Скачать книгу

traté de consolarme con el pobre argumento de que toda familia tiene algún secreto que esconder. He aquí la palabra clave, “esconder”; tal vez se pueda hacerlo con un “secreto” pero esconder una heladera entera, aun para mí, de naturaleza escondedora, resultaba imposible. Sencillamente la clausuramos. Nuestros amigos comenzaron a tomar refrescos calientes y la señora que trabajaba en casa recibió una explicación abstrusa sobre el porqué estaba prohibido abrirla. Mientras tanto la pelea familiar alcanzaba niveles épicos. Al punto de que en alguna agotadora sobremesa terminé pensando que finalmente uno de nosotros iba a terminar también en la heladera.

      Convivir es nuestro lema

      Créase o no, cuando nos cansamos de pelear terminamos por aceptar al extraño pasajero como parte de la familia. En primer término se lo acristianó bautizándolo. Resultaba más fino y cariñoso preguntar: ¿Cuándo se llevan a Carlitos?, que vociferar: ¡Llevate al feto desgraciado! De igual modo nuestras paranoias tomaron otro rumbo. Al comienzo temblábamos porque la señora, desobedeciendo órdenes, terminara dándoselo al gato o, lo que era peor, sirviéndolo en un guiso. La idea, que en un principio nos daba asco, comenzó a darnos pena…

      ¿Es que acaso Carlitos merecía una suerte así? ¿No habría sufrido lo suficiente el pobrecillo para terminar una vez más sus días en una multiprocesadora?

      La suerte estaba echada, Carlitos era uno de los nuestros. De la urgencia por sacarlo de la casa pasamos a preocuparnos por su destino. Nuestro amor, ya desatado, se disimulaba bajo formas como: Después de tanto lío no lo vas a ir a tirar por ahí. El culpable calmaba nuestras ansiedades explicándonos que en cuanto consiguiera formol lo metía en un frasco y lo fletaba. Tímidamente inquirí su edad, mi hija se interesó por su sexo, ¿tenía pelos, manitos? Sí, Carlitos era una verdadera ricura y varón para más datos.

      Mientras esperábamos el formol que debía librarnos de su presencia (tardó como si fuera un hectolitro de Chanel N° 5 contrabandeado a lomo de burra vía Bolivia), comenzamos a debatir el por qué debía irse, total si lo dejás en casa no hay problemas. Que no quede muy a la vista, sugería yo pensando en nuestros amigos que son gente muy impresionable.

      Un hijo en la probeta

      Finalmente llegó el formol, la heladera fue abierta y Carlitos trasladado a su cuna. Pensamos en atarle un moñito celeste pero, según la opinión de mi hijo “con tanto moño nunca va a salir macho”. En realidad, no sé en qué va a terminar. En estas épocas de tecnologías extrañas, en una de esas conseguimos una madre postiza que lo termine de criar. Mientras tanto, ha resultado un hijo modelo. No llora, no exige, no pide pis ni caca ni me despierta a la madrugada. Es una suerte de niño ideal a quien pongo como ejemplo en cada sobremesa. Reposa en la pieza de su padre con una corrección imperturbable. Todavía no me acostumbré a mirarlo, pero estoy segura que el día que grite: “¡Mamá!”, tiro mis aprensiones al diablo y lo acuno. Me parece que ya es hora de legalizar esta situación. En cualquier momento lo llevo al Registro Civil y lo anoto, aunque estos empleados públicos son de tan corta imaginación que seguro me tiran encima toda la burocracia. O tal vez la familia termine en el loquero más cercano.

      Resumamos: “¡Nadie se atreva a meterse con Carlitos!”. Redescubrir las delicias de la maternidad a mis años es una experiencia sin par.

      En mi familia, que de tan diferente termina por ser igual a todas, tenemos mucha gente rara. Hay rubios y morochos, lungos y petisones, neuróticas y neuróticos, gerontes y adolescentes, madres y papastros, rayados y rayadísimos… En fin, ¿cómo nos había de faltar entonces un gordito creyente de los regímenes?

      Personalmente no tengo objeciones. Pero por ser solidaria y algo ansiosa, los rollos de la pera ya se me confunden con la panza. ¡Piedad!

