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preguntaba a mi madre si no le resultaba difícil criarme ella sola, sin marido. Ella me contestaba:

      —Que no viva con un hombre no quiere decir que no haya tenido marido. Mi marido es Dios.

      Para mi madre, mi tía y mi abuela, y para todas las demás mujeres de nuestra calle, la vida giraba en torno a la religión. Había encuentros de oración diarios que se celebraban cada vez en una casa distinta. Allí nos reuníamos solamente las mujeres y los niños. Mi madre siempre le pedía a mi tío Velile que se uniera a nosotros, pero él decía: «Lo haría si hubiera más hombres, pero no puedo ser yo el único». Luego empezaban los cánticos y las oraciones y él sabía que le tocaba marcharse.

      En los encuentros de oración, nos embutíamos en la sala de estar diminuta de la casa que tocara y nos poníamos en círculo. Luego nos íbamos turnando para ofrecer nuestras plegarias. Las abuelas hablaban de lo que les pasaba en el día a día. «Me alegro de estar aquí. He tenido una buena semana en el trabajo. Me han subido el sueldo y quiero decir gracias y alabado sea Jesús.» A veces sacaban la Biblia y decían: «Estos pasajes de las Escrituras me han hablado a mí y quizás os puedan ayudar a vosotras también». Luego cantaban un rato. Había una especie de almohadilla de cuero llamada «el compás» que se ataba a la palma de la mano para hacer de instrumento de percusión. Alguien se ponía a dar palmadas con ella para marcar el compás mientras todas las demás cantaban: Masango vulekani singene e Jerusalema. Masango vulekani singene e Jerusalema.

      Así iba la cosa. Rezar, cantar, rezar. Cantar, rezar, cantar. Cantar, cantar, cantar. Rezar, rezar, rezar. Podían pasarse así horas enteras, aunque siempre terminaban con un «amén», y a veces se quedaban colgadas en aquel «amén» y lo prolongaban durante cinco minutos como mínimo. Ah-men. Ah-ah-ah-men. Ah-ah-ah-ah-men. Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhmen. Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhmmmmmm mmmmmmennnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn. Por fin todo el mundo se despedía y se iba a casa. A la noche siguiente, casa distinta y misma rutina.

      Los martes el encuentro de oración se celebraba en casa de mi abuela. Esto me llenaba de emoción por dos razones. Una: durante los cánticos me dejaban dar palmadas con el compás. Y dos, me encantaba rezar. Mi abuela siempre me decía que a ella le encantaban mis plegarias. Y creía que las mías eran más poderosas que las de los demás porque yo rezaba en inglés. Todo el mundo sabe que Jesús, que es blanco, habla inglés. Y que la Biblia está en inglés. Vale, la Biblia no la escribieron en inglés, pero nos llegó a Sudáfrica en inglés, así que para nosotros está en inglés. Y eso hacía que mis plegarias fueran las mejores, porque Jesús contesta primero las que están en inglés. ¿Cómo lo sabemos? No hay más que mirar a los blancos. Está claro que se comunican con la persona adecuada. Y a eso había que añadirle lo que Jesús dice en Mateo 19:14. «Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos». Así pues, si hay un niño rezando en inglés... y encima al Jesús blanco... es una combinación superpoderosa. Siempre que yo rezaba, mi abuela decía: «Esta plegaria va a tener respuesta. Lo noto».

      Las mujeres del municipio segregado siempre tenían razones para rezar: problemas de dinero, un hijo detenido, una hija enferma o un marido alcohólico. Siempre que los encuentros de oración se celebraban en nuestra casa, y como yo rezaba tan bien, mi abuela me pedía que rezara por ellas. Se giraba hacia mí y me decía: «Trevor, reza». Y yo rezaba. Me encantaba. Mi abuela me había convencido de que Jesús contestaba mis plegarias. Y yo creía estar ayudando a la gente.

      Soweto tenía algo mágico. Vale, era una cárcel diseñada por nuestros opresores, pero también nos proporcionaba una sensación de autodeterminación y control. Soweto era nuestro. Te daba unas esperanzas de progreso que no se encontraban en otras partes. En América el sueño es salir del gueto. En Soweto, como salir del gueto era imposible, el sueño era transformarlo.

