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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
—¡Venid! ¡Nos han embrujado!
Me quedé allí plantado, con mi mierda ardiendo en la entrada para coches y mi pobre y anciana abuela dando tumbos de un lado para otro de la calle en estado de pánico, y no supe qué hacer. Yo sabía que aquello no era ningún demonio, pero no iba a contar la verdad ni de coña. La paliza que me darían... Dios bendito. La sinceridad no era lo más recomendable cuando había palizas de por medio. Así que guardé silencio.
Al cabo de un rato llegó una tromba de abuelas con sus Biblias a cuestas; eran más de una docena. Cruzaron la verja y subieron por la entrada para coches. Entraron en casa y abarrotaron la sala. Era, con diferencia, el encuentro de oración más multitudinario que habíamos tenido. Era lo más grande que había pasado en la historia de nuestra casa, punto. Todo el mundo se sentó en círculo a rezar y a rezar, y rezaron con vigor. Las abuelas cantaban y murmuraban y se mecían de atrás hacia delante, hablando en lenguas extrañas. Yo hice lo que pude para mantener la cabeza gacha y no meterme en aquello. Pero entonces mi abuela estiró el brazo hacia atrás, me agarró, tiró de mí hasta colocarme en medio del círculo y me miró a los ojos.
—Trevor, reza.
—¡Sí! —dijo mi madre—. ¡Ayúdanos! Reza, Trevor. ¡Rézale a Dios para que mate al demonio!
Me quedé aterrado. Yo creía en el poder de la oración. Sabía que mis plegarias funcionaban. De forma que si le pedía a Dios que matara a la criatura que había dejado la mierda, y la criatura que había dejado la mierda era yo, entonces Dios me mataría a mí. Me quedé petrificado. No sabía qué hacer. Pero todas las abuelas me estaban mirando, de forma que recé, avanzando a trompicones y como pude:
Querido Dios, por favor, protégenos, hum, ya sabes, de quien sea que ha hecho esto, pero bueno, en realidad no sabemos qué ha pasado exactamente, lo mismo ha sido un malentendido, y ya sabes, tal vez no deberíamos juzgar de forma precipitada cuando no sabemos bien qué ha pasado y... o sea, claro que tú lo sabes mejor, Padre Celestial, pero quizás esta vez no haya sido en realidad un demonio, porque quién puede saberlo seguro, así que quizás puedas perdonar a quien lo haya hecho...
No fue mi mejor actuación. Al final terminé como pude y me volví a sentar. Las plegarias continuaron. Siguieron durante un buen rato. Rezar, cantar, rezar. Cantar, rezar, cantar. Cantar, cantar, cantar. Rezar, rezar, rezar. Por fin decidieron que el demonio se había marchado ya y que la vida podía continuar, así que hicimos el gran «amén» y todo el mundo dio las buenas noches y se fue a casa.
Aquella noche me sentí fatal. Antes de irme a la cama, recé en silencio: «Dios, siento mucho todo esto. Sé que no ha estado bien». Porque yo lo sabía: Dios atiende tus plegarias. Dios es tu padre. Es el hombre que está siempre presente, el que cuida de ti. Cada vez que tú rezas, Él deja de hacer lo que está haciendo y se toma un momento para escuchar, y yo lo había sometido a dos horas enteras de abuelitas rezando cuando sabía que, con todo el dolor y el sufrimiento que había en el mundo, Él tenía cosas más importantes que hacer que lidiar con mi mierda.
Cuando yo era chaval nuestras cadenas de televisión emitían series americanas: Un médico precoz, Se ha escrito un crimen y Rescate 911 con William Shatner. La mayoría estaban dobladas a idiomas africanos. ALF estaba en afrikaans. Transformers estaba en sotho. Si querías verlas en inglés, sin embargo, el audio original americano se retransmitía simultáneamente por la radio. Podías quitarle el sonido al televisor y escucharlo por la radio. Viendo aquellos programas me di cuenta de que siempre que salían negros en la tele hablando idiomas africanos, a mí me resultaban familiares. Me sonaban como tenían que sonar. Pero luego los escuchaba en la retransmisión simultánea de la radio y todos tenían acento de negros americanos. Mi percepción de ellos cambiaba. Ya no me resultaban familiares. Ahora me parecían extranjeros.
