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ultraliberales y los hay que navegan siempre en la mitad del camino. Esta falta de organización en las cúpulas provoca el alzamiento constante de las criaturas que, como bien sabemos, han nacido para amotinados. Todo indica que se ha vuelto imperiosa la necesidad de nuestro sindicato, SPS: Sindicato de Padres Sufrientes.

      Las vacaciones

      He aquí un tema donde queda de manifiesto nuestra suicida actitud individualista. Pero hagamos historia. Las primeras vacaciones que pasamos con nuestros hijos nos parecen, cuando las evocamos, una antología del horror. No sólo hay que acarrear bebés, sino todo lo que ellos necesitan y necesitan: pertrechos como para atravesar el Sahara, las estepas siberianas y la Península Valdés. Pañales, cambiadores, mamaderas, una pequeña farmacia ambulante por si se queman, se enfrían, se engripan, se insolan o cualquiera de las catástrofes a las que son tan afectos los niños. Pero, por supuesto, la cuestión se agrava. Cuando aprenden a hablar, y comienzan a considerarse, arbitrariamente seres humanos, exigen el amiguito. Allí partimos con el doble de equipaje y la espantosa sensación de que a ese crío ajeno le puede ocurrir “algo” y que después deberemos explicar a los padres lo inexplicable: no fuimos nosotros los que empujamos al niño desde la punta de la montaña sino que fue él quien se esmeró hasta conseguirlo. Pero esto tampoco es lo peor. La hecatombe ocurre cuando entran en la adolescencia. En ese estadio, nuestros hijos tienen una sola cosa en claro: los viejos sobramos y si algo no quieren es pasar sus vacaciones con nosotros.

      En este punto hay que reconocerles, si no razón, absoluta coherencia generacional: todos los adolescentes opinan lo mismo. Los padres, por el contrario, aunque pensemos igual (si puede llamarse pensar a ese profundo deseo de retorcerles el gaznate), actuamos desquiciadamente. Hay quienes los arrastran de los pelos y se aguantan treinta días de cara de culo full-time; hay otros que negocian: quince días con nosotros y los demás piedra libre. Y otros, los libérrimos, que autorizan con una sonrisa a la nena para que parta en carpa con su novio a Villa Gesell o al varón para que marche con cualquier rumbo acompañado por los delincuentes precoces de sus amigos.

      La hora de volver al baile

      Haciendo una vez más un raconto nostálgico, los bebitos nos volvieron la vida imposible con sus horarios. El reloj exacto que llevan incorporado a sus estómagos los hace berrear cada cuatro horas, noche y día, verano e invierno. Llega un momento de la infancia en que una está dispuesta a entregar su alma con tal de dormir una sola noche seguida. Y en verdad se consigue… justo cuando los niños comienzan la escuela y hay que levantarse para el desayuno y trasnochar secando a plancha los delantales. De cualquier modo, es un momento de paz antes de entrar en la adolescencia con… los bailes. He aquí de nuevo la incoherencia paterna.

      Hay colegas que insisten en llevar e ir a buscar a la nena en horario prudencial (las hijas suelen soportarlo entre los once y los doce años); otros se inclinan porque vayan con un grupo de amigas y vuelvan a una hora razonable; los terceros las despiden “hasta mañana” y mañana, según se sabe comprende desde la una de la madrugada hasta el amanecer del día siguiente. Una vez más nuestra falta de solidaridad nos empuja al abismo: quién es el guapo capaz de enfrentar a una bravía niña que alega: Mariana puede volver al mediodía mientras vos, querés que llegue a las dos. Se las ingenian para remarcar que “a las dos” es la hora exacta en que salen los sátiros más vandálicos y por ende, en caso de violación, agresión o muerte, los únicos responsables ya se sabe quiénes son. El planteo deja en claro que los padres liberales son en realidad los piolas, pero como una no tiene con ellos una buena relación de militante a militante, en verdad no sabe si esos permisos se los otorgan a los once, a los quince o a los veinticinco años. El desconcierto cunde, las negociaciones son dificultosas y los resultados a medias: padres desvelados, superculposos, y niñas que vuelven a la hora de las santas margaritas.

