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Prohibido nacer. Trevor Noah
Читать онлайн.Название Prohibido nacer
Год выпуска 0
isbn 9788418187469
Автор произведения Trevor Noah
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
El apartheid era un estado policial, un sistema de vigilancia y de leyes diseñado para mantener a la población negra completamente controlada. El compendio entero de esas leyes ocuparía más de tres mil páginas y pesaría unos cinco kilos, pero el meollo del asunto debería ser fácil de entender para cualquier americano: en América se produjo el traslado forzoso de los nativos a las reservas, a lo que hay que sumar la esclavitud y, después, la segregación. Pues imagínense esas tres cosas aplicadas a un mismo grupo de gente y las tres al mismo tiempo. Eso fue el apartheid.
2
Mi crimen fue nacer
Crecí en Sudáfrica durante el apartheid, lo cual no fue fácil, porque mi familia era mixta, y el mixto de la familia era yo. Mi madre, Patricia Nombuyiselo Noah, es negra. Mi padre, Robert, es blanco. Suizo-alemán, para ser exactos, y los suizo-alemanes siempre lo son. Durante el apartheid, uno de los peores crímenes que uno podía cometer era tener relaciones sexuales con una persona de otra raza. No hace falta decir que mis padres cometieron aquel crimen.
En cualquier sociedad creada para institucionalizar el racismo, la mezcla de razas no solamente denuncia la injusticia del sistema: también revela que el sistema es insostenible e incoherente. La mezcla de razas demuestra que las razas se pueden mezclar y que, en muchos casos, se quieren mezclar. Y como la persona de raza mezclada encarna la refutación de la lógica misma del sistema, la mezcla de razas se convierte en un crimen peor que la traición.
Pero como los humanos son humanos y el sexo es el sexo, la prohibición nunca detuvo a nadie. En Sudáfrica ya había niños mestizos nueve meses después de que los primeros barcos holandeses llegaran a la playa de Table Bay. Igual que en América, los colonos de aquí hicieron lo que les vino en gana con las mujeres nativas, como suelen hacer los colonos. A diferencia de América, sin embargo, donde cualquiera que tuviera una sola gota de sangre negra se convertía automáticamente en negro, en Sudáfrica los mestizos pasaron a ser clasificados como grupo independiente, ni blancos ni negros, sino lo que aquí llamamos gente «de color». La gente de color, la gente negra, la gente blanca y los indios estaban obligados a declarar e inscribir su raza en un registro del gobierno. Basándose en esas clasificaciones, el Estado desarraigó y reubicó a millones de personas. Las zonas indias se segregaron de las zonas de color, que a su vez estaban segregadas de las zonas negras; y todas ellas, a su vez, estaban segregadas de las zonas blancas y separadas entre ellas por franjas vacías de tierra de nadie. Se aprobaron leyes que prohibían las relaciones sexuales entre los europeos y los nativos, unas leyes que luego se enmendaron para prohibir las relaciones sexuales entre blancos y cualquiera que no fuera blanco.
El gobierno tuvo que esforzarse hasta límites dementes para intentar aplicar las nuevas leyes. La pena impuesta por violarlas era de cinco años de cárcel. Había patrullas enteras de policía cuyo único trabajo consistía en pasearse mirando por las ventanas de las casas: sin duda, un puesto reservado a los mejores agentes del cuerpo. Y como pillaran a una pareja interracial, que Dios los ayudara. La policía tiraba la puerta abajo a patadas, los sacaba a rastras, les pegaba una paliza y los arrestaba. Por lo menos al miembro negro de la pareja. Con la persona blanca iban más bien del plan: «Mira, vamos a decir que estabas borracho, pero no lo vuelvas a hacer, ¿vale? Chao». Esto cuando pillaban a un hombre blanco con una mujer negra. Si pillaban a un negro acostándose con una blanca, el tipo tenía suerte si no lo acusaban de violación.
Cuando le preguntabas a mi madre si alguna vez se había planteado las consecuencias de tener un hijo mestizo en pleno apartheid, ella decía que no. Por lo general, si quería hacer algo, averiguaba la forma de hacerlo y lo hacía. Era lo suficientemente temeraria para embarcarse en un asunto como en el que se embarcó. Si te pararas a pensar en las consecuencias, solía decirme, nunca harías nada. Aun así, era una locura y una temeridad. Tuvieron que salir bien un millón de cosas para que nosotros saliéramos tan milagrosamente bien parados durante tanto tiempo.
