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en la iglesia, pensaba ella, más bendiciones acumularíamos, como si aquello fuera una tarjeta de puntos de Starbucks.

      La iglesia negra se fundamentaba en la gracia redentora. Si era capaz de aguantar hasta la tercera o cuarta hora del servicio podía ver al pastor expulsar demonios de la gente. Los feligreses poseídos por demonios echaban a correr por los pasillos como dementes, gritando en lenguas extrañas. Los ujieres los reducían a la fuerza, como si fueran matones de discoteca, y los inmovilizaban para que el pastor pudiera hacer su trabajo. El pastor les agarraba la cabeza y se la sacudía violentamente de un lado a otro, gritándoles: «¡Yo expulso a este espíritu en el nombre de Jesús!». Había pastores más violentos que otros, pero lo que todos tenían en común era que no paraban hasta que el demonio se marchaba y el feligrés afectado se quedaba inerte y desmayado sobre el escenario. Porque el endemoniado en cuestión tenía que caerse al suelo. Si no se caía, quería decir que el demonio era poderoso y que el pastor necesitaba atacarlo con más fuerza. Podías ser un defensa de la Liga de Fútbol Americano que daba igual. El pastor tenía que derribarte. Dios bendito, qué divertido era aquello.

      Karaoke cristiano, relatos de acción protagonizados por tipos malos y curanderos violentos inspirados por la gracia divina: caray, me encantaba la iglesia. Lo que no me gustaba era el viaje a la iglesia. Nos dejábamos la piel para llegar hasta allí. Vivíamos en Eden Park, un pequeño barrio residencial muy a las afueras de Johannesburgo. Tardábamos una hora en llegar a la iglesia de los blancos, cuarenta y cinco minutos más en llegar a la mixta y otros cuarenta y cinco hasta Soweto, que era donde estaba la iglesia de los negros. Y luego, por si eso fuera poco, algunos domingos volvíamos a la iglesia blanca para el servicio especial vespertino. Cuando por fin llegábamos a casa por la noche, yo me desplomaba en la cama.

      Aquel domingo en concreto, el domingo en que mi madre me tiró de un vehículo en marcha, empezó como cualquier otro domingo. Mi madre me despertó y me hizo gachas para desayunar. Yo me bañé mientras ella vestía a mi hermanito Andrew, que por entonces tenía nueve meses. Luego salimos al aparcamiento, nos montamos en el coche y, cuando ya teníamos los cinturones de seguridad puestos y estábamos listos para irnos, el coche no quiso arrancar. Mi madre tenía un Volkswagen escarabajo viejísimo y hecho polvo, de color mandarina intenso, que había comprado por cuatro duros. Y la razón de que lo hubiera comprado por cuatro duros era que siempre estaba averiado. Todavía hoy sigo odiando los coches de segunda mano. Casi todas las cosas que han salido mal en mi vida han tenido en su origen un coche de segunda mano. Por culpa de un coche de segunda mano acababa castigado en la escuela por llegar tarde. Por culpa de un coche de segunda mano nos quedábamos tirados y teníamos que hacer autoestop en el arcén de la autopista. Un coche de segunda mano fue también el culpable de que mi madre se casara. De no haber sido por aquel Volkswagen que nunca funcionaba, no habríamos tenido que recurrir al mecánico que se convirtió en el marido que se convirtió en el padrastro que se convirtió en el hombre que nos torturó durante años y que le disparó en la nuca a mi madre. Qué queréis que os diga, yo prefiero coches nuevos y con garantía.

      Por mucho que me encantara la iglesia, la idea de pegarnos una paliza de nueve horas, de la iglesia mixta a la blanca, después a la negra y luego otra vez a la blanca, se me hacía un mundo. Ir en coche ya era bastante suplicio, pero coger el transporte público significaba que el viaje iba a ser el doble de largo y el doble de duro. Cuando el Volkswagen se negó a arrancar, recé para mis adentros: Por favor, di que nos quedamos en casa. Por favor, di que nos quedamos en casa. Por fin levanté la vista, vi la mirada de determinación de mi madre y su mentón apretado con firmeza y supe que me esperaba un día muy largo.

      —Ven —me dijo—. Vamos a coger los minibuses.

      Todo lo que mi madre tenía de religiosa lo tenía de testaruda. En cuanto tomaba una decisión, ya no había nada que hacer. Y los obstáculos que habrían hecho cambiar de planes a una persona normal, como por ejemplo que se averiara el coche, solamente reforzaban su determinación de seguir adelante.

