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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
3
Trevor, reza
Me crie en un mundo gobernado por mujeres. Mi padre era un hombre cariñoso y dedicado, pero yo solo estaba con él cuando y donde el apartheid me dejaba. Mi tío Velile, el hermano pequeño de mi madre, vivía con mi abuela, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna del barrio, metiéndose en peleas.
La única figura masculina medio habitual en mi vida era mi abuelo, el materno, que daba una guerra considerable. Estaba divorciado de mi abuela y no vivía con nosotros, pero aun así lo veíamos bastante. Se llamaba Temperance Noah, lo cual tenía su coña, porque era lo contrario de un hombre moderado. Era bullicioso y escandaloso. En el barrio lo apodaban «Tat Shisha», que se podría traducir más o menos como «el abuelo sexy». Y eso exactamente es lo que era. Le encantaban las mujeres y a las mujeres les encantaba él. Se ponía su mejor traje y se paseaba por las calles de Soweto tarde sí y tarde no, haciendo reír a todo el mundo y encandilando a todas las mujeres que se encontraba. Tenía una sonrisa enorme y deslumbrante de dientes muy blancos, aunque falsos. En casa se quitaba la dentadura y yo lo veía hacer ese típico gesto con la boca como de estar comiéndose su propia cara.
Mucho más adelante nos enteramos de que era bipolar, pero hasta entonces simplemente lo teníamos por excéntrico. Una vez le cogió prestado el coche a mi madre para ir a la tienda a comprar leche y pan. Desapareció y no volvió hasta bien entrada la noche, cuando evidentemente ya no necesitábamos ni la leche ni el pan. Resultó que se había cruzado con una jovencita en la parada del autobús, y como él creía que las mujeres guapas no deberían tener que esperar el autobús, se había ofrecido para llevarla hasta su casa, que quedaba a tres horas. Mi madre se puso furiosa con él porque había vaciado un depósito entero de gasolina, que nos habría alcanzado para ir al trabajo y a la escuela durante una semana.
Cuando estaba de subidón mi abuelo era imparable, pero tenía unos cambios de humor espectaculares. De joven había sido boxeador, y un día me dijo que yo le había faltado al respeto y que me retaba a un combate de boxeo. Él tenía ochenta y tantos años y yo doce. Levantó los puños y se puso a dar vueltas a mi alrededor.
—¡Venga, Trevor! ¡Venga! ¡Puños en alto! ¡Pégame! ¡Te voy a demostrar que todavía soy un hombre! ¡Venga!
Yo no podía pegarle porque no podía pegar a una persona mayor de mi familia. Además, no me había peleado nunca y no iba a tener mi primera pelea con un octogenario. Así que fui corriendo a buscar a mi madre y ella lo hizo parar. El día después de su furia pugilística se lo pasó sentado en su sillón, sin moverse ni decir palabra en todo el día.
Temperance vivía con su segunda familia en las Meadowlands, y nosotros los visitábamos muy de vez en cuando porque mi madre tenía miedo de que nos envenenaran. Que era algo que podía pasar. La primera familia era la que heredaba, así que siempre existía el riesgo de que la segunda familia te envenenara. Era como Juego de tronos pero con gente pobre. Íbamos a aquella casa y mi madre me advertía:
—Trevor, no comas nada.
—Pero me muero de hambre.
—No, que nos pueden envenenar.
—Vale, pero entonces, ¿por qué no le rezo a Jesús y le pido que me quite el veneno de la comida?
—¡Trevor! ¡Sun’qhela!
Así que veíamos poco a mi abuelo, y cuando él no estaba, la casa la llevaban las mujeres.
Además de mi madre estaba mi tía Sibongile; ella y su primer marido, Dinky, tenían dos hijos, mis primos Mlungisi y Bulelwa. Sibongile era una fuerza de la naturaleza, una mujer fuerte en todos los sentidos y pechugona como mamá gallina. Dinky era chiquitín, que es lo que significa su nombre en inglés. Un retaco, vaya. También era un maltratador, aunque no del todo. Más bien intentaba serlo, pero no le salía bien. Intentaba estar a la altura de lo que él pensaba que tenía que ser un marido: dominante y controlador. Me acuerdo de que, de niño, alguien me dijo: «Si no pegas a tu mujer, es que no la quieres». Esas eran las cosas que les oías decir a los hombres en los bares y por la calle.
