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Y dime: suponiendo que todo este disparate fuera cierto, ¿qué tengo que ver yo en ello?

      —¡Todos tenemos que ver! ¡Es el género humano el que está en peligro!

      —¿Y entonces para qué me dices todo esto a mí? ¡Párate en medio de la feria y grítalo, así te oyen todos!

      —¡Me tomarían por loco!

      —¿En serio? Qué maravilla... Todavía hay esperanzas para la Humanidad si aún tiene suficiente cerebro para notar que estás para el manicomio.

      —Ude, por favor, ¡déjese de sarcasmos!–exclamó Mox–. ¡Los reptiloides ya nos esclavizaron en el pasado, y volverán a hacerlo ahora! Hay pruebas de lo que digo, ¡no soy una oveja!

      —Pruebas, ¿eh? ¿Cuáles, por ejemplo?

      —¡Investigue como yo lo he hecho! Tiene aquí toda una biblioteca a disposición; recurra a ella. Cuando algo despierta mi interés, lo investigo, ¡no soy una oveja, Ude!

      —¡Y dale con que no eres una oveja!... Para ya de repetir esa obviedad, ya sé que no lo eres: ¡las ovejas no rebuznan! Y por lo visto, y como todo buen asno, encuentras apasionantes los rebuznos, pero yo prefiero investigar otras cosas, y todas mis investigaciones concluyen en la reafirmación de mi ignorancia; por lo tanto, mejor júntate con otros que sean igual de sabios que tú.

      —¿Puedo preguntar de qué tiene miedo?

      —De que me sigas matando de aburrimiento.

      —¿Y no escuchó la noticia? Todos hablaban de lo mismo anoche: la Policía recomienda a la población de Tipûmbue, por su propia seguridad, mantenerse alejada de los bosques hasta nuevo aviso, pero no aclara por qué. ¿Y?... ¿Qué me dice ahora?

      —Que en mi caso, que ni a la esquina salgo y mucho menos a los bosques, el aviso es innecesario, así que te agradezco, pero...

      —¡Pero Ude! Le demuestro que nos esconden cosas, ¿y ni aun así reacciona?

      —Todos escondemos cosas, salvo tú, que a mí al menos no me haces ese favor; todos, unos mejor que otros. Yo guardo muchas cosas en los cajones, y quedan tan bien escondidas, que ni yo mismo las encuentro luego; así que hazme el favor de comunicar a la Policía que si quiere, le doy unas lecciones gratis, ya que al parecer su ingenio para esconder cosas es insuficiente contra tu sagacidad. Y como ya me hartaste con tus tonterías, debo pedirte que te retires y así tú también mantienes en secreto las que aún te queden por decir, que por lógica tendrían que ser pocas, aunque temo sean inagotables.

      —Pero es que...

      —Buen día–concluyó Ude, en tono cortante, agresivo.

      Mox perdió momentáneamente el habla al verse despedido de modo tan brusco.

      —Buen día– masculló al fin, furioso, retirándose con cara de pocos amigos.

      Ude suspiró y se desmoronó sobre su escritorio. Al aceptar aquel trabajo, había creído ingenuamente que sería interesante desafío reorganizar la Biblioteca, que más que nada tendría que mantener todo en orden y que nadie lo molestaría; pero en esto último se había equivocado cruelmente. Su fama de tremendo cascarrabias no superaba su reputación de hombre sabio y cuerdo, que sin embargo él estaba lejos de fomentar o siquiera de compartir. Por lo tanto, muchos solían acudir a él para asesorarse sobre distintos temas. Esto a él no lo molestaba, porque no tenía más que hacer que remitir a los consultantes a los correspondientes volúmenes que había en la Biblioteca. Pero muchos otros buscaban su apoyo para distintas causas de cuestionable calaña. Pensaban que siendo tan fanáticamente huraño llamaría la atención su eventual y entusiasta adhesión a la causa de turno, y encima su pretendida sapiencia y su cordura teórica serían dos excelentes avales para la misma. Pero por otra parte su mal carácter era un colador que iba filtrando gente junto con las respectivas causas que defendían, por lo que sólo los muy necesitados de adherentes recurrían a él después de la primera vez. Mox era uno de esos pocos reincidentes, una especie de entrada en un menú de baja estofa programado para aquel día.

