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seguros en todos. La cuenta les sale errada, porque haciéndolos sospechosos la indolencia, son el objeto de la persecución en cualquier sistema de gobierno. ¡Digno estatuto el de Solón, que en las revoluciones prescribía declararse precisamente por uno de los partidos! El de la patria es el solo que puede consultar la seguridad en la lucha sangrienta de Sud América con sus obstinados opresores. ¡Qué más quisieran estos que vernos interpretar la seguridad como una salvaguardia contra el imperio de la ley! No, ella nos impone la necesidad de no faltar a su obediencia, si queremos gozar de su garantía, porque, como dice un político, no hay derechos sin obligaciones; y las obligaciones son la medida de los derechos. El que entienda por seguridad un escudo impenetrable a cuyo través puedan cometerse los crímenes impunemente; es necesario que haya robado el derecho de los demás hombres, o que se haya vestido de la púrpura de un rey de España que no teme un juzgador en la tierra. ¡Infeliz el pueblo que deriva su prosperidad de la sola virtud personal, pero contingente del que le rige! La seguridad de la ley es la del que gobierna, y la del que la obedece.

      La igualdad es el derecho de invocar la ley en su favor lo mismo el rico que el pobre, el grande que el pequeño. No es esto decir que todos tengan unas mismas leyes. Son y deben ser diversas las que reglamenten al clérigo, al militar, al simple ciudadano, al pupilo, al mayor de edad, etc., etc. La igualdad está en la acción. Todos la tienen para llamar en su socorro la ley vigente en su clase, para que el vicio se castigue, y la virtud se premie. Las diversas jerarquías de la sociedad no se oponen a esta igualdad legal; lejos de eso, la conservan, porque no pudiendo haber orden sin ellas, ni pudiendo haber sociedad sin orden, es una consecuencia que aquellas precedan a la igualdad de la ley. Para que yo sea igualmente libre en todo mi cuerpo, ¿será preciso que la cabeza tenga el mismo ministerio que las manos? Yo pienso que aun ciertas desigualdades que en el fondo de la naturaleza son efectivamente una quimera, deben respetarse en lo político, si no se quiere que descorrido el velo se desaten las pasiones impulsadas por la ignorancia y falta de educación (vicios que siempre están en la pluralidad) y lo asolen todo en un momento de anarquía. Dejemos que exista esa desigualdad: pero que ella desaparezca, cuando la ley pronuncia contra el delincuente. Yo vi reír con un exceso de admiración a cierto ciudadano que casualmente leyó aquella ley de partida que condena a muerte al incendiario plebeyo, y a solo destierro al noble; como si hubiera alguna distinción en el crimen, o muy poca diferencia entre el ser y la nada. Tales eran las leyes españolas. ¡Qué lástima que todavía no entremos en el trabajo de reformarlas para que en el derecho privado no puedan alegarse las que contradicen a los fundamentales que hemos proclamado, libertad, propiedad, seguridad e igualdad!

      MONTESQUIEU DICE

      La multiplicación de dilemas es una imagen útil para comprender la dinámica del debate político que siguió a la Independencia. Esto no dice mucho de los contenidos, pero sí de la tónica que se fue imponiendo sobre un sistema forzado a hablar lenguajes y ensayar arquitecturas institucionales que —lo entendemos mejor ahora— recién despuntaban a nivel global. En ese contexto, los debates constitucionales fueron arenas donde se exploraron las más acuciantes preguntas, entre ellas los riesgos a que estaba expuesta una de las principales conquistas del proceso: la libertad. Ríos de tinta se dedicaron a establecer su significado, y también a reflexionar sobre cómo instituir un poder capaz de garantizarla sin el peligro de asfixia. Este texto publicado en la antesala de la promulgación de la Constitución de 1822, que tuvo corta vigencia, aborda la dimensión institucional de ese dilema, precisando cómo aclimatar el principio de la división e independencia de poderes.