      —Es el diablo —dijo, refiriéndose al hecho de que el coche no arrancara—. El diablo no quiere que vayamos a la iglesia. Y por eso mismo tenemos que coger los minibuses.

      Siempre que me las tenía que ver con la testarudez religiosa de mi madre, yo intentaba, con todo el respeto posible, contraponer otro punto de vista:

      —O bien —señalé—, el Señor sabe que hoy no deberíamos ir a la iglesia y por eso se ha asegurado de que el coche no arrancara, para que nos quedemos en casa en familia y nos tomemos un día de descanso, porque hasta el mismísimo Señor descansó.

      —Ah, esas son palabras del diablo, Trevor.

      —No, porque Jesús controla las cosas, y si Jesús controla las cosas y nosotros rezamos a Jesús, él tendría que permitir que el coche arrancara, pero no lo ha permitido, por tanto...

      —¡No, Trevor! A veces Jesús te pone obstáculos en el camino para ver si los superas. Como a Job. Esto podría ser una prueba.

      —¡Ah! Sí, mamá. Pero la prueba podría consistir en ver si estamos dispuestos a aceptar lo que ha pasado y quedarnos en casa y alabar a Jesús por su sabiduría.

      —No. Esas son las palabras del diablo. Ve a cambiarte de ropa.

      —¡Pero mamá!

      —¡Trevor! ¡Sun’qhela!

      Sun’qhela es una expresión con infinidad de matices. Significa «no me contradigas», «no me subestimes», «ponme a prueba». Es orden y a la vez amenaza. Es algo que los padres y madres xhosa les dicen habitualmente a sus hijos. Siempre que la oía, sabía que la conversación se había terminado y que, si me atrevía a añadir una palabra más, me caería una tunda.

      Por aquel entonces yo iba a la Maryvale College, una escuela católica privada. Todos los años, ganaba la carrera del Día de los Deportes de la Maryvale, y mi madre siempre se llevaba el trofeo de la categoría de las madres. ¿Y por qué? Pues porque ella siempre me estaba persiguiendo para arrearme y yo siempre estaba corriendo para que no me arreara. A correr no nos ganaba nadie. Mi madre no era de las que dicen: «verás la que te va a caer». Mi madre no avisaba. Y también le gustaba tirar cosas. Cualquier cosa que tuviera a mano se convertía en un proyectil. Si era algo frágil, a mí me tocaba atraparlo al vuelo y dejarlo en un sitio seguro. Porque, si se rompía, también era culpa mía, y entonces la tunda era mucho peor. Si ella me tiraba un jarrón, yo tenía que cazarlo al vuelo, dejarlo en una mesa y luego echar a correr. En una fracción de segundo, tenía que pensar: ¿Es valioso? Sí. ¿Es frágil? Sí. Pues cógelo, déjalo en algún sitio y corre.

      Mi madre y yo teníamos una relación muy de Tom y Jerry. Ella imponía la disciplina más estricta y yo me portaba mal de narices. Ella me mandaba a la tienda y yo no volvía directamente a casa porque me gastaba el cambio de la leche y del pan en las máquinas de videojuegos del supermercado. Me encantaban los videojuegos. Era un as del Street Fighter. Una sola partida me duraba horas. Metía una moneda, el tiempo volaba y antes de que pudiera darme cuenta ya tenía a una mujer detrás de mí con un cinturón en la mano. Y empezaba la carrera. Yo salía corriendo por la puerta y me alejaba por las calles polvorientas de Eden Park, saltando tapias y gateando por los jardines de las casas. Se había convertido en una escena normal en nuestro vecindario. Todo el mundo lo sabía: primero pasaba aquel crío, Trevor, como alma que lleva el diablo, y detrás de él aparecía Patricia. Mi madre era capaz de correr como una bala con tacones altos, pero si lo que quería era perseguirme en serio, tenía un truco para quitarse los zapatos sin aminorar la velocidad. Un movimiento de tobillo, los zapatos salían volando y ella ni siquiera perdía el paso. Era entonces cuando yo me decía a mí mismo: Atención, que está en modo turbo.

      De pequeño mi madre siempre me pillaba, pero a medida que fui creciendo me fui volviendo más rápido, y cuando a ella le empezó a fallar la velocidad tuvo que recurrir al ingenio. Si yo estaba a punto de escabullirme, ella gritaba: «¡Alto, ladrón!». Le hacía aquello a su propio hijo. En Sudáfrica nadie se mete en los asuntos de nadie a menos que haya un linchamiento, en cuyo caso todo el mundo quiere participar. Así que ella gritaba «¡Ladrón!»

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