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adentro de la licuadora.

      De este modo el niñito debió entretenerse con lo que tuviera a mano. Obedeciendo a sus inefables instintos destructivos se precipitó sobre mi máquina de escribir. En tres segundos desprendió la letra O, que se perdió para siempre (espero que en su estómago) y embarulló la cinta en un descomunal ovillo que me llevó dos días desatar.

      El monstruo, pese a todo, tenía un almita sutil: comprendió que la patada que le tiré era de desaprobación. Dejó la máquina y armó un juego muy parecido a la ruleta rusa en su versión latina: primero dio vuelta un papelero en el medio del living, descargando allí mismo un montón de mugre, mezcla de puchos con gacetillas viejas. Luego se lo probó en la cabeza y, habiendo comprobado que el tacho era absolutamente opaco (la mugre quedó en el piso, por supuesto), buscó sobre la mesa el instrumento más cortante. Con el rigor de un cirujano descartó los cuchillos y optó finalmente por un sacacorchos de punta afiladísima. Se metió otra vez dentro del papelero y al grito de: “¡Heeee Man!” corrió por el departamento. Deduje que cada vez que se caía de panza sobre el sacacorchos si no se perforaba el intestino se anotaba un punto a su favor.

      La madre contemplaba el juego con una sonrisa de éxtasis. Mi hija intentaba atajarlo por toda la casa. Mi marido huyó –esta vez rumbo al dormitorio– y yo arteramente apostaba a las bondades del sacacorchos.

      Comer con un angelote

      La hora de comer con un niñito de estos merece un aparte.

      Tratándose de un domingo se imponían los tallarines… Para sentar al enano hubo que amontonar dos almohadones, que de inmediato di por perdidos. En tanto, la madre comenzó la tarea de picarle los fideos, hacerle un puré con la carne y completar todo el operativo requerido para alimentar a una criatura.

      Digo yo: si no saben comer solos, ¿por qué no dejar que opere la selección natural de la especie?

      La criatura desbarató mis filicidas intenciones: en un espectáculo repugnante, revisó cada fideo cual si fueran lombrices venenosas, los introdujo de a uno entre sus dientitos de conejo, ¡les chupó el queso! y los volvió a dejar. Terminado el operativo, con su propio plato se abalanzó sobre los de los demás con distinta fortuna.

      El dueño de casa estaba tan impresionado que se los cedió por asco.

      Mi hija seguía aún con el dulce “madre look” así que se los dio con una sonrisa.

      La madre estaba tan distraída que ni notó que la bestezuela le baboseaba el plato.

      Yo cacé un tenedor, se lo apunté a un ojo y mi mirada debe haberle resultado más que elocuente, así que pude seguir comiendo.

      Finalizado el episodio, que dejó sin hambre a las almas más impresionables, se dedicó al queso rallado: con una mano se lo comía a puñados mientras con la otra se lo refregaba por el pelo. Por supuesto, los almohadones, el piso y sus alrededores quedaron hechos una cochambre infame. Con absoluto desprecio rechazó el postre, abjuró del café y luego de limpiarse la cara y el pelo con todas las servilletas y la cortina decretó por terminado el almuerzo.

      Despedida

      Cerca de las seis de la tarde, la visita llegó a su fin. El departamento había quedado como si hubiese vivaqueado todo el ejército de los gauchos de Güemes y librado batalla con los gauchos de Atila (o lo que fuere que comandaba Atila). Todos teníamos los nervios hechos polvo. El gato quedó con terrores nocturnos. Y hasta hoy sigo mascullando preguntas sin respuesta: ¿todos los hijos de los cuarenta vienen así?, ¿vale la pena que la especie se perpetúe de este modo? ¿Qué había hecho de malo ese buen señor llamado Herodes?

      Pero, más allá de esta pequeña anécdota, aunque desconozco cabalmente las gratificaciones del hijo de los 40, conozco el resultado que produce en las madres. El más notable es que, cuando una mujer con sus hijos medianamente criados se embarca en esta historia, a los seis años comenzará de nuevo por dibujar palotes y años después cuando, una vez más “ingrese” al secundario, se encontrarán, ya pasados los 50 años estudiando junto con él, los misterios de las dicotiledóneas. Y, que yo sepa, la germinación del poroto no es el tipo de conocimiento que embellezca o dé plenitud a esa etapa de la vida.