      Bien saben ustedes que esta historia se repite en todo aquello que atañe a tomar decisiones, ¡así que volvamos al planteo inicial! ¡A los padres de este mundo! los que lo son, los que lo fueron antes, y aun en nombre de las generaciones que vendrán, escuchen mi proclama emancipadora: ya que no podemos ser sensatos ni justos ni piolas, seamos al menos unidos. Todo bajo el lema: sólo la organización vencerá a los adolescentes. He dicho.

      “Parirás a tus hijos con dolor”, dice la Biblia. Pero no da mayores detalles de cómo hay que vestirlos. Es una verdadera pena: en ausencia de todo dogma los niños inventan el suyo en perjuicio nuestro. Alguien podrá explicarme por qué, si esta madre llegó a usar los camisones de la difunta tía Dora ¿sus hijos nunca se resignaron a usar la ropa de los primos?

      Al principio siempre fue la dicha: los bebés, gracias a Dios, no hablan.

      Cuando nació la Negra, como la familia entera esperaba un varón, y además machazo, nadie osó perturbar la futura virilidad del primogénito con algo tan femenino como una batita rosa. Por esos azares de la genética llegó la primogénita y su primera posesión en este mundo fue un maravilloso ajuar de un celeste indeclinable. Por suerte, repito, los bebés no hablan, pero además deben nacer daltónicos como los gatitos, si no, la Negra, con lo encocorada que salió, hubiera chillado de indignación. Por suerte también, los ajuares no exceden el año, así que junto con sus primeros pasos inauguró su vestido de señorita y por un tiempo todo volvió a la normalidad. Cuando al año y medio se aprestaba a nacer el segundo, por cábala recolecté un ajuar rosa. Uso recolecté con absoluta premeditación. Parecería que familia, amigos y conciudadanos ponen su mejor y único empeño en el primer niñito. El segundo no concita grandes entusiasmos; es una suerte de yapa de la naturaleza, así que los regalos hay que sacárselos por la persuasión o por la fuerza.

      No me privé de ninguno de los dos y como quería un varón, me hice de un ajuar cabalísticamente rosadito. Así, cuando nació el Gordo, fue enfundado entre sabanitas repletas de flores rococó y muñequitas exquisitamente femeninas. Él tampoco les prestó atención y no creo que su manía de vomitar la leche tres metros a la redonda fuera un signo de reproche (el tiempo dejó en claro su naturaleza pantagruélica).

      Darse cuenta

      Así íbamos por el mundo felices y ordenados. A su debido tiempo el pequeño fue heredando de su hermana la ropa celeste que naturalmente se entreveraba con la rosa. Pero un día… ¡crecieron!, y allí comenzó un combate que jamás encontró tregua.

      Debo reconocer en favor de mis críos que fui una adelantada del reciclaje; esto traducido al plano doméstico puede entenderse más o menos así: cualquier cosa que todavía sirva “debe” ser usada, por las buenas o por las malas. Mi único límite es no recoger la basura de los vecinos, aunque sí aceptar la basura que éstos pudiesen regalarnos. Además la ropa me importa un corno. Estos dos criterios utilitarios poco tienen que ver con la estética y absolutamente nada con la opinión de mis criaturitas.

      El primer entrevero se desató cuando a los tres añitos el Gordo debió marchar a la guardería. Su hermana había hecho la punta dos años antes, y de esa época me había quedado un delantal de cuadrillé rosado, una bolsita para la merienda con el nombre bordado y un par de cancanes azules maravillosamente abrigaditos. Todo este equipo, según mi utilitaria visión del tema, debía servirle al Gordo para iniciar con donosura su vida escolar.

      Él opinó rotundamente lo contrario. Me dispuse a negociar la bolsita con el nombre bordado, pues aunque todavía servía (mágica palabra para desatar la fiebre del reciclaje), mis precarios conocimientos de psicología me hacían temer confusiones de identidad. Me daba mala espina que a un varoncito le dijeran Pepa, por ejemplo…

      Pero un delantal rosa es exactamente igual a uno celeste… ¿o no?

      —¡No! —se obstinó el Gordo, y como vi peligrar toda su educación aflojé.

      ¡Tanto soñar con un hijo doctor y allí estaba al borde de tener un hijo analfabeto por culpa de un mísero delantalito rosa!

      En los cancanes me mostré inamovible; mi argumento final fue: ¡Nadie puede adivinar que abajo de tu jean, tenés cancanes en lugar de soquetes! Y allí partió el Gordo, enanito y a las puteadas a inaugurar su vida escolar.

      Volvió con un ojo negro y la primera nota que

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