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Oíd mujeres el grito sagrado. Cristina Wargon
Читать онлайн.Название Oíd mujeres el grito sagrado
Год выпуска 0
isbn 9789874660671
Автор произведения Cristina Wargon
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Yo no, porque estoy creciendo—patalea.
—¡A vos lo único que te siguen creciendo son las…! —continúa grosería impublicable.
Con toda claridad hemos arruinado la situación al punto de que, madre al fin, y procurando una reconciliación me comprometo a hacerle mi celebérrima salsa de hongos. Esa tarea me insume toda la tarde del sábado que no pasaré en el placard pero sí en la cocina. Todo parece ir bien hasta que en el momento de cenar le habla un amigo y se va con él y yo quedo con mi salsa de hongos sumida en algunas certezas y estrenando dudas. Es obvio, amores míos que mi casa ya no es vuestra casa. Pero, ¿por qué será que cada día los extraño más? Masoquismo, que le dicen.
10. ¡Soy abuelastra!
Como la palabra “abuelastra” suena a la mala de Blancanieves, vale explicar su origen.
Si mi segundo marido tiene una hija, el joven es mi yernastro. Y si ambos tienen un bebé, pues entonces soy abuelastra. Acierta quien piense en una mera treta lingüística para evitar el tema de que me han hecho abuela. Sin embargo, una vez conocida, alzada y mimada, la causante de mi nuevo estado me hizo descubrir que no me alcanza con ser abuelastra. ¡Yo quiero ser abuela!
Vera –así se llaman esos cuatro kilos de enterito rosa y ojitos color gato– comenzó a ser parte de nuestras charlas hace ya dos veranos, en la orilla del mar. Su mamá y yo hablábamos de ella mientras esquivábamos pelotazos y éramos pisadas por cuanto gordo andaba dando vueltas (Mar del Plata, bah). Dejo constancia de que con la parte más inclaudicable de idishe mame, yo cinchaba para que viniera al mundo, mientras su madre, más sensata, especulaba si ya era tiempo, meditaba sobre la situación económica y otra serie de inteligentes razonamientos, para los que soy negada cuando de bebés se trata.
Finalmente, cuando se anunció el embarazo, fue una fiesta. Corina, tal el nombre de la mamá, dióse a engordar bajo mi mirada complaciente y, siendo además petisa, alcanzó en poco tiempo el perfecto tamaño de una pelota. Por supuesto que lo hizo a contramano de toda la medicina moderna, que ha desdeñado el poder de los antojos y el hambre terrible de las embarazadas (la medicina moderna, como se sabe, está mayoritariamente regida por los varones). Y fue en nombre de la ciencia que, en vez de acertarle el sexo por el infalible método de la cuchara o el aún más exacto del anillo, me trajeron una foto del bebé donde se veía “clarito” que hasta iba a ser Vera y no Iván. Tuve que decir “qué preciosa” aunque sólo divisaba un borrón, y hasta tuve miedo que saliera parecida a un manchón de tinta. Por suerte, la ciencia es tan inexacta como presumía: lo de la foto es puro cuento. La nena no nació a rayitas blancas y negras, aunque debo reconocer que el sexo se lo acertaron (bah, yo también lo hago con la cuchara).
Llegó el gran día
Siendo el 4 de septiembre en todos los almanaques y la una en todos los relojes, se hizo presente en este mundo mi nietastra, quien al parecer, se había acomodado con una mano detrás de la nuca.
Augurio indiscutible de que esta niña será vaguísima, aunque haya otras doctas explicaciones mejores.
El parto fue normal, esto quiere decir que cuando fuimos a verlas, la madre parecía recién aplastada por un camión.
Vera, colorada como una ciruela pigmea y con cincuenta centímetros de patitas flacas, era idéntica a Olivia, la novia de Popeye.
Pude ver que ahora, vaya a saber si por la evolución de la ciencia o la crisis imperante, en cuanto nacen los críos los ponen con la madre y de allí en más, salvo caso de urgencias médicas, todo corre por cuenta de sus progenitores. Era de ver la cara de Charli, su papá, contemplando un pañal con el mismo desconcierto que un coya en un festival de los Sex Pistols.