      En nuestras épocas, los hijos varones dejaban el hogar para casarse. O para irse a estudiar a otro lado en caso de inconvenientes geográficos. Las hijas lo hacíamos sólo para casarnos. Algunas, joyas de una diadema materna, no se iban jamás. Hoy las criaturas abandonan el barco en cuanto pueden, y parten hacia destinos innobles: los muy guachitos simplemente quieren vivir solos.

      Cuando una trata de revisar por qué un hijo está por propinarnos esa puñalada trapera mira con cierto rigor hacia atrás y allí nos vemos… los llevamos en la panza, les dimos la teta, les cambiamos los pañales, les cuidamos las anginas, planchamos sus delantales, controlamos sus deberes, les hicimos de comer y pusimos todo nuestro empeño en que se abrigaran, estudiaran, no tuvieran malas compañías, no fumaran marihuana ni contrajeran enfermedades demasiado infectocontagiosas.

      No sólo hemos hecho todo eso, además, para que abundaran en su amor por una: se lo recordamos cinco veces por día y, frente a una crisis, unas ochocientas veces más… ¿por qué se querrán ir los desalmaditos?

      El día que te lo avisan

      Ocurre en cualquier maldito momento. Ni siquiera durante una pelea donde se lo podría poner a cuenta de un exabrupto. En las familias latinas en las que nos enrolamos, una pelea da para cualquier cosa, comenzando por la madre que grita:

      “¡¡¡Te voy a matar!!!”. Cuando en realidad todos saben que tengo dilemas de conciencia para aplastar un alacrán que nade en mi sopa. Ese era el momento justo para decirlo. Muy por el contrario, estos sádicos de corazón de piedra explican con toda claridad en una sobremesa cualquiera, que tienen pensado irse en cuanto puedan porque quieren ser “independientes”. Así fue como a mí me lo dijeron.

      Supongo que hubo después más argumentos, pero no los pude retener porque estaba atravesando el único infarto de ojos abiertos y expresión inmutable que registre la historia de la medicina.

      Fue producto de dos fuerzas opuestas: querer retorcerle el gaznate y procurar parecer piola. Me incliné por la “piolitud” (Tanta lectura sobre la adolescencia siempre nos lleva a la ruina). Con expresión de madre absolutamente liberada me limité a mentir: “Me parece muy bien, sólo que para ser independiente hay que poder mantenerse solo. Cuando lo consigas, por mí no hay problemas”. La prueba más rotunda de la inexistencia de la justicia divina fue que el cielo no se abrió y ningún rayo me redujo a cenizas por semejante hipocresía. Cabe aclarar que quien me hacía el planteo era mi hija mujer de veinte años, quien trabajaba conmigo en la radio.

      Mientras le sacudía mi “comprensión” me juraba que en su puta vida, si de mí dependía –y precisamente dependía de mí– iba a poder “mantenerse sola”. De allí en más me convertí en el patrón más sátrapa del mundo. No sólo que jamás le aumenté un peso, sino que en cuanto podía le bajaba el sueldo. Pese a mis escrupulosas maniobras, tal vez pidiendo en las esquinas llegó el momento en que había juntado el dinero. ¡Lloremos hermanos!

      Y ahora qué digo

      Tal vez la sutil manera que Dios encontró para manifestarme su contrariedad fue la de enfrentarme con mi propia mentira: finalmente la nena ya tenía cómo irse… En verdad, había pocas puertas de escape, así que me jugué.

      —No sé quién te va a firmar la garantía para un departamento —apunté con esa voz que surge directamente de la hiel y dejaba en claro que antes se me caían los cinco dedos de la mano que hacerlo yo.

      —No te preocupes —me la firma Jorge.

      ¡Jorge, mi amigo del alma, cómplice de ese matricidio que estaba por cometer mi hija! Pero (y he aquí el nudo de la cuestión) ni Jorge ni nadie sabía que esta madre arrastraba el corazón por el piso y que a esta altura ya lo tenía arrugado, con pelusas y partido en varios pedazos dispersos por la casa. Es que los amigos del alma tienden a

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