      No tardó en ingresar un guerrero de la Guardia anunciando que el plato fuerte en cuestión estaba listo para ser servido.

      —Hazlo pasar–replicó Ude, consternado. Junto a él, Igu puso también cara de desolación y cebó un mate a su jefe como para darle ánimos para lo que se le venía encima.

      El guerrero salió, se hizo a un lado y dijo:

      —Pase, señor Lipe.

      Ude compuso una sonrisa que no era ni pretendía ser alegre o cordial. De hecho, más que una sonrisa era una mueca de resignado compromiso, un letrero indicando al visitante de ocasión que no era bienvenido e invitándolo a la brevedad. Estaba decidido a despachar al sujeto tan pronto como le fuera posible.

      Lipe era sacerdote de Elius. Tenía semblante cadavérico y amargo como caramelo de ruda, y aire malévolo y tétrico, muy poco representativo del amor universal que predicaba.

      —Tengo poco tiempo, Ude...–comenzó.

      Buenos días para usted también, pensó Igu, indignado.

      —...así que seré breve–concluyó el sacerdote.

      —¿Sí? ¡Qué amable! Tan mal no marcha el mundo después de todo, si hasta usted es capaz de un gesto tan compasivo–ironizó el Bibliotecario.

      ¡Qué placer verlo de nuevo!, pensó Igu, bajando la cabeza para ocultar una sonrisa.

      —El señor Mofrêm está dispuesto a olvidar la ofensa que usted le hizo la última vez que vino a visitarlo....–continuó Lipe. Mofrêm era el Sumo Sacerdote de Elius, y a mediados del año anterior Ude, con palabras serenas pero ultrajantes, lo había invitado a retirarse. No echado, claro.

      —¿No me diga? ¡Qué desgracia!... Suerte que me avisa a tiempo, así voy pensando otra aún peor–replicó el Bibliotecario.

      —...pero sabe precisamente eso, que usted estaría preparado para obsequiarle otra aún peor–concluyó Lipe–; así que me envía a mí, a ver si tengo mejor suerte en mi intento de negociar con usted.

      Ude sonrió sarcásticamente.

      —No pretenderá, supongo, que lo trate como a él–dijo–. Usted es un sacerdote de rango menor; la ofensa que le haga a usted debe ser, por lo tanto, menor. Sepa disculpar. ¿Y qué es lo que viene a negociar, exactamente?

      —Dos penosos asuntos–contestó Lipe–. Uno tiene que ver con la Guardia de la Biblioteca. He oído cosas escandalosas sobre esos... depravados.

      —Me imagino. No debe hacer caso de esas versiones: las edulcoran para que sean más del gusto de usted.

      —Hasta me han dicho que se refieren a la cuadra en que duermen como El Prostíbulo.

      —Hombre, insisto en que son infundios. Le garantizo que ninguna puta pisa jamás ese lugar.

      —Es que eso precisament... ¿Quiere hacer el favor de ordenarle a ese asistente cataico suyo que deje de reírse?

      —Cómo no... Igu, termina ahora mismo de reírte de nuestras desgracias. El señor Lipe y yo aquí, sufriéndonos mutuamente, y encima tienes el tupé de burlarte. No es divertido: es trágico. Y por cierto, señor: Igu no es cataico, sino hijo de cipangueños.

      —Da lo mismo.

      —Sí, yo respondo lo mismo cuando me preguntan si ciertas personas son hombres santos, gansos, charlatanes o canallas: ¡es tan difícil notar la diferencia a veces!... ¿Y qué pasa con El Prostíbulo?... Mire que el tiempo corre. Odiaría que llegara tarde a algún lugar por demorarse aquí más de la cuenta.

      —He oído rumores acerca de ciertas cosas que ocurren allí por la noche. Quiero creer que ni la mitad son ciertos.

      —¿Y qué tal si pasa

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