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Oíd mujeres el grito sagrado. Cristina Wargon
Читать онлайн.Название Oíd mujeres el grito sagrado
Год выпуска 0
isbn 9789874660671
Автор произведения Cristina Wargon
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—¿Qué pasa?
—¡Acaba de entrar con un bebé! —remató con esa euforia que le provocan las desgracias.
—Dame con ella —troné.
Creo que en ese instante me habían crecido testículos de la ira.
La joven delincuente se puso al teléfono y desenrolló una historia que de tan increíble parecía lapidariamente verdadera. La cosa había empezado en el tren donde la madre iba sin pasaje, de tal modo que cada vez que pasaba el guarda o la policía controlando, debía correr a esconderse en alguna parte. Conmovida por el bebé y atenta a mis sabias palabras de despedida, la Negra se había ofrecido a hacer de madre y tan oronda juró que la criatura era suya ante todas las autoridades del Ferrocarril durante los ochocientos kilómetros del viaje.
—¿No estuve bien mami? —preguntó haciéndose la idiota.
Como sólo contesté con un rugido ella siguió con el relato. Al llegar a Buenos Aires el bebé ya la reconocía y le sonreía.
—¡Es tan divino mami! —mi rugido se duplicó, con lo cual la rea se dio por enterada de que el horno no estaba para bollos. En síntesis tomaron el mismo colectivo los tres. Allí la madre, de nombre Miriam, le pidió que se lo tuviera “por un tiempito”, y la Negra cargó con Lucas (así se llamaba el nene), una mamadera y dos latas de leche en polvo, y arribó a la casa de su abuela.
—¿Dónde está la madre? —bramé.
—Ya te dije que no sé.
—¿Cómo se llama?
—Ya te dije que Miriam.
—¿Miriam qué?
—Qué sé yo.
—¿Y el padre? —ahí estuve realmente estúpida, así que previo aclararle que en cuanto pudiera la iba a ahorcar con mis propias manos pedí de nuevo con la abuela. Confusamente oí que estaba improvisando pañales, que ya tenía armada una cuna y que el barrio murmuraba por qué había comprado media docena de chupetes.
—Ya te hablo —dije y corté.
Y ahora qué hago
—Te lo dije —acotó mi hijo con malevolencia, y se ligó una de las pocas bofetadas que registra mi historial de madre. ¿Habrá algo más indignante que un niño cuando tiene razón?
Mi primer impulso fue ordenarle a mi hija que se volviera dejando el bebé a su abuela. Pero me pareció algo desconsiderado… ¿y si llamaba a los bomberos?… No, eso era algo exagerado… ¿a la Sociedad Protectora de Animales? No, eso era improcedente. Finalmente llamé a mi prima abogada. Algo me decía que estábamos metidos en un lío gordo y mi intuición resultó buena. Según me informó, desde cualquier punto de vista eso era “secuestro de persona” y su abuela vendría a ser cómplice, instigadora, encubridora y otros tipos penales afines. Además si volvía a Córdoba con el bebé, yo también sería culpable de todo eso. La situación estaba así: mi hija podía ir presa (lo que realmente se merecía y hasta me hubiese parecido óptimo si no fuera porque seguro yo perdía la tenencia y antes que eso debía ahorcarla), mi vieja podía ir presa (eso ya me preocupaba más porque mis hermanos se iban a molestar conmigo), y yo podía ir presa. A esta altura lo deseaba de todo corazón… ¡¡presa en una celda acolchada durante cinco años y salir cuando mis hijos hubieran pasado la adolescencia!!
Eso. Antes de ir a entregarme a la comisaría más cercana privó la razón, así que levanté el teléfono e impartí las instrucciones que me habían dado: las dos y el bebé debían ir a la comisaría más cercana, contar la historia y dejar constancia de que no había asociación ilícita, secuestro extorsivo, hurto calificado, daño, lesiones, corrupción de menores, extorsión, cohecho, sometimiento de persona ni homicidio con premeditación y alevosía. En síntesis, se hizo lo correcto, que de ningún modo fue lo suficiente, mi vieja fue llevada por la policía varias veces hasta convertirse en habitué de la seccional y consolidar en el barrio fama de narcotraficante; finalmente el bebé fue retirado por unos abuelos de Rosario. De la madre no supimos más nada y mi hija volvió con una estampilla en el trasero. Curiosamente, en lugar de ahorcarla la abracé y me puse a llorar. Mi hijo aún insiste en que fue una total injusticia que la única trompada del episodio se la llevara él. Creo que tiene razón.
