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lugar que se iba con un tipo. Lamentablemente mi hija partía sólo con su gato y esto resultaba infinitamente peor, dado que la única explicación posible era que huía porque la vieja era una pesadilla. Y en eso tienen razón pero a una no le gusta que se den cuenta ¡qué joder!

      Premeditadamente no estuve en el momento en que se fue. Ya lo dijo Woody Allen: no es que le tema a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando ocurra.

      Madre que huye, madre que pierde

      Fue elegante de mi parte no presenciar la partida de mi hija. Seguro que lloraba abrazada al felpudo o me internaba en la terapia intensiva que tuviera más cerca. Sin embargo, lo elegante en esos casos está peleado con lo práctico. Fue doloroso comprobar en los días subsiguientes que mi nena había aprovechado mi ausencia llevándose todo lo que pudo acarrear: toallas, sábanas, cacerolas, cubiertos, licuadora, platos, pincita de depilar, champú, sal, fideos, aceite. Lo único que no llevó fue mi cama matrimonial, porque supongo que con su gato no le servía de gran cosa.

      Quizá lo más indignante de esta etapa fue que mientras ella se quedó con mis llaves, tuve que esperar una invitación oficial para entrar a su casa.

      Cual los gatos, demarcó su territorio y con la misma generosidad que éstos, decidió que todo lo mío era de ella y todo lo de ella ídem (típico razonamiento de cualquier hijo en cualquier instancia). Además me dejó todas sus basuras, que para mí son recuerdos. En alguna noche de nostalgia todavía abrazo su muñeca bizca y pelada mientras mi marido clama pidiendo el divorcio. Tiene razón.

      Típicas de una madre

      Los hijos se van porque:

      •No tienen corazón.

      •El rock y sus derivados les han comido el seso.

      •Las malas compañías les llenan la cabeza.

      •No saben apreciar lo que tienen.

      •Quieren dedicarse a orgías devastadoras.

      •Sus analistas conspiran contra nosotras. Seguro que:

      •Van a extrañar.

      •Estarán sucios.

      •Nadie los atenderá si se enferman.

      •La casa será una inmundicia.

      •La heladera será más ponzoñosa que Chernobyl.

      •Se alimentarán de latas y porquerías.

      •Se van a enfriar.

      •Morirán de hambre.

      •No podrán pagar el departamento.

      •Quedarán embarazadas a los cinco minutos (caso mujeres).

      •Se harán faloperos de inmediato (caso varones).

      •Nos pedirán guita a cada rato (y ésta, lo juro, es cierto).

      Decir adiós

      Lo más paradojal del episodio ocurrió cuando por fin terminé de padecer convulsiones y toda la familia (restante) se animó a creer que sobreviviría al golpe.

      Pues bien, fue entonces, en ese momento de relax en que se descubren las ventajas de un mínimo espacio vital que hemos ganado, cuando la impía reapareció. Y todo volvió a lo de antes, o peor, porque de ahí en más mi hija retomó su actividad de rutina con agravantes. Sistemáticamente se sentaba a almorzar con cara de huérfana biafrana, ocupaba el baño para lavarse la cabeza y dejaba a los demás haciéndose pis en el pasillo, se acomodaba en el primer lugar para ver televisión y hasta se acostaba en nuestra cama para leer. Por fin se hizo inevitable preguntar: “¿Pero vos no te habías ido?”. La respuesta bien pueden imaginarla. Con cinco años de diván no alcanzaré a reponerme.

      Tiempo, distancia y vida me han separado ya de mis hijos. Eso hace que muera de nostalgia cuando no nos vemos, y agonice de cansancio cuando me vienen a visitar. Ni los Rolling Stones ni las siete tribus de Jerusalén podrían desquiciar de tal modo un departamento de dos ambientes.

