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queda. El castigo por violar la ley del pase eran treinta días de cárcel o una multa de cincuenta rand, casi la mitad de su sueldo mensual. Ella juntaba el dinero como podía, pagaba la multa y volvía a sus asuntos.

      El piso secreto de mi madre estaba en un barrio llamado Hillbrow. Vivía en el número 203. En el mismo pasillo vivía un expatriado suizo-alemán alto, rubio y de ojos azules llamado Robert. Él vivía en el 206. Por su condición de antigua colonia comercial, Sudáfrica siempre había tenido una comunidad grande de expatriados. Era un destino para mucha gente. Toneladas de alemanes. Montones de holandeses. Por entonces, Hillbrow era el Greenwich Village de Sudáfrica. En el barrio reinaba un ambiente animado, cosmopolita y tolerante. Había galerías de arte y teatros underground donde los artistas y los actores se atrevían a elevar su voz y criticar al gobierno delante de un público integrado. Había un famoso artista de cabaret travestido, Pieter-Dirk Uys, que hacía monólogos satíricos vestido de mujer en los que atacaba al régimen Afrikáner. Había restaurantes y clubes nocturnos, muchos de ellos propiedad de extranjeros, que servían a una clientela mixta, a hombres negros que odiaban el estado de las cosas y a hombres blancos a quienes simplemente les parecía ridículo. Aquella gente también solía celebrar reuniones secretas, por lo general en pisos privados o en sótanos vacíos convertidos en clubes. La integración era por su misma naturaleza un acto político, pero las reuniones en sí no eran políticas en absoluto. La gente se juntaba informalmente para celebrar fiestas.

      Mi madre se lanzó de cabeza a aquel ambiente. Siempre estaba en algún club o en alguna fiesta, bailando y conociendo a gente. Era una habitual en la Torre Hillbrow, uno de los edificios más altos de África, en cuyo último piso había una discoteca con pista de baile giratoria. Fue una época de júbilo, pero también peligrosa. A veces la policía cerraba los restaurantes y los clubes y a veces no. A veces detenían a los artistas y a la clientela y a veces no. Era una lotería. Mi madre nunca sabía en quién podía confiar ni quién la iba a denunciar a la policía. Los vecinos se delataban entre sí. Las novias de los hombres blancos del edificio de mi madre tenían razones de sobra para delatar a cualquier mujer negra —prostituta, sin duda— que viviera entre ellos. Sin olvidar que también había gente negra trabajando para el gobierno. Para sus vecinos blancos, mi madre podría haber sido perfectamente una espía que se hacía pasar por prostituta que se hacía pasar por doncella, y que había sido destinada a Hillbrow para denunciar a los blancos que violaban la ley. Así funcionan los estados policiales: todo el mundo piensa que todo el mundo es policía.

      Viviendo sola en la ciudad, sin que nadie confiara en ella y sin poder confiar en nadie, mi madre empezó a pasar cada vez más tiempo en compañía de alguien con quien sí se sentía segura: el suizo alto y rubio que vivía en el piso 206 del mismo pasillo. Él tenía cuarenta y seis años. Ella veinticuatro. Él era silencioso y reservado; ella, libre y salvaje. Ella solía pasarse por el piso de él para charlar; iban juntos a fiestas ilegales, iban a bailar a la discoteca de la pista giratoria. Y algo hizo clic.

      Sé que hubo un vínculo genuino entre mis padres y sé que hubo amor. Yo lo vi. Eso sí, no sé cómo de romántica era su relación ni si no serían simplemente amigos. Son cosas que los niños no preguntan.

      Lo único que sé es que un día ella le hizo su propuesta.

      —Quiero tener un hijo.

      —Yo no quiero hijos —dijo él.

      —No te he pedido que lo tengas tú. Te estoy pidiendo que me ayudes a tenerlo yo. Solo quiero tu esperma.

      —Soy católico —repuso él—. No hacemos esas cosas.

      —Sabes que podría acostarme contigo y largarme —dijo ella— y tú nunca te enterarías de si has tenido un hijo o no, ¿verdad? Pero no quiero. Hónrame con un sí para que pueda vivir en paz. Quiero tener un hijo y quiero que sea tuyo. Podrás verlo tanto como quieras, pero no tendrás obligaciones. No hará falta que hables con él, no hará falta que pagues nada. Solo te pido que me hagas ese hijo.

