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target="_blank" rel="nofollow" href="#fb3_img_img_7a529662-0a04-5794-9cd8-999630076a18.png" alt="Illustration"/> De quitar de los manteles españoles a los emparedados para llamarlos sándwiches.

      Pero declaro también, en descargo de la w:

      

Que no ha sido la única intrusa en nuestro alfabeto (la ñ, la j y la u tampoco estaban en el alfabeto latino) y que, en cambio, ha sido la que más ha sufrido la particular ley de extranjería que aplican diccionarios y gramáticas a las formas foráneas.

      

Que gracias a ella podemos llamar wolframio al tungsteno.

      

Que está padeciendo últimamente, por parte de la RAE, el castigo de llamar taekuondo a su palabra taekwondo.

      

Que, merced a otro castigo destinado a evitar decir windsurf, nos hemos topado con la poética (pero posiblemente fracasada) propuesta académica de decir tablavela.

      Dijo Esteban de Terreros y Pando en su Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-1788) sobre la w:

      W. No son letras usadas en Castilla sino tomadas del Norte; pero siendo preciso por no carecer de algunas voces que se escriben con ellas, las usamos aqui. El sonido de ellas en nuestro idioma, es el de la primera de u vocal, y el de la segunda de v consonante que hiere á la vocal que sigue.

      Más de 200 años después, igual es hora de que la aceptemos sin remilgos, señor juez.

      Reloj, no marques las jotas

      Ay ese bolero. A mí me parece demasiado lánguido. ¿Lo conoces? Reloj, no marques las horas / porque voy a enloquecer / ella se irá para siempre / cuando amanezca otra vez. Al oírlo siempre se me representa un escenario más bien sin relojes: una cafetería de hotel, hora de media tarde y un pianista un poco rancio que toca la versión instrumental de esta pieza ante un público tan resignado que alguno incluso da una cabezada. Vamos a animar el panorama: este bolero merece una versión filológica que sea más bien reloj, no marques las jotas. Porque son muchos los que no pronuncian esa jota final de reloj, ya que, como otras consonantes en posición final en español, esa j es candidata a modificarse y dar lugar a un cambio lingüístico.

      Cuando los dialectólogos han salido a investigar la pronunciación de los pueblos y ciudades del mundo hispano, se han encontrado para esta palabra variantes del tipo relor, reloz, relós, plurales como relores o reloses y diminutivos como relojillo o relojín junto con otros como relillo o relorcico... Y esto ocurre porque los finales consonánticos lo tienen difícil, se la juegan; como el último vagón del tren, son candidatos a descolgarse del resto de la palabra. Si descolgamos a esa j, nos aparece la variante reló, que fue escrita e incluso aceptada por la Real Academia Española en su diccionario de 1984 (aunque actualmente ya no se recoge). La podemos localizar sin problema en textos antiguos del español. Así, en el siglo XIX José Zorrilla escribía en rima consonante estos versos:

       Volvió a girar otra vez,

       y otra a tenerse volvió:

       en esto dobló un reló

       en una torre las diez.

       Entonces quedando fijo,

       exclamó en la oscuridad:

       «Hoy se casan, es verdad,

       hace un mes que me lo dijo».

      Es comprensible que el reloj no marque las jotas en lo oral y a veces incluso en lo escrito. Y es que tenemos en esta palabra un final consonántico muy raro en nuestra lengua. Hay muchas palabras que acaban en –s, en –n o en –l, pero ¿un final en j? Reloj podría hermanarse apenas con otras dos palabras igualmente raras: el árbol boj y el carcaj. (Y aquí me paro: el lector se estará preguntando qué es un carcaj. Un carcaj es una aljaba. El lector se estará preguntando qué es una aljaba. Una aljaba es el cartucho donde Robin Hood o Légolas guardaban sus flechas; no las llevaban en una bolsa de plástico.)

      Pese a su rareza fónica, la palabra reloj es bien antigua, aunque antes se escribiera relox. Nos la hemos traído desde el latín (HOROLOGIUM) posiblemente a través del catalán antiguo (relotge), de donde vendría reloje, y, con singular regresivo (o sea, construido ‘hacia atrás’), se le quitó la e al singular y de ahí vendría reloj o relox.

      Los textos medievales ya traen muchas veces esta palabra, aunque se referían con ella más bien a los relojes de arena o de sol: los relojes mecánicos comenzaron a extenderse por torres e iglesias a partir de fines del XIV: en 1400 ya había uno en la Catedral de Sevilla. Los relojes de bolsillo llegaron a los bolsillos aún más tarde, en el siglo XVII.

      El reloj es el intento humano por medir algo que se cuantifica emocionalmente sin este instrumento: el tiempo que esperas para que te den un diagnóstico que temes, el tiempo que tienes por delante cuando por fin puedes reunirte con los amigos de siempre... qué distinto tiempo es. Y luego, frente a la historia de la lengua, que viaja del presente al pasado permanentemente, está el tiempo que tenemos por delante, del que dijo el poeta Ángel González que era el tiempo bien llamado porvenir, donde no cabe ningún reloj y en el que no sabemos qué ocurrirá con ese vagón perdido que es la j final de reloj.

      Un antepasado de Felipe VI y los sonidos del español

      Lo explicaba así el historiador Henry Kamen hablando del rey Felipe II (1527-1598) en su biografía Felipe de España:

      «En los días de Fernando e Isabel no había una corte propiamente dicha, y su padre nunca estuvo en algún sitio el tiempo suficiente para crear una.»

      Felipe II fue el responsable de que en 1561 Madrid se estableciera como capital del reino. Madrid era villa desde el siglo XII y fue corte a partir de finales del XVI, salvando los años de 1601 a 1606 en que el duque de Lerma fijó la capital a Valladolid y, después, los traslados de capitalidad durante la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil. Esa fijación geográfica de un núcleo permanente administrativo en el centro de la península hizo que llegasen a la nueva capital contingentes de población venidos de otras partes del Reino: burócratas, buscavidas... muchos de ellos de la cornisa cantábrica y las dos Castillas.

      La ciudad, que en 1561 tenía veinte mil habitantes, llegó seis años después a setenta mil. Para la historia de la lengua española, que Madrid se hiciera capital tuvo importantes consecuencias en la difusión de fenómenos fónicos que ya existían en el XVI pero que eran tenidos como vulgares. La mezcla de poblaciones llegadas en aluvión pudo hacer comunes rasgos como la pérdida de sonidos sibilantes o la desaparición progresiva de la aspiración de f- latina inicial; esto es, se dejará de pronunciar hambre con aspirada y se propagará la equivalencia norteña de h a cero fonético, como hacemos hoy al pronunciar hambre, donde la h no suena.

      Como lugar de prestigio lingüístico en la mente de los hablantes, Madrid reemplazó a Toledo, la que fue en el siglo VI capital del reino visigótico, llena de fama intelectual en la Edad Media pero sospechosa en el XVI de ser enclave criptojudaico y arabizante. Es curioso que la cédula real que dicta la instalación de la capital del reino en Madrid se firmase precisamente en Toledo. Toledo se descartó como capital, tal vez por su incomodidad topográfica, poco abrigada de las inclemencias del tiempo, tal vez porque al ser sede episcopal había en ella un

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