimente, si lo piensas: ser un par de campeones deportivos, y que sólo los recuerden por su locura, como lo haces tú, o por su sexualidad, como hace el buen Mofrêm.

      —¿A ver, a ver?... Sorpréndeme, Mox, ¿cómo es eso de que Mofrêm no está escandalizado?

      —¿Por

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