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soy ningún ladrón! ¡Soy su hijo!».

      Lo último que me apetecía hacer aquel domingo por la mañana era subirme a un minibús abarrotado de gente, pero en cuanto oí que mi madre decía sun’qhela supe que mi destino estaba sellado. Ella cogió en brazos a Andrew, nos bajamos del Volkswagen y esperamos en la calle a ver si alguien nos llevaba hasta la parada.

      Yo tenía cinco años, casi seis, cuando Nelson Mandela salió de la cárcel. Recuerdo que lo vi por televisión y que todo el mundo estaba feliz. Yo no sabía por qué estábamos tan contentos; solo sabía que lo estábamos. Era consciente de que había una cosa llamada apartheid que se había terminado y que eso era muy importante, pero no entendía los entresijos del asunto.

      Lo que sí recuerdo y no olvidaré nunca es la violencia que se desató a continuación. El triunfo de la democracia sobre el apartheid se denomina a veces la Revolución Sin Sangre. Y se llama así porque durante la revolución en sí se derramó muy poca sangre blanca. Fue la sangre negra la que bañó las calles.

      Al caer el régimen del apartheid, supimos que quien iba a gobernar a continuación era el hombre negro. Pero la cuestión era: ¿qué hombre negro? Estallaron violentos enfrentamientos entre el Partido de la Libertad Inkatha y el Congreso Nacional Africano. La dinámica política entre estos dos grupos era muy complicada, pero la forma más simple de entenderla era como una guerra en representación de los zulús y los xhosa. El partido Inkatha era de mayoría zulú, muy militante y muy nacionalista. El CNA era una amplia coalición que abarcaba a muchas tribus distintas, pero por entonces sus líderes eran mayoritariamente xhosa. El apartheid había supuesto un paréntesis en la guerra entre los zulús y los xhosa. Habían llegado invasores extranjeros en forma de hombre blanco y eso había dado a ambos bandos un enemigo común al que combatir. Después, en el momento en el que ese enemigo desapareció, fue como: «A ver, ¿por dónde íbamos? Ah, sí». Y salieron a relucir los cuchillos. En vez de unirse por la paz, se volvieron los unos contra los otros y empezaron a cometer actos de salvajismo increíbles. Estallaron disturbios masivos. Murieron miles de personas. Las ejecuciones con neumáticos empapados de gasolina eran habituales. La gente inmovilizaba a la víctima contra el suelo y le rodeaba el torso con un neumático, atenazándole los brazos. Luego lo rociaban de gasolina, le prendían fuego y lo quemaban vivo. Los partidarios del CNA se lo hacían a los del Partido Inkatha. Los del Partido Inkatha a los del CNA. Un día, de camino a la escuela, vi uno de aquellos cuerpos carbonizados. Por las noches, mi madre y yo encendíamos nuestro pequeño televisor en blanco y negro y veíamos las noticias. Una docena de personas muertas. Cincuenta personas muertas. Cien personas muertas.

      Eden Park estaba cerca de los gigantescos municipios segregados de East Rand, Thokoza y Katlehong, que eran escenario de algunos de los choques más horribles entre el Inkatha y el CNA. Como mínimo una vez al mes, volvíamos en coche a casa y nos encontrábamos el vecindario en llamas. Cientos de alborotadores en las calles. Mi madre se veía obligada a conducir muy despacio por entre las multitudes, sorteando las barricadas de neumáticos ardiendo. No hay nada que arda como un neumático: sus llamas tienen una furia que cuesta imaginar. Mientras pasábamos en coche junto a las barricadas en llamas, nos daba la sensación de estar dentro de un horno. Yo solía decirle a mi madre: «Creo que Satanás quema neumáticos en el Infierno».

      Cada vez que estallaban disturbios, todos nuestros vecinos se enclaustraban sabiamente a cal y canto en sus casas. Pero mi madre no. Ella salía a la calle y, mientras se abría paso lentamente frente a las barricadas, les clavaba la mirada a los alborotadores. Dejadme pasar. Yo no estoy metida en estos rollos. Siempre incólume frente al peligro. Aquello nunca dejó de asombrarme. Daba igual que tuviéramos una guerra frente a la misma puerta de casa. Ella tenía cosas que hacer y sitios a los que ir. Era la misma testarudez que la impulsaba a acudir a la iglesia a pesar de tener el coche averiado. Podía haber quinientos agitadores prendiendo una barricada de neumáticos en la avenida principal de Eden Park, y aun así mi madre me decía: «Vístete. Tengo que ir a trabajar. Y tú tienes que ir a la escuela».

