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que lo pienso bien, todo comenzó con un festival de rock y culminó cuando mi hija se robó un bebé.

      Lo primero que deberíamos aprender las madres de adolescentes es que, como los reos, todo lo que digamos puede ser usado en nuestra contra.

      Enseñanza que, notoriamente, nunca asimilamos, pues seguimos diciendo sandeces hasta dos minutos antes de nuestro propio entierro. Pues bien, dentro de una sarta de pavadas que consideraba profundamente educativas estaba la palabreja “libertad”, cuestión que yo unía a la democracia y mis criaturas a cualquiera de sus más espurios fines.

      Lo cierto fue que durante una sobremesa la Negra me anunció con decisión: —El 15 de julio hay un festival de rock en Buenos Aires y pienso ir.

      La estocada me llegó de espalda mientras marchaba con los platos hacia la cocina. Me di vuelta desparramando restos de pizza por todo el piso para gran alegría de Hermeto, nuestro gato, que a fuer de indiferente era el único alegre con la situación.

      —Es rock, es en Buenos Aires y tenés catorce años —repliqué, y la batalla había comenzado. La Negra se acomodó en su silla.

      —Si tengo catorce años es por tu culpa y no la mía —preferí dejar caer ese guante que nos llevaría a cuantas peras puede dar un olmo—. Si se hace en Buenos Aires tampoco tiene que ver conmigo y no veo por qué decís ¡rock! con esa cara de milico, si siempre nos dijiste que adorabas el rock.

      Retomando mi dolorosa reflexión inicial, he aquí el ejemplo de que el pez y las madres por la boca mueren: ¿por qué no les habré dicho que adoro la música barroca que trae menos problemas?

      ¿Cómo se dice no?

      En esa época estaba divorciada y vivía sola con mis dos pichoncitos. Gentil metáfora. En realidad me sentía como un domador de tigres que debe salvar su vida dejándoles al mismo tiempo la sensación de que controla airosamente la situación.

      Era difícil, sobre todo porque una divorciada puede aprender a hacer cualquier cosa menos a dar permisos. Para ser más precisos: a negarlos. Ese rotundo, fulmíneo “NO” que puede decir un padre, para mí le sale directamente de los testículos, y por más empeño que una ponga, “eso” no tenemos. Con esta inferioridad de condiciones empezó el combate. Apelé entonces a la primera regla de oro para decir “No” a una jovenzuela levantisca: “sos muy chica”. La Negra sacudió briosamente su pelo con lo cual otra tanda de migas cayó al piso para alborozo de Hermeto que ya comenzaba a interesarse por el caso.

      —Si soy lo suficientemente grande para que me guste el rock, soy lo suficientemente el grande para ir a escuchar rock.

      Debe existir alguna respuesta inteligente para esto, pero todavía no la encontré. Avancé entonces por un flanco que me parecía absolutamente irrebatible.

      —No tenemos plata para ese gasto —el resto de la familia se puso de mi lado.

      Hermeto lamía sus miguitas, recordando, lastimeramente, que era el único gato vegetariano de Córdoba, y la bestezuela menor comenzó su histórica proclama por zapatillas nuevas.

      En el tumulto subsiguiente, que por ser uno de los clásicos familiares era más previsible, creí, en mi inclaudicable inocencia, que la Negra se había dado por vencida. Si hay en el cielo algún lugar para madres ilusas, tengo asegurado mi ingreso con aplausos.

      La nena contraataca

      Estábamos cenando… ¡adivinaron!, otra pizza (la escasez, unida a la falta de ingenio culinario, siempre da como resultado pre pizza recalentada) cuando la Negra luciendo su mejor cara de arcángel posando para una catedral preguntó:

      —¿No es cierto mami que vos nos enseñaste que las cosas son de quien más las quiere?

      Rebusqué en mi memoria y allí estaba. La frase originalmente provenía de Hemingway (creo), y es un bello concepto que, en términos generales exalta el amor.

      Temblé y esperé lo peor: ¿qué podía haber hecho la muy ladina basándose en tan hermosas palabras?

      —Sí —musité.