      Para el millón de personas que vivían en Soweto no había tiendas ni bares ni restaurantes. No había carreteras asfaltadas, tendido eléctrico básico ni un sistema de alcantarillado rudimentario. Pero cuando juntas a un millón de personas en un mismo sitio, siempre terminan ingeniándoselas para salir adelante. De esa forma había brotado una economía basada en el mercado negro, con toda clase de negocios instalados en las casas: talleres mecánicos, guarderías y tipos que vendían neumáticos reparados.

      Los negocios más comunes eran las tiendas spaza y los shebeens. Las tiendas spaza eran colmados informales. Alguien construía un quiosco en su garaje, compraba pan y huevos al por mayor y luego se los vendía a la gente. En el municipio segregado todo el mundo compraba en cantidades diminutas porque nadie tenía dinero. La gente no podía permitirse comprar una docena entera de huevos. Pero sí que podías comprar dos huevos, porque con dos ya te llegaba para una mañana. Podías comprar un cuarto de bollo de pan o una taza de azúcar. Los shebeens eran bares ilegales situados en la parte de atrás de una casa. Sacaban sillas al patio, ponían un toldo y montaban un bar sin licencia. Los shebeens eran donde iban a beber los hombres después del trabajo, durante los encuentros de oración y básicamente a cualquier hora del día.

      La gente construía sus casas igual que compraba los huevos: poquito a poco. El gobierno le asignaba una parcela de terreno a cada familia del municipio segregado. Primero te construías una choza en tu parcela, una estructura rudimentaria de contrachapado y uralita. Con el tiempo ahorrabas y te construías una pared de ladrillo. Una sola. Luego ahorrabas y construías otra pared. Al cabo de los años, la tercera, y por fin la cuarta. Ya tenías una habitación. A continuación empezabas a ahorrar para el tejado. Luego para las ventanas. Luego lo enyesabas todo. Entonces tu hija formaba su propia familia. Y como no tenían adonde ir, pues se venían todos a vivir contigo. Le añadías otra estructura de uralita a la habitación de ladrillo y, lentamente, con los años, la convertías también en una habitación como era debido para ellos. Ahora tu casa tenía dos habitaciones. Luego tres. Quizás cuatro. Y poco a poco, con el paso de las generaciones, seguías intentando llegar al punto de tener una casa.

      Mi abuela vivía en la calle Orlando Este. Tenía una casa de dos habitaciones. No digo una casa con dos dormitorios. Digo una casa de dos habitaciones. Había un dormitorio y una sala de estar|cocina|todo lo demás. Habrá quien diga que vivíamos como pobres. Yo prefiero la expresión «con posibilidades». Mi madre y yo nos quedábamos allí durante las vacaciones escolares. Mi tía y mis primos vivían allí siempre que ella se peleaba con Dinky. Y todos dormíamos en el suelo de la misma habitación: mi madre, yo, mi tía, mis primos, mi tío, mi abuela y mi bisabuela. Los adultos tenían colchones de espuma individuales, y luego había un colchón de espuma grande para los niños, que desplegábamos en el medio.

      En el patio de atrás había dos chozas que mi abuela alquilaba a inmigrantes y a jornaleros. En otro patio diminuto situado a un lado de la casa teníamos un melocotonero pequeñito, y al otro lado mi abuela tenía una entrada para coches. Jamás entendí por qué mi abuela tenía entrada para coches. No tenía coche. No sabía conducir. Y aun así tenía una entrada para coches. Todos nuestros vecinos tenían una, con verjas sofisticadísimas. Pero ninguno tenía coche. Ninguna de aquellas familias tenía perspectivas de llegar a tener uno. En Soweto quizás había un coche por cada mil personas, y sin embargo casi todo el mundo tenía un camino para meter el coche en sus parcelas. Era casi como si construir la entrada para el coche fuera un conjuro para que el coche se materializara. La historia de Soweto es la historia de sus entradas para coches. Es el reino de la esperanza.

      Por desgracia, por elegante que fuera tu casa, había una cosa que nunca podías aspirar a mejorar: el retrete. No había agua corriente dentro de las casas, solamente un grifo comunitario al aire libre y una letrina exterior compartida entre seis o siete casas. Nuestra letrina estaba fuera, en un cobertizo de uralita que compartíamos con las casas vecinas. Dentro había una losa de cemento con un agujero en el medio y encima un asiento de retrete de plástico. En algún momento habíamos tenido también la tapa, pero ya hacía mucho que se había roto y había desaparecido. No teníamos dinero para papel higiénico, así que de la pared contigua al retrete colgaba una percha de alambre con papel de periódicos viejos para limpiarse. El papel de periódico era incómodo, pero por lo

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