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Oíd mujeres el grito sagrado. Cristina Wargon
Читать онлайн.Название Oíd mujeres el grito sagrado
Год выпуска 0
isbn 9789874660671
Автор произведения Cristina Wargon
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Confrontado el reo con los hechos, su defensa fue escueta: Fue por los cancanes, me dijeron puto y les pegué. De allí en más me resigné a que no usara la ropa de su hermana. Lo que por supuesto no frenó la escalada de violencia. Toda su escolaridad estuvo signada por ojos en compota. Pero al menos no era yo la culpable. Creo.
Heredarás a tus primos
Cuando yo era chica, mi padre alegraba mis días contándome cómo, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, había comido ratas, y cosas de mis abuelos, muertos en el gueto de Varsovia, que vaya a saber qué comían. Imaginar con qué se vestían me hacía llorar. Forjada en esta mitología de miseria, todo confort me pareció siempre un lujo y el mínimo desperdicio un atentado a Jehová. Lamentablemente no pude transmitir tan trágica y austera concepción a mis niños. Me salieron latinos y derrochones y sólo se hacían cargo, como guerra “propia”, de las Invasiones Inglesas.
Para colmo confundían las fechas y los próceres: las concebían como “algo que ocurrió hace mucho tiempo, donde tirábamos aceite a los malos, que huían en un caballo marca Hertford”. Dejando de lado el detalle del caballo, a un pueblo que se defendía tirando aceite ni siquiera yo puedo imaginarlo comiendo ratas. Quizás entonces, por culpa de las Invasiones Inglesas, los chicos se resistían a ponerse la ropa que heredaban de los primos. Sin embargo, como las hermanas vivíamos lejos (y las dos adheríamos al reciclaje), inventábamos mil triquiñuelas para que el proceso funcionara. Mi hermana mandaba encomiendas donde, mintiendo sin rubores, juraba: Los compré para los chicos… y seguía detalle de camisetas, pulóveres y todo aquello que le había quedado estrecho a su tribu. Los míos examinaban la ropa, la olían y generalmente terminaban por descubrir una huella del uso. No sólo que su tía cosechó fama de embustera sino hasta viles calificativos como: además, tiene un gusto de mierda. Como agravante, si alguna vez triunfábamos en la trampa, en cuanto los pequeños se juntaban, con esa natural bondad que adorna a las criaturas, el “heredante” comenzaba a gritar: ¡¡¡Esa campera que tenés puesta era mía, pero como me quedaba chica mamá la tiró!!! No sé qué consumista prejuicio impidió a mis criaturas aceptar esas pilchas. Ellos juraban que se sentían tachos de basura. Sigo opinando que es una forma sumamente parcial y tendenciosa de abordar el tema.
Adolescente paquete
Llegó la adolescencia, época donde todo se agrava: el acné, los portazos, las hormonas, los amores… y la paquetería.
Curiosamente el Gordo salió con fantasías de gran burgués. Es difícil, imagino, sentirse un gran burgués si se vive en el límite del Barrio Clínicas, y debe complicar las cosas el tener un abuelo que comía ratas y una mamá que lo recuerda cada vez que es oportuno (aunque si es inoportuno, mejor). Tampoco habíamos visto un gran burgués en nuestras vidas, pero la imaginería del barrio había elaborado un fantasioso prototipo: el concheto. Y su oprobioso opuesto: el quemo. El uniforme de gala, apto para matar de amor a primera vista en el boliche, constaba de: zapatillas, medias, remera, vaqueros y un pulóver para atarse al cuello.
Así suena fácil. Pero la pequeña bestia, inflamado de pasión concheta, no sólo quería zapatillas nuevas si no… ¡Las quería de marca! y esas, siempre cuestan el doble al divino botón. Según su apocalíptico relato, en un boliche las chicas comenzaban por ignorarlo y terminaban por escupirlo. No me dejé impresionar. Furias terribles sacudían la casa al grito de: ¡Me voy!, ¡Te echo!, ¡Te mato!, ¡Me muero! o ¡No me tirés más con la zapatilla que un día me vas a acertar!
