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ellos mestizo. No solamente era una puta, sino también una puta que se acostaba con blancos.

      —Ah, eres una xhosa —dijo él—. Eso lo explica todo. Subiéndote a coches de desconocidos. Qué asco de mujer.

      Mi madre no paraba de reprenderle y él no paraba de insultarla y de gritar desde el asiento del conductor, meneando el dedo por el retrovisor y poniéndose cada vez más amenazador, hasta que por fin dijo:

      —Ese es el problema de las mujeres xhosa. Que sois todas putas; y esta noche vas a aprender la lección.

      Pisó el acelerador. Empezó a conducir muy rápido, frenando solo un poco en los cruces para ver si venían coches antes de pasar a toda pastilla. En aquella época, la muerte no era algo que le quedara lejos a nadie. Llegados a ese punto, podían violar a mi madre. O podían matarnos a los tres. Todas ellas eran opciones viables. Yo no entendía del todo el peligro que corríamos en aquel momento; estaba tan cansado que solo quería dormir. Y además, mi madre mantenía la calma por completo. Y como a ella no le entraba el pánico, a mí tampoco se me pasó por la cabeza asustarme. Mi madre seguía tratando de razonar con el conductor.

      —Perdone si lo hemos molestado, bhuti. Puede usted dejarnos aquí.

      —No.

      —En serio, no pasa nada. Podemos ir andando...

      —No.

      Y siguió a toda velocidad por Oxford Road, donde los carriles estaban desiertos y no había nada de tráfico. Yo era el que estaba sentado más cerca de la puerta corredera. Mi madre estaba sentada a mi lado, con el bebé en brazos. Durante un momento se dedicó a ver pasar la calle por la ventanilla; luego se inclinó hacia mí y me susurró:

      —Trevor, cuando frenemos en el próximo cruce, voy a abrir la puerta y vamos a saltar.

      Yo no oí ni una palabra de lo que me decía porque para entonces ya me había quedado adormilado. Cuando llegamos al siguiente semáforo, el conductor levantó un poco el pie del acelerador para mirar y asegurarse de que no viniera nadie. Mi madre estiró el brazo, abrió la puerta corredera, me agarró y me empujó tan lejos como pudo. A continuación, se encogió en posición fetal con Andrew entre los brazos y saltó detrás de mí.

      Fue como un sueño hasta que de golpe sentí el dolor. ¡Bam! Me estampé contra la calzada. Mi madre aterrizó a mi lado y los dos rebotamos y rebotamos y rodamos y rodamos. Yo ya estaba completamente despierto. De medio dormido había pasado a: ¿Qué coño ocurre? Por fin conseguí frenar y me incorporé como pude, completamente desorientado. Miré a mi alrededor y vi a mi madre, que ya estaba de pie. Se volvió para mirarme y me gritó:

      —Corre.

      Así que corrí, y ella corrió, y nadie corría como mi madre y como yo.

      Cuesta explicarlo, pero yo sabía lo que tenía que hacer. Era un instinto animal, propio de un mundo donde la violencia siempre estaba al acecho y a punto de estallar. En los municipios segregados, cuando la policía se te echaba encima con su equipamiento antidisturbios, sus coches blindados y sus helicópteros, yo sabía lo que había que hacer: Corre y ponte a cubierto. Corre y escóndete. Lo sabía desde los cinco años. Si hubiera tenido una infancia distinta, me habría dejado estupefacto que me tiraran de un minibús en marcha. Me habría quedado allí plantado como un tonto, diciendo: «¿Qué está pasando, mamá? ¿Por qué me duelen tanto las piernas?». Pero no fue así, claro. Mi madre me dijo «corre» y yo corrí. Corrí igual que corre la gacela para escaparse del león.

      Los hombres detuvieron el minibús, bajaron y trataron de perseguirnos, pero no tenían nada que hacer. Mordieron el polvo. Creo que estaban en shock. Todavía me acuerdo de echar la vista atrás y ver cómo se detenían y abandonaban la persecución con expresión de total perplejidad. ¿Qué acaba de pasar? ¿Quién podía imaginar que una mujer con dos niños pequeños pudiera correr tanto? No sabían que tenían enfrente a los vigentes campeones del Día de los Deportes del Maryvale College. Seguimos corriendo y corriendo hasta que llegamos a una gasolinera abierta las veinticuatro horas y llamamos a la policía. Para entonces los hombres ya se habían esfumado.

