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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
A medida que el apartheid tocaba a su fin, las escuelas privadas de la élite de Sudáfrica empezaron a aceptar a niños de todos los colores. La empresa de mi madre ofrecía becas y ayudas para familias humildes, y ella se las apañó para meterme en el Maryvale College, una escuela católica privada y cara. Monjas dando clase, misa los viernes y toda la pesca. Empecé el parvulario a los tres años y la primaria a los cinco.
En mi clase había de todo. Niños negros, blancos, indios y de color. La mayoría de los chicos blancos eran bastante adinerados. La mayoría de los de otros colores, no. Pero gracias a las becas, todos nos sentábamos a la misma mesa. Llevábamos las mismas americanas marrones, los mismos pantalones de tela y las mismas camisas grises. Todos teníamos los mismos libros y a los mismos profesores. No había separación de razas. En cada pandilla había niños de todos los colores.
Aun así, algunos niños sufrían burlas y acoso, pero por los motivos típicos: por ser gordo o flaco, por ser alto o bajito, por ser listo o tonto. No recuerdo que nadie se metiera con nadie por su raza. No tuve que aprender a poner límites a las cosas que me gustaban o me disgustaban. El margen para explorarme a mí mismo fue muy amplio. Me gustaron chicas blancas y chicas negras. Nadie me preguntaba qué era. Era Trevor.
Fue una experiencia maravillosa, pero tuvo la desventaja de mantenerme resguardado de la realidad. Maryvale era un oasis que me mantenía apartado de la realidad, un lugar cómodo donde yo podía evitar tomar una decisión difícil. Pero el mundo real no desaparece sin más. El racismo existe. Hay gente a la que hacen daño, y solamente porque no te lo hagan a ti, no quiere decir que no suceda. Y en algún momento vas a tener que elegir. Blanco o negro. Elige un bando. Puedes intentar esconderte. Puedes decir: «Oh, yo paso de elegir bando». Pero en algún momento la vida te obligará a elegir uno.
Al terminar sexto curso, dejé Maryvale para ingresar en la escuela primaria H. A. Jack, que era una escuela pública. Antes de empezar tuve que hacer un examen de ingreso, y basándose en los resultados del examen, la orientadora de la escuela me dijo: «vas a estar en las clases de los listos, las clases A». Así que me presenté el primer día de colegio, fui a mi aula y me encontré con que casi todos los treinta y pico chavales de mi clase eran blancos. Había un chaval indio, uno o dos negros y yo.
Luego vino el recreo. Salimos al patio y vi que había chicos negros por todas partes. Era un océano negro, como si alguien hubiera abierto un grifo y el negro hubiera empezado a manar a chorro. Yo me dije: «¿Dónde estaban escondidos todos estos?». Los chicos blancos que había conocido aquella mañana se fueron en una dirección y los negros en otra, y yo me quedé en el medio, completamente confundido. ¿Acaso íbamos a juntarnos todos más tarde? No entendía lo que estaba pasando.
Yo tenía once años y fue como si estuviera viendo mi país por primera vez. En los municipios segregados no se veía la segregación, porque todo el mundo era negro. En el mundo blanco, siempre que mi madre me llevaba a la iglesia de los blancos, nosotros éramos los únicos negros, y mi madre no se separaba de nadie. Le daba igual. Iba y se sentaba en medio de los blancos. Y en Maryvale, los chicos se mezclaban con normalidad y siempre estaban todos juntos. Antes de aquel día, yo nunca había visto a gente junta y al mismo tiempo separada, ocupando el mismo espacio pero decidiendo no relacionarse entre ellos de ninguna manera. En un instante pude ver y sentir cómo se trazaban las fronteras. Los grupos se movían por el patio, por las escaleras y por el pasillo siguiendo un esquema de colores. Era una locura. Miré a los chicos blancos a los que había conocido aquella mañana. Diez minutos antes estaba convencido de que eran mayoría en esa escuela. Ahora me daba cuenta de que eran muy pocos comparado con el resto.
