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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Mi madre era la única fuerza que yo temía de verdad. Ella creía que si no pegabas a un niño lo estabas malcriando. Pero todos los demás decían: «No, él es distinto», y me lo pasaban todo por alto. Por el hecho de haberme criado así, aprendí lo fácil que les resulta a los blancos acomodarse a un sistema que les otorga a ellos todas las recompensas. Yo sabía que a mis primos les pegaban por cosas que había hecho yo, pero no me interesaba cambiar la perspectiva de mi abuela, porque entonces me pegarían a mí también. ¿Y para qué iba a hacer eso? ¿Para sentirme mejor? Que me pegaran no me hacía sentirme mejor. Podía elegir: o bien defender la justicia racial en nuestro hogar o disfrutar de las galletas de mi abuela. Y elegí las galletas.
En aquella época yo no pensaba que el tratamiento especial que recibía tuviera nada que ver con el color de mi piel. Pensaba que tenía que ver con el hecho de ser Trevor. Nadie decía: «A Trevor no le pegan porque es blanco». Decían: «A Trevor no le pegan porque es Trevor». Trevor no puede salir. Trevor no puede ir a ninguna parte sin supervisión. «Es porque soy yo», me decía a mí mismo, «eso lo explica todo». Yo no tenía otros referentes. No había otros chavales mestizos a mi alrededor que me permitieran decir: «Ah, esto nos pasa a nosotros».
En Soweto vivían casi un millón de personas. El noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de ellas eran negras; el resto era yo. Era famoso en mi vecindario por el color de mi piel. Suponía algo tan fuera de lo ordinario que la gente me usaba como punto de referencia para dar indicaciones de cómo llegar a los sitios. «La casa de la calle Majalina. Cuando llegue a la esquina verá a un niño de piel clara. Entonces doble a la derecha.»
Siempre que los chavales de la calle me veían, se ponían a gritarme: Indoda yomiungu!, «¡El hombre blanco!». Algunos salían corriendo. Otros llamaban a sus padres para que vinieran a verme. Otros se me acercaban y trataban de tocarme para ver si yo era real. Se armaba un jaleo tremendo. Lo que yo no entendía por entonces era que realmente los demás niños no tenían ni idea de lo que era una persona blanca. Los niños negros del municipio segregado no salían nunca de allí. Muy poca gente tenía televisión. Habían visto pasar a la policía blanca en sus coches, sí, pero nunca habían tenido trato con una persona blanca cara a cara.
Cada vez que yo iba a un funeral, la familia del difunto levantaba la vista, me veía y dejaba de llorar. Me saludaban con la mano y exclamaban: «¡Oh!», como si estuvieran más impresionados por mi llegada que por la muerte de su ser querido. Creo que la gente tenía la sensación de que de pronto el muerto era más importante porque había asistido una persona blanca a su funeral.
Después del funeral, el cortejo fúnebre iba a la casa de la familia del difunto para comer. Podían congregarse cien personas, y tenías que darles de comer a todas. Normalmente lo que se hacía era comprar una vaca y sacrificarla; luego venían tus vecinos y te ayudaban a cocinarla. Los vecinos y conocidos comían en el patio o en la calle y la familia comía dentro. Sin embargo, en todos los funerales a los que iba, yo comía dentro. La familia me veía y me invitaba a entrar. Awunakuvumela umntana womlungu ame ngaphandle. Yiza naye apha ngaphakathi. «No puedes dejar que el niño blanco se quede fuera. Tráelo dentro».
De niño yo entendía que la gente era de colores distintos, pero en mi cabeza el blanco, el negro y el marrón eran como diferentes tipos de chocolate. Mi padre era el chocolate blanco, mi madre el negro y yo el chocolate con leche. Pero todos éramos chocolate. Yo no sabía que aquello tuviera que ver con la «raza». No sabía qué era la raza. Mi madre nunca se refería a mi padre diciendo que era blanco ni a mí diciendo que era mestizo. De forma que cuando los demás niños de Soweto me llamaban blanco, a pesar de que yo era de color marrón claro, simplemente pensaba que se equivocaban de tono y que quizás no habían aprendido bien los colores. «Ah, sí, amigo mío. Has confundido el celeste con el turquesa. Es una confusión comprensible. No eres el primero al que le pasa.»