      Para mi madre, el hecho de que aquel hombre no tuviera un deseo especial de formar una familia con ella (y que la ley también se lo impidiera) era parte del atractivo. En cuanto a mi padre, sé que durante mucho tiempo dijo que no. Pero al final dijo que sí. Por qué dijo que sí es algo que no sabré nunca.

      Nueves meses después de aquel sí, el 20 de febrero de 1984, mi madre ingresaba en el Hospital de Hillbrow para un parto programado por cesárea. Distanciada de su familia y embarazada de un hombre con el que no se podía dejar ver en público, fue allí completamente sola. Los médicos la llevaron a la sala de partos, le abrieron el vientre, metieron las manos dentro y sacaron a una criatura mitad blanca mitad negra que violaba una serie de leyes, estatutos y regulaciones: mi nacimiento era un crimen.

      Cuando los médicos me sacaron se produjo un momento incómodo: «Uy. Este bebé tiene la piel muy clara», dijeron. Un rápido vistazo a la sala de partos reveló que ninguno de los hombres presentes podría atribuirse la paternidad. «¿Quién es el padre?», le preguntaron a mi madre.

      —El padre es de Suazilandia —dijo ella, refiriéndose al diminuto reino sin salida al mar que lindaba al oeste con Sudáfrica.

      Seguramente sabían que mentía, pero aceptaron su respuesta porque necesitaban una explicación. En la época del apartheid, el gobierno lo anotaba todo en tu certificado de nacimiento: la raza, la tribu, la nacionalidad. Había que clasificarlo todo. Mi madre mintió y dijo que yo había nacido en KaNgwane, la reserva tribal semisoberana donde vivía la etnia suazi de Sudáfrica. De forma que mi certificado de nacimiento no dice que soy xhosa, aunque técnicamente lo soy. Y tampoco dice que soy suizo, cosa que el gobierno no hubiera permitido. Simplemente dice que soy de otro país.

      Mi padre tampoco figura en mi certificado de nacimiento. Oficialmente nunca ha sido mi padre. Y mi madre, fiel a su palabra, estaba dispuesta a aceptar que él no se involucrara en nada. Acababa de alquilar otro piso en Joubert Park, el barrio contiguo a Hillbrow, y fue allí donde me llevó al salir del hospital. A la semana siguiente fue a visitar a mi padre, pero sin mí. Para sorpresa de ella, él le preguntó dónde estaba yo.

      —Dijiste que no querías involucrarte —respondió mi madre.

      Y era verdad que mi padre lo había dicho, pero en cuanto yo vine al mundo él se dio cuenta de que no podía tener un hijo a la vuelta de la esquina y no formar parte de su vida. De manera que los tres formamos una especie de familia, en la medida en que nos lo permitía nuestra peculiar situación. Yo vivía con mi madre, y siempre que podíamos nos íbamos a visitar a mi padre a hurtadillas.

      Si la mayoría de los niños son la prueba del amor de sus padres, yo era la prueba de su condición de criminales. Solo podía estar con mi padre de puertas para adentro. Si salíamos de casa, él tenía que cruzar la calle e ir por la acera de enfrente. Mi madre y yo íbamos mucho al parque que da nombre a Joubert Park. Es el Central Park de Johannesburgo: tiene unos jardines preciosos, un zoo y un tablero de ajedrez gigante con piezas de tamaño humano para que juegue la gente. Mi madre me contó que una vez, cuando yo era muy pequeño, mi padre intentó ir con nosotros. Estábamos los tres en el parque; él iba caminando bastante por delante de nosotros y yo eché a correr hacia él, chillando: «¡Papá, papá, papá!». La gente empezó a mirar. A mi padre lo invadió el terror. Le entró pánico y salió corriendo. Yo creí que estaba jugando y me puse a perseguirlo.

      Con mi madre tampoco podía pasear a solas; un niño de piel clara con una mujer negra suscitaba demasiadas preguntas. Cuando yo era recién nacido, ella podía envolverme en una manta y llevarme adonde fuera, pero enseguida esa opción quedó descartada. Fui un bebé gigante y un niño enorme. Cuando tenía un año, parecía que tuviera dos. Con dos, aparentaba cuatro. Era imposible esconderme.

      Pero mi madre, igual que había hecho con su piso y con los uniformes de doncella, encontró la forma de engañar al sistema. Era ilegal ser mestizo (tener un padre negro y una madre blanca o viceversa), pero no era ilegal ser de color (tener un padre y una madre que fueran los dos de color). De forma que mi madre me llevaba por el mundo en calidad de niño de color. Encontró una guardería en una zona para gente de color

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