Me quedé allí, en aquella tierra de nadie en mitad del patio, solo y sin saber qué hacer, hasta que al final me rescató el chaval indio de mi clase, un tal Theesan Pillay. Theesan era uno de los poquísimos chavales indios de mi escuela, de forma que se había fijado inmediatamente en mí, a las claras otro forastero.
—¡Hola, mi colega anómalo! Estás en mi clase. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu historia? —Nos pusimos a charlar y nos hicimos amigos. Me adoptó como si él fuera el Pillastre Dawkins y yo el perplejo Oliver.
A lo largo de la conversación salió a la luz que yo hablaba varios idiomas africanos, y a Theesan le pareció el truco más asombroso del mundo que un chico de color hablara idiomas de negros. Me llevó hasta un grupo de chavales negros.
—Decid algo —les propuso—, ya veréis cómo os entiende.
Un chico dijo algo en zulú y yo le contesté en zulú. Todo el mundo me vitoreó. Otro chico dijo algo en xhosa y yo le contesté en xhosa. Más vítores. Theesan se pasó el resto del recreo llevándome con distintos grupos de chicos negros del patio.
—Enséñales tu truco —me decía—. Haz eso de los idiomas.
Los chavales negros estaban fascinados. En Sudáfrica era rarísimo encontrar a una persona blanca o mestiza que hablara idiomas africanos; el apartheid les había enseñado que aquellos idiomas eran indignos de ellos. Así pues, el hecho de hablar como aquellos chavales negros hizo que les cayera simpático de inmediato.
—¿Por qué hablas nuestros idiomas? —me preguntaban.
—Porque soy negro —les decía yo—. Como vosotros.
—No eres negro.
—Sí lo soy.
—No lo eres. ¿Es que no te has visto?
Al principio estaban confusos. Por mi color, me tomaban por un mestizo a quien le iba mal en la vida, pero el hecho de hablar los mismos idiomas significaba que pertenecíamos a la misma tribu. Solamente tardaron un instante en entenderlo. Y yo también.
En un momento dado, me dirigí a uno de ellos y le dije:
—Eh, ¿por qué no os veo en ninguna de mis clases?
Resultó que ellos iban a las clases B, que también eran las clases de los negros. Aquella tarde volví a las clases A y hacia el final del primer día ya me había dado cuenta de que no eran para mí. De pronto sabía quién era mi gente y quería estar con ella. Así que fui a ver a la orientadora.
—Me gustaría cambiarme —le dije—. Me gustaría ir a las clases B.
Ella se quedó confundida.
—Uy, no —me dijo—. Yo creo que eso no te conviene.
—¿Por qué no?
—Pues porque esos chicos son... ya sabes.
—No, no lo sé. ¿Qué quiere decir?
—Mira —me dijo—, tú eres un chico listo. No te conviene estar en esa clase.
—Pero las clases son las mismas, ¿no? El inglés es el inglés. Las matemáticas son las matemáticas.
—Sí, pero esa clase es... esos chicos no te van a dejar avanzar. Te conviene estar en la clase de los listos.
—Pero también debe de haber chicos listos en la clase B, ¿no?
—Pues no.
—Pero todos mis amigos están ahí.
—No te conviene ser amigo de esos chicos.
—Sí me conviene.
Y seguimos erre que erre. Al final se puso muy seria y me dio un aviso:
—¿Te das cuenta del efecto que eso va a tener en tu futuro? ¿Entiendes a qué estás renunciando? Esto tendrá un impacto en las oportunidades que se te presenten durante el resto de tu vida.
—Correré ese riesgo.
Me trasladé a las clases B con los chicos negros. Decidí que prefería avanzar despacio con gente que me caía bien que avanzar deprisa con gente a la que no conocía.
Estar en la H. A. Jack me hizo darme cuenta de que era negro. Antes de aquel recreo yo nunca había tenido que elegir, pero en cuanto me obligaron a elegir, elegí ser negro. El mundo