      —Bueno, ¿te acordás que me dijiste que no había plata para que viajara al festival? —la Negra tenía una expresión temiblemente serena, de esas que una ve en las películas de Las Vegas cuando un fullero ha ligado una escalera real servida. Las manos comenzaron a sudarme y se me cayó una aceituna al piso para alegría de Hermeto, que sentía una descontrolada pasión por las aceitunas.

      —¿Y? —pregunté, calculando velozmente para qué lado me iba a caer cuando me desmayara.

      —¿Te acordás que la tía Michi me regaló una medalla de oro para el bautismo?

      Lamentablemente me acordaba, del bautismo y de la tía Michi. El primero había sido impuesto por su padre y contra mi voluntad. Cuando estaba casada —pensé con ira—, yo no tenía el menor control sobre la educación de mis criaturas, en cambio ahora, de divorciada —me detuve y reflexioné un instante—, ¡ahora directamente no tenía control sobre nada! El descubrimiento me deprimió casi tanto como evocar a mi ex marido, pero me guardé todas estas reflexiones porque tenía fresco lo que había leído en una revista donde explicaban clarito que es terriblemente perjudicial para los niños decirles lo que una piensa sobre su papá. Me limité sobriamente a preguntar:

      —¿Y qué pasa con tu medalla de bautismo?

      —¡La vendí y me saqué el pasaje a Buenos Aires en tren!

      No fue exactamente un desmayo. Sólo caí sobre Hermeto, que se tragó el carozo de la aceituna y todavía hoy me mira con ojos de reproche. Algo había quedado claro: el viaje estaba en marcha.

      Andén para la tragedia

      Hay sólo una cosa más deprimente que un tren que parte a la noche llevando a una hija adolescente a un festival de rock: los vagones “clase turista”. Allí viajaban colimbas con aspecto de desertores inminentes, gente llegada de provincias más pobres que la nuestra, rumbo a un incierto destino de gloria en la Capital y un tumulto de adolescentes, la mayoría colados, con diversos propósitos, a mi juicio todos delictivos. Hacía un frío como para congelar esquimales y ahí estábamos los tres, los dos pichones y su madre sostenida a fuerza de Valium. La Negra tenía un entusiasmo refusilante; yo no paraba de darle recomendaciones donde se mezclaba lo importante con lo absurdo:

      —No aceptés drogas, no te olvides del saquito, portate bien con tu abuela (allí iba a parar), cuidate de la policía (eran tiempos de dictadura), no se te ocurra ir al departamento de ningún señor, lavate los dientes, comedite a levantar la mesa, cuidá que no te roben, tendé la cama, llamame por cualquier cosa, no pierdas el pasaje y no te olvides de decirle a tu abuela gracias por todo, cuando te vuelvas.

      La Negra se mostraba tan sensible a mis recomendaciones como la locomotora que humeaba al final del andén, y su hermano había adoptado una actitud fatal. La idea general era: “Qué mala madre sos que dejás que mi hermana se vaya, seguro que le va a pasar algo”. Yo estaba absolutamente de acuerdo, pero me indignaba que el pequeño criminal, se pusiera en responsable justo en ese momento crítico. Mientras sacaba otro puñado de Valium de la cartera y lo masticaba sin agua apareció el personaje que nos llevaría a la tragedia: una jovencita hiposa de muchos collares y abalorios, quien llevaba colgado a su espalda un bebé. El bebé tenía los mocos hasta el piso, una mugre aún mayor que la de su madre y berreaba como la sirena de los bomberos. Además tenía frío. Aunque esto último no es muy confiable, dado que soy de las que abrigo a los chicos bajo el sol más implacable. No pude resistirme a endilgarle otra de mis enseñanzas a la Negra para que fuera aprendiendo a ser buena madre: — Mirá —dije señalando a la réproba—, cuando se tiene un hijo es para cuidarlo. De paso esperaba que registrara cuánto amor de madre había en las tres camisetas y quince pulóveres que le había obligado a ponerse. La Negra, que estaba entusiasmadísima mirando a un colimba, pareció prestarme la misma atención que una vaca a la Teoría de la Relatividad de Einstein, pero lamentablemente me escuchó… sólo que a su manera.

      Se corre el telón

      A

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