Enseguida descubrí que la forma más rápida de salvar la distancia entre las razas era por medio del idioma. Soweto era un crisol de culturas. Había familias de muchas tribus y reservas distintas. La mayoría de los niños del municipio segregado solamente conocían el idioma que se hablaba en su casa, pero yo sabía varios idiomas porque había crecido en una casa donde no había más remedio que aprenderlos. Mi madre se aseguró de que el inglés fuera el primer idioma que yo aprendiera. Si eres negro en Sudáfrica, hablar inglés es lo único que te puede ayudar. El inglés es el idioma del dinero. Saber inglés se equipara con la inteligencia. Si estás buscando trabajo, el inglés marca la diferencia entre que te lo den y quedarte en el paro. Si estás en el banquillo de los acusados, el inglés marca la diferencia entre quedar en libertad con una simple multa o ir a la cárcel.
Después del inglés, el segundo idioma que hablábamos en mi casa era el xhosa. Cuando mi madre estaba enfadada, recurría a su idioma natal. Y como yo no paraba quieto, estaba muy versado en las expresiones de amenaza xhosa. Fueron las primeras frases que aprendí, principalmente en aras de mi propia seguridad; expresiones como Ndiza kubetha entloko, «Te voy a arrear en toda la cabeza», o Sidenge ndini somntwana, «Pedazo de niño idiota». El xhosa es un idioma muy apasionado. Además, mi madre había aprendido varios idiomas por ahí. Había aprendido zulú porque se parecía al xhosa. Hablaba alemán por mi padre. Hablaba afrikaans porque era útil saber el idioma de tus opresores. Y el sotho lo había aprendido en las calles.
Viviendo con mi madre, vi cómo ella usaba el idioma para cruzar fronteras, gestionar situaciones y moverse por el mundo. Una vez estábamos en una tienda y el tendero, delante de nuestras narices, se dirigió a su guardia de seguridad y le dijo en afrikaans: Volg daai swartes, netnou steel hulle iets. «Sigue a estos negros por si roban algo»
Mi madre se giró y le dijo en un afrikaans elegante y fluido: Hoekom volg jy nie daai swartes sodat jy hulle kan help kry waarna hulle soek nie? «¿Y por qué no sigue a estos negros para ver si puede ayudarlos a encontrar lo que buscan?»
—Ag, jammer! —dijo el hombre, disculpándose en afrikaans. A continuación, y esto fue lo gracioso, no se disculpó por ser racista. Se limitó a disculparse por dirigir su racismo contra nosotros—. Ay, lo siento mucho —dijo—. Pensaba que erais como los demás negros. Ya sabéis cómo les gusta robar.
Yo aprendí a usar el idioma igual que mi madre. Me dedicaba a transmitir de forma simultánea: te emitía el programa directamente en tu idioma. La gente me miraba con recelo por el mero hecho de ir por la calle. «¿De dónde eres?», me preguntaban. Y yo contestaba en el idioma en el que se estuvieran dirigiendo a mí y usando el mismo acento que ellos. Había un breve momento de confusión y luego la mirada de recelo desaparecía. «Ah, vale. Pensaba que no eras de aquí. No hay problema, pues.»
Esto se convirtió en una herramienta que me serviría toda mi vida. Un día, de joven, iba caminando por la calle cuando se me acercó por detrás un grupo de zulús y les oí planear cómo iban a atracarme. Asibambe le autie yomlungu. Phuma ngapha mina ngizoqhamuka ngemuva kwakhe. «Vamos a por ese blanco. Tú ve por la izquierda y yo me acerco a él por detrás.» No sabía qué hacer. No me podía escapar, así que me giré de golpe y les dije: Kodwa bafwethu yingani singavele sibambe umuntu inkunzi? Asenzeni. Mina ngikulindele. «Eh, tíos, ¿por qué no atracamos a alguien juntos? Yo estoy dispuesto. ¡Venga, vamos!»
Los tipos se quedaron un momento pasmados y luego se echaron a reír.
—Oh, perdón, colega. Nos hemos confundido. No queríamos robarte a ti. Queríamos robar a algún blanco. Que tengas un buen día, chaval.
Habían estado dispuestos a usar la violencia conmigo hasta que les hice creer que éramos de la misma tribu, y entonces pasamos a ser amigos. Aquel y otros muchos incidentes menores de mi vida me hicieron darme cuenta de que el idioma, todavía más que el color, define quién eres para la gente.
Me convertí en un camaleón.