2. ¡Auxilio! ¡Hay algo en la heladera!
He llegado a pensar que cuando una ya no entiende nada de la vida opta por clasificarla. Así se puede acomodar el mundo entre gente sucia y gente limpia, o para el caso, carreras universitarias paquetas y carreras tirando a cochinas. Medicina, también lo he descubierto, está decididamente entre las últimas. Si alguien quiere discutirlo que primero lea la historia de la heladera.
En este inapelable y discutido oficio de ser madre, la primera condición es acostumbrarse y aguantar (puteadas más, pedagogía menos). Estoicamente, lidiamos con los primeros regalos escatológicos de nuestro bebé, vulgarmente llamados pañales con caca. Cuando nuestro bebé crece, si es varón (y a él voy a referirme), deberemos soportar los obsequios más extraños. Recuerdo, por ejemplo, haber sido poseedora de una oruga verde, un gusano, ¡bah!, y de haber criado a mamadera dos diminutas ratas, todos regalos de mi querube, quien desde su más tierna infancia ya mostraba una irrefrenable vocación por el romanticismo. Pues bien, lo aguanté todo, ya estoy vieja y él es un grandulón. En síntesis, el feto que me ha dejado en el freezer no me lo banco. ¡Socorro!
Me cache en Hipócrates
Por supuesto que una no llega a la apasionante experiencia de convivir con un feto de la noche a la mañana. Don Hipócrates y sus interminables discípulos tienen la culpa. Me refiero a la existencia de esa deleznable carrera llamada Medicina y a esa deplorable fauna que la sigue, llamada “estudiantes”.
Como habrán adivinado, mi hijo se encuentra entre ellos, tercer año para más datos, laburante alumno, ligeramente obseso y peligrosamente entusiasta. Digamos que, según lo visto, esta carrera se agudiza con el tiempo. Al comienzo todo era una delicia, el mozo se ponía el delantal y partía a su “facu”, estudiaba con enjundia y hacía gala de la mayor prudencia. Léase que ante cualquier percance de salud en la familia aconsejaba sensatamente llamar a un médico. Haciendo memoria, lo único que nos tocó padecer durante ese primer año fue una colección de huesos. Pero como los guardó en su pieza a nadie impresionaron demasiado. Ya en segundo año comenzó a mostrar señales alarmantes: cual Drácula desarrolló un morboso interés por nuestras venas. Concretamente clamaba para poder practicar ¡pinchándonos!
Aun a riesgo de conspirar contra su futuro profesional, la familia se mostró renuente a prestarle ninguna parte de nuestras anatomías, ni siquiera el trasero para que pusiera una mísera inyección. ¡Joderse! Después consiguió un aparatito para medir la tensión y nuestra vida se transformó en un martirio de apretadas, infladas y auscultaciones. El trajín agudizó mi hipocondría crónica y justo cuando comencé con las lipotimias y los “¡Me muero, me bajó la presión!”, él decidió terminar con sus prácticas y tomó venganza con un lacónico “morite”. ¡Joderme!
El extraño pasajero
En tercer año la situación comenzó a agravarse. Como el almuerzo es siempre el lugar del diálogo, los bandos se dividieron: hacia un lado los “humanistas”, interesados en el devenir del mundo, la política, la literatura y otras fragantes yerbas y, por el otro, él solito que aportaba a la conversación datos tan poco felices como las estadísticas de hambre en el mundo, las parasitosis del subdesarrollo, los cánceres de mamas y otras infecciones asquerosientas de toda laya. La digestión se hacía difícil y el diálogo decididamente imposible. Y fue precisamente al terminar el almuerzo cuando un día anunció: “He puesto un feto en el congelador”. Su hermana tosió una uva sobre el plato y muy poco académica gritó: ¡Hijo de puta! Yo quedé tan atónita que ni defender mi honra pude; el papastro púsose verde oliva y partió