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tarde, cuando yo tenía unos cinco años, mi abuela se fue a hacer unos recados y me dejó unas horas solo en casa. Estaba tumbado en el suelo del dormitorio, leyendo. Necesitaba ir al retrete, pero estaba lloviendo a cántaros y no tenía ninguna gana de salir para usar la letrina, de empaparme mientras corría hasta allí, de que me cayeran goteras encima, de los periódicos mojados ni de las moscas atacándome desde abajo. Y de pronto tuve una idea. ¿Para qué molestarme en ir a la letrina? ¿Por qué no ponía unos periódicos en el suelo, así, sin más, y hacía mis necesidades como un perrito? Aquella me pareció una idea brillante. Así que eso fue lo que hice. Cogí el periódico, lo desplegué en el suelo de la cocina, me bajé los pantalones y me puse en cuclillas y manos a la obra.

      Cuando cagas, nada más sentarte aún no has entrado en materia. Todavía no eres una persona que caga. Estás en plena transición de persona a punto de cagar a persona que está cagando. No sacas de inmediato el smartphone o el periódico. Se tarda un minuto en soltar la primera caca y estar cómodo y concentrado. Hay que llegar a ese momento para que la situación se vuelva agradable.

      Cagar es una experiencia potente. Tiene algo mágico, incluso profundo. Creo que Dios hizo que los humanos cagáramos como lo hacemos porque nos pone de nuevo en contacto con la tierra y nos aporta una dosis de humildad. Da igual quién seas, todos cagamos igual. Beyoncé caga. El papa caga. La reina de Inglaterra caga. Cuando cagamos, nos olvidamos de nuestros aires y de nuestro estatus, nos olvidamos de lo famosos o ricos que somos. Todo eso se desvanece.

      Nunca eres más tú mismo que cuando estás cagando. Uno puede mear sin planteárselo, pero cagar, no. ¿Alguna vez has mirado a un bebé a los ojos mientras está cagando? Está teniendo un momento de conciencia plena de sí mismo. La letrina te estropea eso. La lluvia y las moscas te roban tu momento, y a nadie deberían robarle ese momento. Cuando aquel día me puse en cuclillas para cagar en el suelo de la cocina, me dije: Uau. No hay moscas. No hay estrés. Esto es genial. Me encanta. Yo sabía que había tomado una decisión excelente y estaba muy orgulloso de haberla tomado. Había alcanzado ese momento de relajación e introspección. Luego escudriñé distraídamente la cocina y eché un vistazo a mi izquierda, y allí, a un metro o dos, justo al lado de la estufa de carbón, estaba Koko.

      Fue como esa escena de Parque Jurásico en la que los niños se giran y el T. rex está ahí mismo. Koko tenía sus ojos completamente blancos por las cataratas muy abiertos y los movía rápidamente de un lado a otro. Yo sabía que no podía verme, pero se le estaba empezando a arrugar la nariz. Notaba que estaba pasando algo.

      Me entró el pánico. Yo estaba a medio cagar. Y lo único que puedes hacer cuando estás a medio cagar es terminar de cagar. Mi única opción era terminar tan en silencio y tan despacio como pudiera, de forma que decidí hacer eso mismo. A continuación: el golpecito muy suave del cagarro de niño sobre el periódico. La cabeza de Koko se volvió inmediatamente en dirección al ruido.

      —¿Quién hay ahí? ¿Hola? ¿Hola?

      Yo me quedé petrificado. Contuve la respiración y esperé.

      —¿Quién hay ahí? ¿¡Hola!?

      Me quedé callado, esperé y volví a empezar.

      —¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú, Trevor? ¿Frances? ¿Hola? ¿Hola?

      Luego se puso a llamar a la familia entera:

      —¿Nombuyiselo? ¿Sibongile? ¿Mlungisi? ¿Bulelwa? ¿Quién hay ahí? ¿Qué está pasando?

      Era como un juego; como si estuviera intentando esconderme y una anciana estuviera intentando encontrarme usando un sónar. Cada vez que ella decía mi nombre, yo me quedaba petrificado. Y se hacía el silencio total. «¿Quién hay ahí? ¿Hola?» Yo hacía una pausa, esperaba a que ella se volviera a reclinar en su silla y luego empezaba otra vez.

      Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, terminé. Me puse de pie, recogí el papel de periódico, que no es la cosa más silenciosa del mundo, y lo doblé muuuuuuuuy despacio. Pero crujió.

      —¿Quién hay ahí?

      Hice otra pausa y esperé. Luego lo doblé un poco más, caminé hasta el cubo de basura, dejé mi pecado al fondo y lo cubrí cuidadosamente con el resto de los desperdicios. Por fin me volví de puntillas a la otra habitación, me encogí en mi colchón sobre el suelo y me hice el dormido. La cagada había llegado a buen puerto, sin letrina de por medio, y Koko no se había enterado de nada.

      Misión cumplida.

      Al cabo de una hora paró de llover, y mi abuela llegó a casa.

      Nada más entrar, Koko la llamó.

      —¡Frances! Gracias a Dios que estás aquí. Hay algo en casa.

      —¿El qué?

      —No lo sé, pero lo he oído y también lo he olido.

      Mi abuela se puso a olisquear el aire.

      —¡Dios bendito! Sí, yo también lo huelo. ¿Es una rata? ¿Algún bicho muerto? Viene de dentro de la casa, eso seguro.

      Se puso a mirar por todos lados, bastante preocupada, y poco después, cuando ya estaba oscureciendo, mi madre volvió a casa del trabajo. Nada más entrar, mi bisabuela la llamó:

      —¡Oh, Nombuyiselo! ¡Nombuyiselo! ¡Hay algo en casa!

      —¡¿Qué?! ¿A qué te refieres?

      Koko le contó la historia de los ruidos y los olores.

      Luego mi madre, que tiene muy buen olfato, se puso a hurgar por la cocina, olisqueando.

      —Sí, lo huelo. Lo voy a encontrar. Lo voy a encontrar... —Fue hasta el cubo de la basura—. Está aquí dentro. —Revolvió el contenido, sacó el papel de periódico doblado de debajo, lo abrió y allí estaba mi pequeño zurullo. Se lo enseñó a mi abuela.

      —¡Mira!

      —¡¿Qué?! ¿¡Cómo ha llegado eso ahí?!

      Koko, todavía ciega y todavía en su silla, se moría por saber qué estaba pasando.

      —Pero ¡¿qué está pasando?! —exclamó—. ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Lo habéis encontrado?!

      —Es mierda —dijo mi madre—. Hay mierda en el fondo del cubo de la basura.

      —Pero ¡¿cómo?! —dijo Koko—. ¡Si no había nadie en casa!

      —¿Estás segura de que no había nadie?

      —Sí. He llamado a todo el mundo. Y no ha venido nadie.

      Mi madre ahogó una exclamación.

      —¡Nos han embrujado!

      Un demonio. Para mi madre, esa era la conclusión lógica. Porque así es como funciona la brujería. Si alguien os ha echado una maldición a ti o a tu casa, siempre encuentras un talismán o tótem, un mechón de pelo de la cabeza de un gato, alguna manifestación física del mal espiritual, la prueba de la presencia del demonio.

      En cuanto mi madre encontró el zurullo, se armó la de Dios es Cristo. Aquello era grave. Tenían pruebas. A continuación, entró en el dormitorio.

      —¡Trevor! ¡Trevor! ¡Levanta!

      —¡¿Qué?! —dije yo, haciéndome el tonto—. ¡¿Qué está pasando?!

      —¡Ven! ¡Hay un demonio en casa!

      Mi madre me cogió de la mano y me sacó a rastras de la cama. Se llamó a todo el mundo a cubierta, era hora de pasar a la acción. Lo primero que teníamos que hacer era salir y quemar la mierda. Es lo que se hace con la brujería; la única forma de destruir la maldición es quemar el objeto físico. Salimos al patio y mi madre puso el periódico con mi mierdecilla en la entrada para coches, encendió una cerilla y le prendió fuego. Luego mi madre y mi abuela se quedaron de pie junto al zurullo en llamas, rezando y entonando cánticos de alabanza.

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