Por lo demás el epicentro de la acción parecía concentrado en la teta, a la cual Vera se negaba terminantemente a prenderse. Mirándolo estrictamente desde su posición, sus razones tenía. Entre esa mole inmensa y trabajosa y una cómoda mamadera, era de insensatos ponerse en el esfuerzo. Máxime que, como está dicho, Vera nació en posición epicúrea. Las dejé en tan confusa batalla, no sin antes observar a sus abuelos legítimos navegando en un mar de babas, mientras trataban de descifrar de quién era la nariz, a qué familia pertenecía la oreja y de qué rama genealógica provenía la incierta pelusita de la cabeza. Su abuelo materno, que viene a ser mi marido, luego de haber predicado toda la vida sobre la indiferencia que le producen los bebés, bizqueaba mientras suspiraba: “¡Es tan bonita!”.
Me pareció que Vera me miraba por encima de la teta, pasándome un mensaje:
“Ya será nuestro tiempo”. Besé a todos y me retiré.
Meciendo las dudas
Esperé unos días a que la beba retornara a su casa y todo se acomodara al nuevo trajín. “Mi” abuelo, ya fuera de todo control, prácticamente se instaló en lo de su nieta entregándose al placer de contemplarla, hasta que fue desalojado por la fuerza. Puedo imaginar la clase de incordio que es un varón, por más padre o abuelo que sea, a la hora de lidiar con los pañales, tetas y demás accesorios. En fin, que se retiró bajo protesta y comenzó una búsqueda febril de un baby-sit, una mochila y otros chirimbolos que necesitaba Vera.
Mientras tanto púseme a meditar en esta nueva condición en que la vida me había puesto: ¿Ser abuelastra arruinaría mi sex-apeal para siempre?
¿Cómo sería eso de dormir con un abuelo?
¿Cuál sería el papel de una abuelastra? ¿Debería inculcarle los “sanos principios”, justamente yo, que no creo en esas pavadas?
¿Debería ceñirme a la hora de los cuentos, a la ortodoxia de los hermanos Grimm, o podría, como hice con mis hijos, leerle “Cien años de soledad” cuando todavía gateaban?
En fin, que ante tantas dudas, dejé que el baby-sit lo comprara el nono y yo le regalé la colección de cuentitos “para cuando Vera tenga cinco años”. Es cierto, no se pueden comer, no se pueden usar, no sirven de inmediato, pero cuando por fin pueda tenerlos en sus manos, celebrará, sin saberlo, el rito más milenario y enriquecedor de un ser humano: la imaginación.
Estaba quedando en claro, quería ser su abuela.
De visita y papeloneando
Una vez instalada en la “abuelitud”, descubrí que puede resultar más letal que ser madre (para los otros, no para una que engorda en las tropelías sin el más mínimo rubor). Por lo pronto dictaminé que la nariz era de “mi” abuelo, descalificando cualquiera más prestigiosa. Luego corrí a alzarla cuando lanzó un crujidito de gato. Su mamá deslizó que ella no lo hacía para no malcriarla. Mientras la acunaba puntualicé: “Vos no lo harás, pero a las nenas hay que alzarlas”. Un poco intimidada alcanzó a explicarme que tampoco usaba chupete porque lo escupía.
Siempre con mi voz de propietaria, le aclaré que a “ella” se los escupiría, “pero vas a ver cómo a mí no”. La visita, que se iba perfilando como una maniobra de apropiamiento, culminó cuando Corina me contó que el pediatra de una amiga desaconsejaba la vacuna BCG como muy antigua. Puse el grito en el cielo: a los niñitos cuanto más se los vacuna mejor, y por supuesto, “a tiempo”. Quedó en claro que Vera se enfermaría de inmediato de la peste negra si su madre no me hacía caso.
Mientras cometía todos esos despropósitos, Vera dormía sobre mi corazón entusiasmada con el chupete y aferrándose a un rulo. Era evidente que nos entendíamos. La madre era la desubicada. En puntas de pie la dejé en la cuna, abrigándola un poquito más todavía.
¡Qué cosa la abuelitud, que nos da un regalo que cayó en otros brazos!
No hay nada, salvo todo, que explique por qué esa beba no es nuestra, justo cuando ya estamos óptimas para tenerla: serenas, plenas y sabias. Sobre todo eso, insoportablemente sabias. ¡Y es de linda! ¡Tan linda, pero tan linda!
Hola Vera
Bienvenida seas, bienvenida.
Te haremos un lugar entre nosotros.
Un lugar donde