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embargo, todavía dentro de los límites del hogar la cuestión es soportable.

      Pero, ¿han hecho la prueba de ir al cine con algún militante de ésos?

      ¿Saben la clase de bochorno que uno puede pasar cuando en la mitad de “Los gritos del silencio”, por ejemplo, saca, imperturbable, una manzana y comienza a hacer “crunch crunch”? Más les digo: ¿han experimentado alguna vez la sensación de ver una película repleta de cadáveres mientras a vuestro lado, con la mayor calma, alguien deglute un yogur (haciendo ruidito con el frasco, para colmo, porque es fato in casa)?

      Por mi parte pongo cara de que no nos une el menor vínculo de parentesco y, como aquel apóstol desleal, estoy dispuesta a negarla tres veces como hija si interviene el acomodador.

      Peor la pasa, sin duda, ese ignoto profesor de la facultad al que le toca asistir a la “cuarta ingesta” (que viene a ser como la merienda). Debe ser altamente desconcertante ver cómo un educando, en la mitad de una explicación de lingüística, comienza a desplegar potecitos “Taperwears” conteniendo jamón, bolsas de polietileno con queso y prolijos paquetitos de pan. Pero sin duda ha de ser espantoso ver que además de desplegarlos… ¡se los come! Bien dicen que la docencia es un apostolado.

      Batallas intestinas

      Pareciera que la consigna es: Si no puedes plegarte a ellos, aguántalos. Y juro por la panza de Buda que convivir con uno de ellos es un juanete.

      Veamos. Antes de que esta institución arribara a casa, nuestra heladera estaba más vacía que Atila de bondad humana; y una de las pocas cosas buenas que tiene la mishiadura es que, cuando no hay nada que repartir, no hay nada por qué pelear.

      Sin embargo, a un joven rugbier que vuelve de entrenarse en la gloriosa U, y que quiera echar lomo, vayan ustedes a convencerlo con estos argumentos:

      —¡No, el jamón es de tu hermana! ¡No te comas el queso, que es para la tercera ingesta! ¡Dejá la gelatina, que es dietética! ¡El yogur tampocooo!

      Resumiendo, libramos combates feroces frente a la heladera. El zanguango grita:

      —¡Yo tengo que comer porque estoy creciendo!

      —¡Y tu hermana tiene que comer porque está adelgazando!

      La falta de lógica de la respuesta me desconcierta incluso a mí, y lo pone absolutamente frenético a él. En el acto soy acusada de favoritismo; y como si nunca termináramos de crecer, todos volvemos a la primera infancia, cuando había que explicar que “mamá los quiere a los dos…, pero ahora, mascalzone, ¡comé pan con manteca!”.

      Tanto esfuerzo, huelga aclararlo, resulta siempre vano, porque cuando nuestra “anónima” vuelva a casa se lanza a controlar la heladera con ojo de lince para descubrir entre pataleos que “alguien” anduvo por la gelatina, que “alguien” se comió una feta de jamón, y que “alguien” avanzó sobre el queso, porque a nadie le interesa mi régimen.

      Debe entenderse que alguien es el hermano, y nadie vengo a ser yo, que a esta altura de la jornada dudo entre reiterarle mi amor o ponerle un ojo en compota, pero dietética.

      Se explica entonces que de cuando en cuando, para endulzar tantas penurias, yo eche mano a sus caramelitos, que como están en paquete no pueden ser contados con exactitud.

      Creo recordar que la primera palabra que dijeron mis hijos no fue “mamá” sino “dame”. Cualquier desprevenido podría pensar que se trataba de un reclamo amoroso. Pues no, lo que pedían era, literalmente, dinero. Un artículo bastante escaso cuando una madre es periodista. Pese a esto, cuando pudieron sostenerse sobre sus patitas y adquirieron el mínimo manejo de la lengua que necesita cualquier estafador, comenzaron sus carreras delictivas.

      Los inicios fueron burdos: sencillamente sacarme plata de la billetera para comprar figuritas, chocolates, gallinitas de azúcar y todas las porquerías que entusiasman a los infantes. Cuando esta maniobra fue descubierta y comencé a esconder la billetera, lejos de rendirse desarrollaron un fino instinto de cazadores. Ya a los cuatro y cinco añitos eran capaces de detectar escondites tan sublimes como el interior de un zapato viejo o el congelador de la heladera.

