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tiranía antigua; pero debemos examinar si gozamos de la libertad que apetecíamos.

      Si solo llamásemos libertad, aquel estado de absoluta independencia en que jamás se hallaron los hombres y que solo pudo ser imaginado por ciertos filósofos de nuestro tiempo, para sorprender con su pintura a los pueblos abatidos, desde luego confesaremos que no la hemos adquirido, y que no la adquiriremos jamás, porque es un imposible. El hombre, criado para vivir en sociedad, no pudo gozar un solo día de su vida de aquella libertad con que la naturaleza dotó a los brutos. La organización de nuestro cuerpo, las facultades de nuestra alma, nuestras necesidades, nuestras pasiones; todo nos convence, que nunca pudimos hallarnos colocados ventajosamente en la situación desamparada del tigre, del león o del jabalí. Los que imaginaron al hombre errante en los bosques, viviendo como bestia, luchando con las fieras, y gozando de la libertad que gozan estas, se imaginaron un hombre de otra naturaleza, que no conocemos; rompieron las vallas del tiempo que nos descubre la historia, y fueron a buscar, en el obscuro campo del olvido, lo que no podían hallar en medio de las luces de la verdad.

      La independencia absoluta de las fieras está garantida con la dureza de su constitución, y con la fuerza de las armas naturales, que sacan del vientre materno. El hombre demasiado débil para luchar con el tigre, con el león, con el oso, y con las otras especies de bestias feroces, no pudo resistirlas sino apartándose de ellas, poniendo reparos contra su fuerza, reuniéndose a sus semejantes, y haciendo valer en su favor los arbitrios que le sugería su natural disposición. Por esto hallamos desde los tiempos más remotos el establecimiento de la sociedad, ya en las rancherías, o aduares, ya en pueblos menos rústicos, ya en ciudades cómodas, ya en fin en soberbias y dilatadas provincias. Así pues, convendremos en que la libertad propia del hombre, no es, ni puede ser absoluta, como la de los animales, criados para vivir a su arbitrio, sino aquella de cuyo goce no resulte un mal a los demás, aquella de que todos los individuos saquen un igual beneficio.

      La sociedad proporciona a todos sus miembros unas ventajas que nacen de la obligación mutua de cada individuo; y sería la mayor quimera suponer en alguno de los socios, o en todos ellos, la libertad para faltar a estas obligaciones. Cuando todos se conviniesen en romper los vínculos que los unen, dejarían de ser socios, y por consiguiente no podían llamar social aquel género de libertad frenética de que usaban. Cuando una parte del todo se declarase contra las obligaciones comunes, esta parte, sin derechos, se haría enemiga de la otra, y sería vencida y castigada por aquella, en cuya unión debía haber mayor fuerza. Y si ni el todo, ni una parte considerable puede faltar a sus obligaciones, sin destruirse, menos podrá hacerlo cada individuo en particular.

      Sentados estos principios inconcusos, definiremos la libertad social: aquella facultad de hacer en nuestro beneficio todo lo que no ofenda a los derechos de los otros. Debemos explicar en esta definición que nuestro beneficio no es solamente aquello que contribuye a hacer nuestra vida soportable, sino también todo lo que la imaginación y el capricho nos hace mirar como goces de la felicidad. La sociedad solo puede impedirnos hacer lo que no perjudica a los demás miembros de ella, sin ligar nuestra libertad a más estrechos límites, que los que naturalmente tiene el interés común. Así es, que no seremos libres cuando se nos prohíba hacer aquello que es indiferente a los demás, y de cuya ejecución no puede venir un mal a nuestros compatriotas. Nos jactaremos, sí, de nuestra libertad cuando sujetándonos al cumplimiento de nuestros deberes sociales, hagamos lo que estos nos permiten, sin traspasar la línea de nuestras facultades.

      Esto supuesto, podemos ya decidir, si gozamos en Chile de la libertad social o si hemos mudado de tiranos, cuando acabamos de echar por tierra la antigua tiranía. ¿Se nos prohíbe hacer lo justo o ejecutar lo indiferente? No, por cierto. Todo se nos concede hacer, menos aquello que redundaría en daño común, aquello que solo pudiera ejecutarse libremente en medio de una anarquía horrorosa. Comparemos nuestra libertad política con la de los otros países del antiguo mundo, en donde se cree que la hay más bien radicada; y hallaremos que aunque nuestros sacrificios han sido menos que los hechos en aquellas partes, nada tenemos que envidiarles sino lo que es obra del tiempo y de mil felices ocurrencias.