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      La distribución de poderes en la Constitución

      El Cosmopolita, Santiago, 28 de septiembre de 1822, Núm. 10, en Colección de antiguos periódicos chilenos, 1823-1824, Guillermo Feliú Cruz ed. (Santiago: Ediciones de la Biblioteca Nacional, 1965), pp. 49-51

      No necesita examinar los poderes concedidos por esta Constitución, la política de su distribución debe ser evidente a todos. Los representantes del pueblo predominan: ellos exclusivamente proponen los auxilios para el sostén del gobierno; este es el instrumento poderoso por el cual vemos en la historia de la Constitución Británica una representación humilde del pueblo gradualmente aumentando, y finalmente predominando los otros ramos de este gobierno. Este poder sobre el tesoro puede considerarse como el más eficiente con que una Constitución puede armar los representantes inmediatos del pueblo para obtener una reforma de todos los abusos, y para efectuar todas las justas y sanas medidas.

      La Convención concedió el Poder Ejecutivo a uno solo para que tenga la firmeza que necesita un gobierno enérgico y la responsabilidad que demandan los derechos del pueblo. Algunos creen que un gobierno enérgico es incompatible con el carácter de una república; pero los hombres esclarecidos que formaron la Constitución, supieron que un Ejecutivo enérgico era esencial para la protección de la patria contra los enemigos extranjeros, para la administración justa de las leyes, y para la seguridad de la libertad contra los atentados de la ambición, de la facción y de la anarquía. Su responsabilidad y dependencia sobre el pueblo por las elecciones frecuentes impedirá el abuso de este poder.

      Los políticos que han sido más celebrados por la sanidad de sus principios, han declarado que el Poder Legislativo debe entrar entre muchos, como más propio para conciliar la confianza del pueblo, y para proteger sus privilegios, y que el Poder Ejecutivo debe estar en uno solo como más propio a la decisión, a la actividad, el secreto y la expedición precisa para la seguridad del Estado. La experiencia nos enseña que cuando dos hombres tienen una autoridad igual, hay siempre emulación personal, de donde resultan disensiones que pueden impedir y frustrar las medidas las más importantes en los apuros más críticos del Estado; y lo que es aún peor, pueden dividir la comunidad en dos facciones violentas e irreconciliables. La historia romana nos presenta muchos ejemplos del perjuicio que resulta a las repúblicas por las disensiones entre los cónsules; que estos sucesos no hubiesen sido más frecuentes, o más fatales, se originó de la política prudente motivada de las circunstancias del Estado y seguida de los cónsules que repartieron el gobierno entre sí, el uno quedando para gobernar la ciudad y vecindad, y el otro tomando el manejo de las provincias distantes.

      En un consejo que tenga un influjo directo sobre el Ejecutivo, una cábala astuta puede perturbar y enervar todo el sistema del gobierno; pero la diversidad de miras y opiniones bastaría para caracterizarlo de un espíritu de debilidad y tardanza habitual. La objeción más importante contra la pluralidad del Ejecutivo es que sirve de ocultar los defectos, y de destruir la responsabilidad por la imposibilidad de distinguir entre las acusaciones recíprocas la persona sobre quien debe caer la censura, o la punición de una medida perniciosa.

      Los magistrados ejecutivos están sujetos a las leyes por medio de la acusación por la Cámara de Diputados por crímenes contra la Constitución y los privilegios del pueblo; pero la seguridad más importante es su dependencia de la voluntad del pueblo; siendo el empleo electivo, los hombres se harán por su conducta más frecuente indignos de la confianza pública, que sujetos al castigo de la ley.

      La duración en su empleo es tal que asegura la firmeza del magistrado sin peligrar la libertad del pueblo. El reducir de tiempo en tiempo el magistrado al nivel del pueblo, asegurará una administración virtuosa, a fin de que merezca la confianza y obtenga otra vez los sufragios de sus conciudadanos.

      El poder de nombrar los jueces es investido en el Presidente con el aviso y consentimiento del Senado. El magistrado ejecutivo, en el cual queda la entera responsabilidad, se sentirá más obligado y más interesado por investigar con cuidado las calificaciones necesarias para los empleos, y a proponer con imparcialidad a los que tengan las mejores pretensiones, no tendrá tantas amistades personales para gratificar como un cuerpo numeroso, nada agita las pasiones del hombre tanto, como las consideraciones personales si tocan así mismo o a otros, y en todo ejercicio del poder de nombrar oficios por una asamblea de hombres, se debe esperar las parcialidades y antipatías, las amistades y odios de dos partidos, y la elección hecha bajo tales circunstancias, será el resultado de una victoria ganada por un partido sobre el otro sin ninguna consideración por el mérito, o las calificaciones de los candidatos; el adelantamiento del bien público es raramente

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