      Yo había corrido sin parar impulsado por la adrenalina. Seguía sin saber por qué había pasado lo que había pasado. Luego, en cuanto nos detuvimos, fui consciente de lo mucho que me dolía todo. Bajé la vista y me vi los brazos despellejados. Estaba lleno de cortes y sangraba por todos lados. Y mi madre también. Mi hermano pequeño, en cambio, estaba ileso, cosa increíble. Mi madre lo había rodeado con su cuerpo y no había sufrido ni un arañazo. Miré a mi madre, estupefacto.

      —¿Qué ha pasado? ¿Por qué hemos echado a correr?

      —¿Cómo que por qué hemos echado a correr? Esos hombres querían matarnos.

      —¡No me has dicho nada! ¡Me has tirado del minibús y ya!

      —Sí que te lo he dicho. ¿Por qué no has saltado?

      —¿Que por qué no he saltado? ¡Pero si estaba dormido!

      —¿Y qué iba a hacer, dejarte ahí para que te mataran?

      —Por lo menos ellos me habrían despertado antes de matarme.

      Y seguimos así un buen rato. Yo estaba demasiado confuso y enfadado por que mi madre me hubiera tirado del autobús en marcha como para ser consciente de lo que había pasado. Mi madre me había salvado la vida.

      Mientras recuperábamos el aliento y esperábamos a que llegara la policía y nos llevara a casa, mi madre dijo:

      —Bueno, por lo menos estamos a salvo, gracias a Dios.

      Pero yo tenía nueve años y empezaba a entender cómo funcionaban las cosas. Y esta vez no pensaba quedarme callado.

      —¡No, mamá! ¡Esto no ha sido gracias a Dios! Cuando el coche no ha arrancado, tendrías que haber escuchado a Dios diciéndonos que nos quedáramos en casa, porque está claro que el diablo nos ha engañado para que viniéramos hasta aquí esta noche.

      —¡No, Trevor! No es así como trabaja el diablo. Todo esto es parte del plan de Dios, y si Él ha querido que estuviéramos aquí esta noche es porque tiene una buena razón...

      Y así seguimos, dándole vueltas a lo mismo, discutiendo sobre la voluntad de Dios, hasta que por fin le dije:

      —Mira, mamá, ya sé que amas a Jesús, pero quizás la semana que viene le podrías pedir que nos venga a recoger a casa. Porque esta noche no ha sido nada divertida.

      A ella se le escapó una sonrisa enorme y se echó a reír. Yo también me eché a reír, y los dos nos quedamos allí, un niño y su madre, con los brazos y las piernas cubiertos de sangre y de mugre, riendo juntos a pesar del dolor, bajo la luz de una gasolinera, en el arcén de la carretera y en plena noche.

      El apartheid fue una forma de racismo perfecto. Tardó siglos en desarrollarse: Empezó en 1652, cuando la Compañía Holandesa de las Indias Orientales desembarcó en el Cabo de Buena Esperanza y estableció una colonia comercial, Kaapstaad, lo que se conocería después como Ciudad del Cabo, un puerto de escala para los barcos que viajaban entre Europa y la India. A fin de imponer el régimen blanco, los colonos holandeses fueron a la guerra contra los nativos y a continuación implantaron una serie de leyes para someterlos y a menudo esclavizarlos. Cuando los británicos se hicieron con la Colonia del Cabo, los descendientes de los colonos holandeses primigenios se trasladaron al interior del país, desarrollaron su propio idioma, cultura y costumbres y terminaron constituyendo un pueblo propio, los afrikáneres, la tribu blanca de África.

      Los británicos abolieron nominalmente la esclavitud, pero la mantuvieron en la práctica. Y la mantuvieron porque, a mediados del siglo XIX, en la que había sido descartada como una simple estación de paso en la ruta hacia el lejano Oeste, unos cuantos capitalistas afortunados dieron con las reservas de oro y diamantes más ricas del mundo y pasaron a necesitar un suministro incesante de cuerpos de usar y tirar para bajar a las minas y extraerlo todo.

      Cuando cayó el imperio británico,

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