      El pueblo inglés ha sido desde muchos años ha, uno de aquellos que por su constitución y su carácter han conservado la libertad civil sobre los más sólidos fundamentos. En la corte de aquel grande imperio, a pesar de ser la residencia del rey y de muchos príncipes, jamás se veía un soldado por las calles: todo el orden admirable de aquella inmensa población era obra de la moral de los habitantes: la ley obraba sin el auxilio de la fuerza armada. El hombre gozaba de la seguridad más grande imaginable, y podía decir, que nadie juzgaría de sus acciones, sino por el poder que él mismo le prestase a otro ciudadano. Las sabias instituciones del juicio por jurados, y de la ley que llaman del habeas corpus, daban a los ingleses la mejor garantía de no ser juzgados por sus enemigos, ni ser privados de su libertad, sino cuando fuesen realmente criminales. Mas hoy la Corte de Londres está llena de soldados y de oficiales, que ostentan el uniforme militar con tanto empeño cuanto era en otro tiempo el que ponían en ocultarlo; la ley del habeas corpus ha estado suspensa un año entero, y quién sabe hasta cuándo lo estará; los ministros están facultados para aprehender a los ciudadanos sospechosos; el pueblo no puede reunirse sin cometer un delito de sedición; por todas partes se ven monumentos de libertad, pero monumentos de una libertad arruinada; por todas partes se oyen clamores inútiles; y por todas partes se oyen también los aplausos del gobierno por estas mismas medidas.

      Pasemos de Inglaterra a Francia, y veremos en este país de revoluciones todos los vestigios del horror y toda la existencia de la tiranía. La sangre francesa, derramada por torrentes, para anegar en ella a los antiguos tiranos, ha sido tan inútil, como los demás esfuerzos y sacrificios hechos en el continente de Europa por afianzar una nueva dinastía, más tiránica que la anterior. Allí veremos los lugares, en que se ejecutaron los mayores atentados en nombre de la libertad; allí veremos las plazas, y las calles, en donde se inmolaban por centenares a los mismos republicanos, que no eran amigos de los gobernantes; allí veremos las casas, los palacios en donde brillaron como relámpagos tempestuosos, la asamblea, el directorio, el tribunado, el consulado, y el imperio. Preguntaremos a los franceses ¿qué fruto produjo tanta sangre derramada? ¿Cómo habéis vuelto al estado en que os hallabais, cuando comenzó vuestra revolución? El vulgo necio callará confundido, pero los sabios nos contestarán: “Quisimos llevar la libertad hasta confundirla con la licencia; no permitimos la ejecución de cuanto nos ocurría hacer; nosotros éramos nuestros mismos tiranos, y debía sucedernos, que llegase el día en que suspirásemos por las primeras víctimas de nuestro rabioso furor”.

      La República de Holanda ya no existe sobre la tierra; y en su lugar solo hallaremos un nuevo reino, que obedece las órdenes del Príncipe de Orange. Los holandeses, tan celosos en otro tiempo de su libertad, tan felices bajo la administración republicana, ya parecen otros hombres de opuestos principios e inclinaciones, pues ni aún osan quejarse de la tiranía. ¿Y cuál pudo ser la causa de esta mutación de carácter y de gobierno? Ninguna otra más que el abuso de la libertad.

      Florencia, Génova y Venecia, las repúblicas más célebres del antiguo mundo, han caído bajo la dominación de los reyes, no por otra causa que la que produjo la ruina de Holanda. Debilitados los resortes del gobierno con la oposición de los partidos, y de las facciones, no se han hallado en estos países libres, ni la energía, ni la fuerza necesarias para contrarrestar al poder formidable de un rey, que dispone de sus vasallos como de sus esclavos, y se hace obedecer sin permitir replicar. Mientras los hombres libres han perdido el tiempo en discusiones sobre la justicia, y conveniencia de sus proyectos, los tiranos han aprovechado los momentos propios para la victoria, y venciendo con la celeridad han hecho inútiles los esfuerzos del poder más racional y más justo.

      Nosotros debemos tomar lecciones de prudencia en los desastres de los pueblos arruinados por no haber usado de la libertad como debían, y no podemos al mismo tiempo olvidar los males que padecimos algún día por haber confundido la libertad con licencia. Aprendamos a temer en el enemigo de Inglaterra los efectos de la sedición, que exige como remedio de la anarquía, la suspensión de los derechos más sagrados del ciudadano. Temamos, a la vista del estado en que se halla la Francia, los desórdenes de una revolución hecha en favor de la libertad, pero ejecutada bajo el influjo de las pasiones más despóticas. Aprendamos en los sucesos desgraciados

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