No fue a causa de una voluntad ejemplar, fue una cuestión de presupuesto, pero jamás cedí a las marcas. Mi hijo, aunque nunca se dio por vencido, organizó su vida social adolescente con la solidaridad de sus amigos. Cada sábado, antes del boliche, alguien le acercaba “la pilcha” matadora. Una década después aún me lo reprocha.
7. El hijo de los cuarenta
Para muchas mujeres llegar a los 40 es crucial; desgarradas entre la menopausia incierta y el aburrimiento cierto, entre aprender computación o divorciarse, a veces optan por tener un hijo. La elección es agotadora, pero pareciera que gratificante. Lo que ocurre con “ellas” será tema de otra historia; valga por hoy detenerse en “él”, el demoledor hijo de los cuarenta. Veámoslo accionar en una visita aciaga. Fue un domingo, día por excelencia dedicado al apoliyo, cuando a las diez de la mañana alguien me levantó las frazadas, me sometió a un prolijo análisis y luego con candorosa voz de cuatro añitos preguntó: “¿Esto es una abuela?”.
¡Qué te tiró de las patas!
La madre que los parió
Les aseguro que se trata de una buena amiga, pero no existen las amigas perfectas, y ésta, en el rubro de las imperfecciones, luce seis hijos en su solapa. Venía de visita con el menor, el hijo de los cuarenta. Y si considero que todo niño es peligroso por definición y esencia, éstos suelen ser la ruina total.
Las escasas ínfulas pedagógicas que alguna vez supo tener su madre habían desaparecido totalmente frente a este animalito del Señor. Su extrema veteranía en el tema la había llevado a un desinterés absoluto por el crío, adobado con arrebatos de idolatría inexplicables y una perversa tendencia a reírse cuando la ocasión sugería exactamente lo contrario. He aquí a la típica madre cuarentona mezcla de abuela prematura con ovulación tardía.
No contribuía a la mejor hechura del diminuto vándalo la influencia evidente de hermanos mayores que, como también es folklore, suelen deslizarse desde una pedagogía espartana a los extremos vicios del hedonismo. Entre ellos siempre hay uno a quien se le da por enseñarle a saludar cual un cortesano del siglo XV, mientras otro le inculca que lo mejor que se puede hacer con una anciana es pasarla a cuchillo.
Un tercero le enseña los rudimentos del karate mientras las hermanas mujeres, en los momentos en que no quieren desnucarlo, lo vuelven un presumido total alabándole las pestañas y festejándole sus monerías más ruines.
En fin, ese era el cuadro de situación, así que comprendí que nada bueno podría esperar de la madre y cualquier hecatombe podría devenir del niño.
Reconocimiento de campo
El monstruito tomó posesión de la casa dándose a una devastadora inspección. De una de las piezas salió corriendo el gato y de otra asomó mi hijo con ojos desorbitados; declaró irse al club, pero estaba tan alterado que casi saltó por la ventana.
Mi tierno concubino se encerró en la cocina, echó candado y desde adentro comunicó –dándose aires de marido ejemplar– que él se haría cargo de la comida. Mi hija, muy por el contrario decidió darnos una lección de cómo se trata a una criatura.
La pobre, en su inexperiencia, aún cree que los niños son como seres humanos. Al rato la bestia había destruido esta tierna convicción saliendo del baño revoleando un calzón sucio y preguntando con cara de otario: “¿Qué es esto?”. Con igual celo logró penetrar en el bunker de la cocina e inspeccionó la heladera. Sentada en el comedor, y mientras la madre me hablaba necedades, alcancé a escuchar el siguiente diálogo en la cocina:
—No tenés manteca… no tenés dulce… no tenés nada rico.
—Acá somos todos grandes.
—¿A los grandes no les gustan las cosas ricas?
—No. Los grandes tomamos lavandina y comemos jabón —la respuesta sonaba malévola.
Desapareció y volvió a los cinco minutos con la boca llena de espuma y un jabón a medio masticar en su mano.
—¿Esto te gusta, abuelo?
Mi hija, entre reproches, aconsejó un lavaje de estómago. Yo corrí a esconder la lavandina. La madre sonreía dulcemente: el niño al parecer había comido cosas infinitamente más peligrosas que esas y sin embargo lo teníamos ahí vivito y coleando.
“Deja ya de joder con