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Isidoro de Sevilla (556-636) es patrón de los filólogos. Y lo es porque supo recuperar y compilar la cultura grecolatina tal como se conocía en su tiempo, el siglo VI, en época visigoda. Sus Etymologiae (Etimologías), escritas en latín, son el precedente de la investigación en el origen de las palabras que hoy es una de las tareas filológicas.

      Menos erudito fue en cambio san Isidro Labrador, santo de los campesinos: un madrileño nacido en el siglo XI al que se atribuyen varios milagros y a quien se homenajea cada 15 de mayo en varias ciudades españolas, entre ellas Madrid, ciudad de la cual es patrón. Con ocasión de esta fiesta se celebra en la capital de España una feria en la llamada Pradera de san Isidro.

      Son figuras históricas distintas, pero ambas tienen el mismo nombre: la forma griega ‘don de Isis’ o Iσίδωρoς (isídoros). La palabra se adaptó en latín de dos formas:

      

Una, la propia del latín clásico, es ĬSIDŌRUS. Se practica un desplazamiento acentual que convierte al helenismo en palabra llana: Isidoro.

      

Otra, la propia del latín más tardío, conserva la acentuación griega original: Isídoros y pierde la vocal interna: Isidro.

      El resultado es una alternancia Isidoro / Isidro, similar a la de ibero / íbero que seguimos teniendo en español actual.

      El Diccionario panhispánico de dudas que ofrece en línea la RAE recoge esta palabra como de doble acentuación:

      IBERO -RA O ÍBERO -RA. 1. ‘De Iberia’ y, especialmente, ‘de un pueblo hispánico prerromano que habitaba el Levante español’. La forma llana ibero, acorde con el étimo latino, es la preferida en el uso y la más recomendable; pero también se documenta, y es válida, la forma esdrújula íbero, acorde con el étimo griego.

      Dos santos, Isidoro e Isidro, y dos ciudades, pero un mismo nombre. No sé si el Isidoro de Sevilla hubiera disfrutado del olor a gallineja frita que sale de la Feria de san Isidro, pero seguro hubiera degustado las clásicas rosquillas; al igual que Isidro Labrador se tomaría unos rebujitos en la Feria de Abril sevillana. Con sus distintos Isidoros, sus diferentes acentos y ferias, Sevilla y Madrid no son muy distintas.

      Con lo mosmo vocol, can la masma vacal

      El retórico Juan de Robles (1631, El culto sevillano) aconsejaba no escribir con la misma vocal toda una frase («Las armas dan a España gran fama», «Todos los mozos son locos») y para evitar eso recomendaba el uso

      de los sinónimos que ha de tener el escritor mui bien vistos, i sienpre para este propósito a la mano, porque una vez convendrá dezir esto es difícil, i otra es dificultoso, una vez, poner provecho o aprovechamiento, i otra utilidad.

      No hubiesen sido, pues, del gusto de Juan de Robles frases como Di sí; pon no; da alas; lee ese... u otros enunciados absurdos que se me ocurren omitiendo cuatro de las cinco vocales.

      Como juego, el lipograma (que consiste en evitar a propósito una o varias letras del alfabeto en un texto) se ha practicado desde la Antigüedad. Para el español, las muestras más viejas están en las obras de Alonso de Alcalá y Herrera (1599-1682), autor de origen luso, que escribió cinco novelas en cada una de las cuales falta una letra. Por ejemplo, en Los dos soles de Toledo (1641) falta la a:

      Pero como en el terrestre globo los gustos son veloces y no suceden siempre prósperos, presto se les enturbió su contento, presto el sereno cielo de sus conformes deseos se obscureció de nubes y furiosos truenos. Sucedió, pues, que don Lope se retiró de Toledo por tiempo de un mes por cierto fortuito suceso.

      Y el juego se ha mantenido hasta hoy; hay lipogramas de Jardiel Poncela y la obra lipogramática más extensa que conozco, la novela de Georges Perec La disparition (1969), que se publicó originalmente en francés sin la e y en español se tradujo como El secuestro (sin usar la a, vocal más frecuente en nuestro idioma). Está bien leerla, pero más por la gracia que por el contenido. Suena así:

      Siempre he tenido en secreto el oscuro embrollo de tu origen. Si pudiese, te hubiese dicho hoy el Tormento que pende sobre nosotros. Pero mi Ley prohíbe referirlo. Ningún individuo puede en ningún momento vender el inconsistente porqué, el desconocido mínimo, el completo veto que, desde el origen, oscurece nuestros discursos, desluce nuestros deseos y pudre nuestros movimientos.

      El español tiene cinco vocales, como el latín, pero este tenía vocales largas (que se marcan con una lineta arriba) y breves (que se marcan con un semicírculo arriba), y ese factor de la cantidad vocálica se perdió entre los siglos III y V d.C. Suena a una cosa muy apocalíptica decir

      «derrumbe de la cantidad vocálica» (oooohhhhhhh)

      y uno se imagina a un edificio cayendo replegado piso tras piso desde la planta superior al suelo. Pero no es nada muy dramático materialmente, sino algo como esto:

      

Hay vocales que se han mantenido sin que el derrumbe de la cantidad vocálica parezca haberlas rozado. Observe el lector a la I larga latina o la U larga. Como eran en latín son en castellano, de ahí que tengamos vid, con i, donde en latín había otra i, VĪTE.

      

Hay vocales que se funden con otras. Por ejemplo, I breve y E larga se funden en e. Por eso CĬPPU ha dado cepo, la I breve ha pasado a e, mientras que RĒTE, con E larga, ha dado red. El mismo tipo de fusión ha ocurrido entre O larga y U breve.

      

Hay vocales latinas como la E breve y la O breve que han originado una secuencia de dos vocales, es decir, han diptongado. Por eso tenemos NOVU> nuevo o BENE> bien. La diptongación no se da en todas las lenguas romances, por ejemplo, no la tienen en gallego-portugués.

      Aunque hayamos perdido la cantidad en las vocales y no tengamos ese sistema doble de los latinos, mantenemos en las lenguas romances sus cinco vocales, una variedad suficiente como para no hacer lipogramas salvo por juego. ¿El lecter se aneme e jeguer?

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