      Estoy segura de que no hay nada improvisado en sus maldades: lo planean mientras no nos vemos y me lo descerrajan en cuanto entran hasta que grito: ¡Paren, que esta es mi casa! Entonces se ofenden y, por supuesto… no se van.

      La niña de mis orzuelos

      Hay algo profundamente gratificante en tener una hija. Por ejemplo, que no me traiga botines o camisetas de rugby para lavar. Es también más modosa, o al menos hace pis sentada, lo que ya es un alivio.

      Y allí se terminan sus ventajas, porque aunque cada uno de mis hijos mantenga su estilo, ambos, como todos los cordobeses, tienen ideas extrañas sobre Buenos Aires, por ejemplo, que aquí se concentra lo “último” y pasa (a nivel de espectáculo) “lo mejor”. Visto desde el interior parece razonable, pero cualquiera de los que aquí vivimos podemos dar fe de que nunca tenemos aliento para ir a ver “lo último” ni plata para presenciar “lo mejor”. Sin embargo, cuando llega la luz de mis ojos, trae un itinerario como para reventar siete postas de diligencia. La vida se vuelve un loco trajinar entre museos, teatros y las novedades de la ciudad que una ha decidido ir a ver “cuando pueda” (término muy cercano al “nunca”). Generalmente tiende a rematar los festejos en casa (mi casa) invitando amigos. Y yo me duermo en el baño, único lugar que me han dejado libre.

      El saqueo

      Cuando mi angelito se toma un respiro comienza la parte más dolorosa de su estadía: una prolija requisa de la casa para ver “qué te sobra”, es decir, “qué se lleva”. Huelga aclarar que no sobra nada, pero: “¿Esta camisa hace mucho que no la usas?”.

      Sí, desde ayer. “¿Entonces me la puedo llevar?”. Diciendo y haciendo, ya se ha puesto la pilcha, se ha admirado frente al espejo y hay que tener un corazón más espantoso que el mío para poder sacársela. Como la niña es pobre de limosneo, luego de la pilcha, avanzará una vez más sobre las sábanas, las toallas, las servilletas y las provisiones. Aunque parezca una exageración (que ella jamás podrá desmentir) cierta vez se llevó ¡hasta la tapa de la pava! Nunca supe para qué. Tal vez junta latas y las vende por peso a los cirujas. Pero quizá lo que más siento, amén de su ausencia cuando se va, es descubrir que no tengo champú (justo cuando me estoy duchando), o que se afanó mi delineador o mi último par de medias sin corridas. Por supuesto que en el momento del adiós debo darle plata, nunca estoy segura si es un regalo o si le estoy pagando para que, por fin, se vaya.

      Mi nene me ama

      Y por eso viene a visitarnos cada tres meses… si hay algún concierto de jazz que le interese o si está de paso para otro lado. Tanto me ama que durante todo el tiempo que no nos vemos junta su ropa sucia para que se la lave. Al llegar no termino de entender si es una visita o una excursión de higiene. Pero no importa, porque por fin está en su casa.

      Vayamos a un diálogo típico de sus gloriosas estadías:

      —Querido, ¿qué tal si te tendés la cama?

      —¿Para qué si no esperan a nadie?

      —Nosotros somos “alguien” y me molesta tropezarme todo el día con almohadas y sábanas.

      —¿Y desde cuándo ustedes son “alguien”?

      —Desde el momento, ternura, en que estás en “mi” casa.

      No suena demasiado tierno, pero es una transcripción casi taquigráfica. El aire se enrarece y la criatura, sin ánimo de colaborar en nada sino todo lo contrario, saca del videoclub quince películas pornográficas calcinando mi reputación en el barrio para siempre.

      No soy adicta a esas películas sin argumento, pero no tengo problemas en que los demás las miren.

      Ahora bien, si “los demás” es mi hijo, que encima las mira en el living donde necesariamente escucho los jadeos cada vez que paso, me vuelve loca.

      —¿Y para qué pasas? —objeta la bestia lujuriosa.

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