      —Pero ¿no tienes miedo? —le preguntaba yo—. Tú eres una sola y ellos son muchos.

      —Cariño, no estoy sola —decía ella—. Tengo a todos los ángeles de Dios conmigo.

      —Pues estaría bien que se dejaran ver —le respondía yo—. Porque creo que los alborotadores no saben que están ahí.

      Ella me decía que no me preocupara. Y siempre volvía a la frase que inspiraba su vida. «Si Dios está conmigo, ¿quién puede estar en contra de mí?» Jamás tuvo miedo. Ni siquiera cuando debería haberlo tenido.

      El domingo aquel que se nos estropeó el coche, hicimos nuestro circuito de las iglesias y terminamos como de costumbre en la iglesia de los blancos. Cuando salimos de la Rosebank Union ya había anochecido y estábamos solos. Había sido un día interminable de viajes en minibús, de la iglesia mixta a la negra, de la negra a la blanca, y yo estaba agotado. Eran como mínimo las nueve de la noche. Por aquella época, con toda la violencia y los disturbios que había, no convenía estar fuera de casa tan tarde. Estábamos plantados en la esquina de la Avenida Jellicoe con Oxford Road, en el corazón mismo de la zona residencial blanca y rica de Johannesburgo, y no pasaba ni un minibús. Las calles estaban vacías.

      Yo me moría de ganas de mirar a mi madre y decirle: «¿Lo ves? Por esto quería Dios que nos quedáramos en casa». Pero un solo vistazo a la expresión de su cara me dio a entender que era mejor no decir nada. Había veces en que yo podía ser descarado con mi madre, pero esa no era una de ellas.

      Esperamos y esperamos a que viniera un minibús. Durante el apartheid el gobierno no ofrecía transporte público para los negros, pero aun así la gente blanca necesitaba que fuéramos a fregarles los suelos y limpiarles los cuartos de baño. Y como la necesidad es la madre de la invención, los negros habían creado su propia red de transporte, una red informal de autobuses gestionada por empresas privadas que operaban al margen de la ley. Como el negocio de los minibuses carecía por completo de regulación, era básicamente crimen organizado. Cada grupo gestionaba una ruta distinta, y se peleaban por quién controlaba cuál. Había sobornos, situaciones turbias por doquier y violencia a mansalva, y se pagaba un montón de dinero a cambio de protección y para evitar la violencia. Lo único que no se podía hacer era robarle una ruta a un grupo rival. A los conductores que robaban rutas los mataban. Y por el hecho de no estar regulados, los minibuses también eran muy poco de fiar. Venían cuando venían. Y cuando no venían, no venían.

      Yo me estaba quedando literalmente dormido de pie frente a la iglesia Rosebank Union. No había ni un solo minibús a la vista. Al final mi madre dijo: «Vamos a hacer dedo». Caminamos y caminamos, y al cabo de lo que nos pareció una eternidad, un coche pasó a nuestro lado y se detuvo. El conductor se ofreció a llevarnos y subimos. No habíamos avanzado ni tres metros cuando de pronto un minibús viró delante de nosotros y le cortó el paso al coche.

      El conductor del minibús salió con una iwisa en la mano, un arma tradicional zulú de gran tamaño: un garrote de guerra, vaya. Los zulús los usaban para romper cráneos. Otro tipo, su compinche, bajó por la otra portezuela. Se acercaron a nuestro coche por el lado del conductor, agarraron al hombre que se había ofrecido a llevarnos, lo sacaron a rastras del vehículo y se pusieron a darle garrotazos en la cabeza. «¿Por qué nos robas a los clientes? ¿Por qué andas recogiendo a gente?»

      Parecía que iban a matarlo. Yo sabía que a veces pasaba. Mi madre intervino.

      —Eh, escuchad. Solamente estaba ayudándome. Dejadlo. Iremos con vosotros. Eso era justo lo que queríamos. —Así que salimos del coche y nos metimos en el minibús.

      Éramos los únicos pasajeros. Además de por ser gánsteres violentos, los conductores de minibuses sudafricanos son famosos por quejarse ante los pasajeros y soltarles arengas mientras conducen. Y aquel conductor estaba particularmente furioso. Durante el trayecto se puso a sermonear a mi madre por meterse en un coche con un hombre que no era su marido. Mi madre no aguantaba a los desconocidos que le daban sermones, así que le dijo que se ocupara de sus asuntos. Pero cuando el otro la oyó hablarnos en xhosa, aquello realmente lo sacó de sus casillas. Los estereotipos sobre las mujeres

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