Durante el apartheid, si eras un hombre negro trabajabas en una granja, una fábrica o una mina. Si eras una mujer negra, trabajabas en una fábrica o en el servicio doméstico. Esas, básicamente, eran tus únicas opciones. Mi madre, que no quería trabajar en una fábrica y que además era una cocinera terrible y jamás habría aguantado que una mujer blanca se pasara el día dándole órdenes, encontró una opción que no estaba entre las que se le presentaban: hizo un curso de secretariado y recibió clases de mecanografía. Por entonces, que una mujer negra aprendiera a escribir a máquina era como que un ciego aprendiera a conducir. Era un esfuerzo admirable, pero era muy poco probable que alguien te ofreciese trabajo. Por ley, los trabajos de oficina y los de operario cualificado estaban reservados a los blancos. Los negros no trabajaban en oficinas. Mi madre, sin embargo, era una rebelde, y por suerte para ella, su acto de rebeldía llegó en el momento oportuno. A principios de los años 80, el gobierno sudafricano empezó a introducir pequeñas reformas en un intento de sofocar las protestas internacionales desatadas por las atrocidades y las violaciones de los derechos humanos cometidas bajo el régimen del apartheid. Entre dichas reformas estaba la contratación simbólica de trabajadores negros para puestos de oficina de baja cualificación. Como, por ejemplo, mecanógrafas. A través de una agencia de empleo, mi madre encontró trabajo de secretaria en la ICI, una multinacional farmacéutica de Braamfontein, una zona residencial de Johannesburgo.
Cuando mi madre empezó a trabajar allí, todavía vivía con mi abuela en Soweto, el municipio segregado en el que el gobierno había reubicado a mi familia hacía décadas. Pero mi madre no era feliz en su casa, así que a los veintidos años se escapó para vivir en el centro de Johannesburgo. Solamente había un problema: los negros tenían prohibido vivir allí. La meta última del apartheid era convertir Sudáfrica en un país blanco, quitándole la ciudadanía a toda persona negra y trasladándola a las reservas tribales, los bantustanes, unas comunidades semisoberanas que en realidad eran estados títere del gobierno de Pretoria. Sin embargo, aquel supuesto país blanco no podía funcionar sin mano de obra negra que produjera su riqueza, lo cual significaba que a la postre había que permitir a la gente negra vivir cerca de las zonas blancas, en los municipios segregados como Soweto, unos guetos planificados por el gobierno y construidos para alojar a la mano de obra negra. Los municipios segregados eran donde uno vivía, pero lo único que te permitía permanecer allí era tu condición de trabajador. Si te anulaban los papeles por cualquier razón, te podían deportar a las reservas tribales.
Cada vez que querías salir del municipio segregado para ir trabajar a la ciudad, o por cualquier otra razón, tenías que llevar encima un pase con tu número de identidad; si no, podían arrestarte. También había toque de queda: pasada cierta hora, tenías que estar de vuelta en el municipio segregado o también te arrestaban. A mi madre todo eso le daba igual. Estaba decidida a no volver a casa y se quedó en Johannesburgo, escondiéndose y durmiendo en los lavabos públicos hasta que aprendió las reglas para moverse por la ciudad gracias a las otras mujeres negras que se las habían apañado para vivir allí: las prostitutas.
Muchas de las prostitutas de la ciudad eran xhosa. Hablaban el idioma de mi madre y le enseñaron las pautas básicas para sobrevivir. Le enseñaron a disfrazarse con un uniforme de empleada doméstica, lo que le permitía moverse por la ciudad sin que la interrogaran. Le presentaron a hombres blancos que estaban dispuestos a alquilarles pisos en la ciudad. La mayoría eran extranjeros, alemanes y portugueses a quienes no les importaba la ley, y que estaban contentos de firmar un contrato de alquiler que le diera a una prostituta un sitio donde vivir y trabajar a cambio de su usufructo regular del producto. A mi madre no le interesaban aquellos arreglos, pero gracias a su trabajo tenía dinero para pagar el alquiler. A través de una de sus amigas prostitutas conoció a un alemán que aceptó alquilarle un piso