      Agotada por estas búsquedas y escondites frenéticos, tiré al diablo tanta radiante pedagogía y los amenacé con sacudirles un bollo. Fue inútil: “El que con pedagogía educa, con la pedagogía muere”. No me creyeron.

      Finalmente opté por llevar siempre el dinero en un bolsillo del vaquero, de tal modo que para acceder a él debían desmayarme de un golpe. Eso los detuvo por un tiempo, dado que hay diferencias notables entre la corrupción y el matricidio, y hasta ellos podían percibirlo. Fue sólo un tiempo, nada más, pues luego de pensarlo inventaron el IVA familiar. Un impuesto que ponían a cada mandado, y que iba a ingresar a sus propias arcas. Hasta que descubrí la maniobra (y confieso que fueron años) cualquier producto que pasara por sus manos llegaba a las mías con el diez por ciento de recargo.

      Sus ganancias aumentaban en épocas de inflación y disminuían si había estabilidad. Obviamente era un negocio próspero.

      A los diez años fueron los adelantados de la especulación, la bicicleta financiera y hasta, me temo, de las mesas de dinero. Llegó la adolescencia, y con ella se incrementó la avidez. Habíamos pasado de las figuritas a las pilchas y esta madre que dormía con vaqueros y hacía personalmente todas las compras se había transformado en un hueso duro de roer. Pero no hay nada imposible para dos jóvenes argentinos con vocación de corruptos. Mi hijo inventó un sistema por el cual no pagaba el colegio, con dos ventajas maravillosas: por un lado se quedaba con el dinero y por el otro vivía en permanente feriado dado que lo mandaban de vuelta por no pagar la cuota. Sospecho que, hasta no desbaratar la treta, su secundario fue muy deficiente.

      Mi hija por su parte, más sutil y engañera, hizo una sociedad con un estudiante peruano que se ganaba la vida como electricista, por la cual ella descomponía los aparatos de la casa y cuando yo los mandaba a arreglar recibía un porcentaje de la factura. Era cosa de Mandinga, pero cuando funcionaba el televisor se me rompía la plancha y así hasta la locura.

      Mirando hacia atrás sólo lamento una cosa de tanta trapisonda cometida: que mis hijos se hayan transformado finalmente en personas de bien. Lo que traducido al argentino básico quiere decir: De bien y para siempre pobres.

      Corrompiendo a la infancia

      Tal vez sea el momento de reconocer algunas responsabilidades en el asunto.

      En este tema de la educación de los infantes hay puntos realmente muy oscuros, verbigracia: ¿cuáles son las “obligaciones” que ellos tienen? Si tienen derecho a la educación, ¿no tienen la “obligación” de “no” llevarse catorce materias a marzo, incluida Dibujo? Otro sí digo: si tienen derecho a comer, ¿no tendrían que, al menos, levantar su plato de la mesa y hasta, en caso de terremoto y situaciones igualmente excepcionales, llevar algún otro plato de la familia? Como éstos y otros muchos ítems más, son sumamente confusos, una comienza por pedir que hagan algo, sigue por rogar, suplicar, amenazar… y termina en la extorsión o en transacciones de una vileza sin par.

      La primera claudicación es “darles su mensualidad”. Supuestamente esto los hará responsables con el dinero; en el fondo queremos evitar la batalla cotidiana de los “dame” y en la práctica es la manera más expeditiva que existe para descubrir cuántos caramelos se pueden comprar por el precio de cuarenta boletos de ómnibus y veinte meriendas. Superadas las broncas y los empachos que produce el fracaso de este método, descendemos aún más: les pagamos por acciones de solidaridad comunitarias como sacar la basura, lavar el auto o pasear al Boby. Y terminamos nuestro trabajo de corrupción ¡pagándoles para que, sencillamente, hagan lo que están “obligados” a hacer! Todo este desgobierno educacional, lejos de producirles confusiones, los ilumina. Cualquier criatura de sólo diez años que ha disfrutado de esta esquizoide pedagogía, ya conoce varias buenas maneras de ganarse la vida por el solo hecho de existir. Como adulta, confieso no haber descubierto ni tan siquiera una. ¡Mis respetos!

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