Dinky intentaba dárselas de patriarca. Le pegaba golpes y bofetadas a mi tía y ella aguantaba y aguantaba hasta que ya no podía más, y entonces le arreaba un guantazo a él y lo ponía otra vez en su sitio. Dinky siempre iba por ahí diciendo: «Yo a mi mujer la controlo». Y a ti te daban ganas de contestarle: «Dinky, en primer lugar, eso no es verdad. Y en segundo lugar, no te hace falta, porque ella te quiere». Me acuerdo de un día en que ella ya se había hartado de verdad. Yo estaba en el patio y Dinky salió de la casa poniendo el grito en el cielo. Sibongile salió detrás de él con una olla llena de agua hirviendo, insultándolo y amenazando con echársela por encima. En Soweto siempre se oían historias de hombres a los que les tiraban ollas de agua hirviendo; a menudo era el último recurso de las mujeres. Y el hombre tenía suerte si solo era agua. Había mujeres que usaban aceite de cocinar caliente. El agua era para cuando la mujer quería darle una lección a su hombre. El aceite significaba que quería terminar con la situación.
Mi abuela Frances Noah era la matriarca de la familia. Llevaba la casa, cuidaba a los niños, cocinaba y limpiaba. Mide apenas metro y medio y está toda encorvada por culpa de los años que se pasó en la fábrica, pero es dura como una piedra y todavía hoy sigue vivita y coleando y derrochando vitalidad. A diferencia de mi abuelo, que era grandullón y escandaloso, mi abuela es tranquila y cerebral y tiene la mente más despierta que nadie. Si quieres saber cualquier cosa de la historia de la familia, de los años 30 en adelante, ella te puede decir qué día, dónde y por qué pasó. Se acuerda de todo.
También vivía con nosotros mi bisabuela. La llamábamos Koko. Era supervieja, tenía noventa y muchos años y estaba encorvadísima y completamente ciega. Los ojos se le habían puesto blancos por culpa de las cataratas. No podía caminar sin que alguien la sostuviera. Siempre estaba sentada en la cocina, al lado de la estufa de carbón, enfundada en un montón de faldas largas y pañuelos y con una manta echada sobre los hombros. La estufa de carbón siempre estaba encendida. Se usaba para cocinar y para calentar la casa y el agua de la bañera. A mi bisabuela la poníamos allí porque era el lugar más caliente de la casa. Por las mañanas alguien la levantaba y la llevaba a sentarse a la cocina. Por las noches alguien la llevaba a la cama. Y eso era lo único que hacía, a todas horas y todos los días. Estar sentada al lado de la estufa. Era una mujer fantástica y estaba completamente lúcida. Simplemente no veía y no se podía mover.
Koko y mi abuela se sentaban y mantenían largas conversaciones, pero a mí, que tenía cinco años, Koko no me parecía una persona de verdad. Como su cuerpo no se movía, me daba la sensación de que era una especie de cerebro con boca. Nuestra relación se limitaba a una serie de instrucciones y respuestas; era como hablar con un ordenador.
—Buenos días, Koko.
—Buenos días, Trevor.
—¿Has comido, Koko?
—Sí, Trevor.
—Voy a salir, Koko.
—Vale, ten cuidado.
—Adiós, Koko.
—Adiós, Trevor.
No fue casualidad que me criara en un mundo gobernado por mujeres. El apartheid no me dejaba acercarme a mi padre porque era blanco, pero a casi todos los chavales a los que conocí de niño en la calle de mi abuela el apartheid también les había quitado a sus padres, aunque por razones distintas: trabajaban en alguna mina y solo podían ir a casa por vacaciones; los habían metido en la cárcel. O bien estaban en el exilio y luchando por la causa. Así que las mujeres se quedaban al mando del barco. Wathint’ Abafazi Wahtint’imbokodo! era su grito de guerra durante nuestra lucha por la liberación. «Cuando pegas a una mujer, estás pegando a una roca». En