El idioma trae consigo una identidad y una cultura, o por lo menos la percepción de estas dos cosas. Un idioma común dice: «somos iguales». Una barrera idiomática dice: «somos distintos». Los arquitectos del apartheid entendían esto. Parte de la estrategia para dividir a la gente negra consistió en tenernos bien separados no solo físicamente, sino también por medio del idioma. En las escuelas bantúes, a los niños únicamente les enseñaban a hablar en su idioma local. Los niños zulús aprendían en zulú. Los niños tswana aprendían en tswana. Y así caíamos en la trampa que el gobierno nos había puesto y nos peleábamos entre nosotros, creyéndonos distintos.
Lo genial del idioma es que se puede usar de esa misma forma tan fácil para lo contrario: para convencer a la gente de que es igual. El racismo nos enseña que el color de la piel nos distingue. Pero como el racismo es estúpido, es fácil engañarlo. Si eres racista y conoces a alguien que no tiene tu aspecto, el hecho de que no pueda hablar como tú refuerza tus prejuicios racistas. Esa persona es distinta, menos inteligente. Un científico brillante puede cruzar la frontera de México para vivir en América, pero si habla un inglés macarrónico la gente dirá:
—Eh, no confío en este tipo.
—Pero si es científico.
—En ciencia mexicana, quizás. No confío en él.
Sin embargo, si la persona que no tiene el mismo aspecto que tú habla el mismo idioma, tu cerebro se cortocircuita porque tu programa racista no incluye esas instrucciones en el código. «Espera, espera», dice tu mente, «el código del racismo dice que si no tiene la misma apariencia que yo, no es como yo, pero el código del idioma dice que si habla como yo... es como yo. Algo va mal. No entiendo qué está pasando».
4
Camaleón
Una tarde, estaba jugando a los médicos con mis primos. Yo era el doctor y ellos mis pacientes. Estaba operando a mi prima Bulelwa del oído con una caja de cerillas cuando le perforé el tímpano por accidente. Se armó la de Dios. Mi abuela vino corriendo de la cocina. Kwenzeka ntoni? «¡¿Qué está pasando?!» A mi prima le salía sangre de la oreja. Todos llorábamos. Mi abuela curó a Bulelwa y se aseguró de pararle la hemorragia, pero nosotros seguimos llorando, porque estaba claro que habíamos hecho algo que no teníamos que hacer y sabíamos que nos iban a castigar. Mi abuela terminó de curarle el oído a Bulelwa, se quitó el cinturón y le arreó una paliza tremenda. Luego le arreó otra paliza tremenda a Mlungisi. A mí no me tocó ni un pelo.
Aquella misma noche, cuando mi madre volvió del trabajo, se encontró a mi prima con la oreja vendada y a mi abuela llorando sentada a la mesa de la cocina.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó mi madre.
—Oh, Nombuyiselo —le dijo ella—. Trevor es malísimo. Es el niño más malo que he visto en mi vida.
—Pues entonces tienes que pegarle.
—No puedo pegarle.
—¿Por qué no?
—Porque no sé pegar a un niño blanco —dijo—. A un niño negro, sí. A un niño negro le pegas y se queda igual de negro. Trevor, cuando le pegas, se pone todo azul y verde y amarillo y rojo. Nunca he visto nada parecido. Me da miedo romperlo. No quiero matar a una persona blanca. Tengo mucho miedo. No pienso tocarlo. —Y nunca lo hizo.
Mi abuela me trataba como si yo fuera blanco. Mi abuelo también, pero de forma más extrema todavía. Me llamaba «el señor». Cuando íbamos en coche, insistía en llevarme como si fuera mi chofer.
—El señor se tiene que sentar siempre en el asiento de atrás.
Yo nunca lo cuestionaba. ¿Qué iba a decirle? «¿Creo que tu percepción de la raza es problemática, abuelo?» No, yo tenía cinco años. Así que me sentaba detrás.
Ser