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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Cuando nací, mi madre llevaba tres años sin ver a su familia. Sin embargo, quería que yo los conociera y que ellos me conocieran a mí, de forma que la hija pródiga regresó a casa. Vivíamos en la ciudad, pero yo me pasaba semanas enteras con mi abuela en Soweto, a menudo durante las vacaciones. Tengo tantos recuerdos de aquel sitio que me da la sensación de que también vivíamos allí.
Soweto fue diseñado para ser bombardeado. Ese era el pensamiento progresista de los arquitectos del apartheid. El municipio era una ciudad en sí misma, con casi un millón de habitantes. Solo había dos carreteras, una que entraba y otra que salía. De esta manera los militares podían encerrarnos y sofocar cualquier rebelión. Si los monos se volvían locos y trataban de huir de su jaula, las fuerzas aéreas podían sobrevolar la zona y masacrarnos a todos. De pequeño no tenía ni idea de que mi abuela vivía en el punto de mira.
En la ciudad, por difícil que fuera moverse, nos las apañábamos. Había tanta gente yendo de un lado a otro, negros, blancos y de color, de casa al trabajo y del trabajo a casa, que podíamos perdernos entre la muchedumbre. En Soweto, en cambio, solo podía entrar gente negra. Era mucho más difícil esconder a alguien con mi aspecto, y el gobierno te vigilaba mucho más de cerca. En las zonas blancas apenas se veía policía, y si veías a algún agente, solía ser el Agente Sonrisas con su camisa impecable y sus pantalones planchados. En Soweto, en cambio, la policía era un ejército de ocupación. Llevaba equipo antidisturbios. Estaba militarizada. Operaba en unos grupos conocidos como «brigadas móviles», llamados así porque aparecían de la nada en vehículos blindados —hipopótamos, los llamábamos—, unos tanques con ruedas enormes y unas ranuras en los costados desde las que disparaban. Con los hipopótamos uno no se metía. En cuanto los veías, echabas a correr. Sin pensarlo. El municipio segregado estaba inmerso en un constante estado de insurrección; siempre había alguien manifestándose o protestando en algún lado y había que reprimirlo. Mientras jugaba en casa de mi abuela, solía oír disparos, gritos o a la policía rociando a la gente con gas lacrimógeno.
Mis recuerdos de los hipopótamos y de las brigadas móviles son de cuando tenía cinco o seis años y por fin el apartheid se estaba viniendo abajo. Antes nunca había visto a la policía porque no podíamos arriesgarnos a que la policía me viera. Siempre que íbamos a Soweto, mi abuela se negaba a dejarme salir de casa. Si era ella la que estaba a mi cargo, decía: «No, no, no. Este niño no sale de casa». Yo podía jugar a nuestro lado de la tapia, en el jardín, pero no en la calle. Y allí, en la calle, era donde jugaban los demás niños. Mis primos y el resto de los chavales del barrio abrían la verja sin más, salían, se pasaban el día fuera a su aire y volvían cuando anochecía. Yo le suplicaba a mi abuela que me dejara salir.
—Por favor. Por favor, ¿puedo ir a jugar con mis primos?
—¡No! ¡Si te ven, se te llevan!
Durante mucho tiempo creí que mi abuela se refería a que los demás niños me iban a secuestrar, pero se refería a la policía. Podían llevarse a niños. Y de hecho, se los llevaban. Si eras un niño del color equivocado en la zona del color equivocado, el gobierno podía venir, quitarles la custodia a tus padres y meterte en un orfanato. Y para tener controlados los municipios segregados, el gobierno usaba a su red de impipis, o soplones anónimos que informaban de cualquier actividad sospechosa. También estaban los blackjacks, o personas negras que trabajaba para la policía. El vecino de mi abuela era un blackjack, y ella tenía que asegurarse de que él no estaba mirando cada vez que me metía o me sacaba a hurtadillas de la casa.
Mi abuela todavía cuenta la historia de cuando yo tenía tres años y, un día, harto de ser un prisionero, cavé un hoyo por debajo de la cancela de la entrada para coches de su casa y me escapé. A todo el mundo le entró el pánico. Una partida salió en mi búsqueda. Yo no tenía ni idea del peligro al que estaba exponiendo a todo el mundo. Podrían haber deportado a la familia entera, podrían haber arrestado a mi abuela, mi madre podría haber ido a la cárcel y yo seguramente habría terminado en el centro de acogida para niños de color.