      Hasta que mi hija cayó con la noticia de que pensaba ir a Gordos Anónimos, yo estaba convencida de que esa institución era una mezcla de Partido Humanista con secta Moon (no hay nada peor que una ignorante imaginativa). De cualquier forma, como en la casa se respeta la libertad de culto y hasta tuve que pasar una vez por un intento de estudiar japonés, suspiré fuerte para adentro, con cristiana resignación, y pensé ya pasará.

      Pues bien, no pasó. Tengo ya cinco preciosos kilos de más, todos y cada uno dedicados a esa benemérita institución. ¡Me cache en los hidrocarburos!

      Para un gordito no hay nada mejor que otro gordito

      Las primeras reuniones se realizaron en el colegio Santa Teresa de Jesús. Como no obtuve el menor relato de su desarrollo, me di a imaginar extraños conjuros místicos, mezcla de salón literario con secta prerrevolucionaria. La cuestión seguía inquietándome, pero llegué al estado de pánico cuando una buena tarde mi “anónima” exclamó: hoy empiezo, y salió a hacer compras. Les juro que desde Navidad no había entrado tanta comida junta a nuestro hogar. Bolsas y bolsas de verduritas, gelatinas, carne, jamones, quesos, huevos… ¡caramelos!

      La parte materna de mi corazón pensó: “Si esta criatura baja de peso con todo esto, me hago monja tibetana”.

      La parte espuria se apresuró a sacar cuentas: semejante cantidad de comida equivale en pesos a una nota de 125 líneas bien transpiradas (manías periodísticas, que les dicen). ¿Cuántas líneas debería entonces escribir por kilo? Como ando flojita en regla de tres, calculé sólo: “muchas”, y me sumí en el desconsuelo. De cualquier forma guardé silencio y esperé.

      Sobrevino luego un feroz trajinar de cacerolas (tarea tan inusual en la infrascripta, que produjo un temblor en Chile) y de allí en más una maratón de horarios y de “ingestas”. Valga aclarar en este punto que cuando alguien entra en Gordos Anónimos se modifica hasta el lenguaje. Antes de la experiencia, las comidas se llamaban en casa: desayuno, almuerzo y cena; desde ahora se denomina ingesta.

      De igual modo se incorporaron nuevas malas palabras. Recuerdo bien cuando en estos pagos el insulto más grave era “fascista”. En la actualidad, “hidratos de carbono” es peor que decir “nazi”. Pero en verdad los cambios lingüísticos son lo de menos. A poco de convivir con un gordito en vías de redención, uno se siente tan cómodo como el Marqués de Sade en un monasterio.

      Comienzan por observar con ojo crítico que nuestras “ingestas” son insalubres, que es espantoso desayunar café cargado, almorzar fideos, saltearse la ingesta de la tarde y cenar cualquier cosa. Se nos puntualizan los horribles males que nos aguardan de seguir por tan torcida senda y se nos termina de fusilar cuando, una vez que entran en confianza, nos descerrajan: Vieja, ¿te has dado cuenta de que estás gorda como un chancho?

      ¡Mal rayo me parta! Llenita puede ser, pero un chancho… ¡mocosa de miércoles!

      Es inútil cualquier resistencia; cuando un gordito ha descubierto las ventajas de bajar de peso, se pone más cargoso que un Testigo de Jehová. A la manera de Sarmiento, quien decía que mal cree un hombre que no intenta predicar su fe, hacen de la gordura del prójimo el blanco de su militancia. ¿Y qué mejor prójimo que la santa madre? (que vengo a ser yo).

      Por lo menos una vez por día recibo un curso para iniciados en la dieta de soja, hay otros minutos dedicados a considerar que “realmente, vieja, estás gordísima”, y como broche de oro, en cada ingesta de la familia se nos recalca que la salsita tiene “hidrocarburos”, que una milanesa es portadora de no sé qué clase de proteínas infectas, que el pan nuestro de cada día va a terminar por hundirnos para siempre en la más insalvable obesidad, que el azúcar es pecado y las pastas una abominación del cielo.

      Pues bien, sometida a este tratamiento me agarran unos nervios espantosos, me da ansiedad oral y escrita, y de la angustia me como hasta las medias.

      Anótese a este rubro los primeros tres kilos que le debo a su régimen. De nada.

      A las cinco de la tarde

      Aunque mi apreciación es subjetiva, me da la sensación de que un candidato a adelgazar tiene que estar todo el día comiendo. Pero a horarios, eso sí. En verdad, me desquicia que un despertador suene a las 3 de la mañana o en horas igualmente insólitas, para hacer acordar a

Скачать книгу