De forma que me tenían dentro de casa. Aparte de los escasos paseos por el parque, los fragmentos de recuerdos que tengo de mi infancia son todos de puertas para adentro: mi madre y yo en su diminuto piso y yo solo en casa de mi abuela. No tenía amigos. No conocía a más niños que mis primos. No es que me sintiera solo; se me daba bien estar solo. Leía libros, jugaba con el juguete que tenía y me inventaba mundos imaginarios. Vivía dentro de mi cabeza. Y sigo viviendo dentro de ella. Todavía hoy me puedes dejar horas solo y estoy perfectamente feliz, entretenido con mis cosas. Tengo que acordarme de estar con otra gente.
Obviamente yo no era el único niño nacido de padres de distinto color durante el apartheid. Hoy en día viajo mucho alrededor del mundo, y cada poco me encuentro a otros sudafricanos mestizos. Nuestras historias empiezan todas igual. Tenemos más o menos la misma edad. Sus padres se conocieron en alguna fiesta clandestina de Hillbrow o de Ciudad del Cabo. Vivieron en pisos ilegales. La diferencia es que, en casi todos los demás casos, su familia emigró. El padre o la madre blancos los sacaron del país por Lesotho o Botswana y crecieron en el exilio, en Inglaterra, Alemania o Suiza, porque ser una familia racialmente mixta durante el apartheid era casi insoportable.
En cuanto Mandela salió elegido, por fin pudimos vivir como personas libres. Y los exiliados empezaron a regresar. Conocí al primero cuando tenía unos diecisiete años. Me contó su historia y yo le dije: «Un momento, ¿qué? ¿Quieres decir que podíamos habernos marchado? ¿Que existía esa opción?». Imagínate que te tiran de un avión. Te estrellas contra el suelo y te rompes todos los huesos. Luego vas al hospital y te curan y sigues con tu vida hasta que por fin consigues olvidarlo. Y un día viene alguien y te dice que existen los paracaídas. Pues así me sentí yo. No podía entender por qué nos habíamos quedado. Me fui directo a casa y se lo pregunté a mi madre.
—¿Por qué? ¿Por qué no nos marchamos y punto? ¿Por qué no nos fuimos a Suiza?
—Pues porque yo no soy suiza —me dijo ella, testaruda como siempre—. Este es mi país. ¿Por qué tendría que marcharme?
Sudáfrica es una mezcla de cosas viejas y nuevas, antiguas y modernas, y el cristianismo en Sudáfrica es un ejemplo perfecto. Adoptamos la religión de quienes nos habían colonizado, pero la mayoría de la gente conservó también las viejas creencias ancestrales por si acaso. En Sudáfrica, la fe en la Santísima Trinidad coexiste cómodamente con la creencia en formular conjuros y lanzarles maldiciones a tus enemigos.
Vengo de un país en el que la gente prefiere visitar a los sangomas —los chamanes y curanderos tradicionales, peyorativamente conocidos como santeros— que acudir a los doctores en medicina occidental. Vengo de un país en el que se ha detenido y juzgado a personas por brujería... en los tribunales. No estoy hablando del siglo XVIII. Estoy hablando de hace cinco años. Recuerdo que juzgaron a alguien por lanzarle un rayo a otra persona. Es algo muy frecuente en las reservas tribales. No hay edificios altos, hay muy pocos árboles y nada se interpone entre tú y el cielo, así que a la gente le caen rayos encima cada dos por tres. Y cuando a alguien lo mata un rayo, todo el mundo sabe que es porque alguien ha contratado a la Madre Naturaleza para asesinarlo. O sea, que si tenías alguna disputa con el muerto, alguien te acusa de asesinato y la policía llama a tu puerta.
—Señor Noah, está usted acusado de asesinato. Ha recurrido a la brujería para matar a David Kibuuka haciendo que le cayera un rayo encima.
—¿Qué pruebas tienen?
—La prueba es que a David Kibuuka le ha caído un rayo encima