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la posada. Azrabul y él apenas si habían logrado hacerse entender en el idioma local. Ahora, acababa de dar a Amsil todo un largo y fluido discurso en dicha lengua, y en cambio se descubría incapaz de recordar siquiera una palabra en la gutural habla Gorzuk,

      —¿Y Yuk?–preguntó Amsil–. ¿Por qué no les ayuda él?

      —Porque desapareció hace cuatro días, y luego de esperar su vuelta durante tres, hubo que admitir que quizás nunca regrese. Sus investigaciones eran muy peligrosas; pudo ocurrirle cualquier cosa, y aun suponiendo que se encuentre a salvo, las posibilidades de que regrese en diez años son las mismas de que vuelva en dos días o en mil. No dijo cuándo volvería; de hecho, ni siquiera avisó de su partida, así que no podemos contar con él para esto. De veras tienes que ser tú. Estamos olvidándolo todo demasiado rápidamente.

      —No entiendo cómo puedes hablar tan a la ligera del fracaso. Yo soy un fracaso, toda mi vida lo he sido.

      —Pues tienes mucho tiempo por delante para dejar de serlo, y nosotros mucho tiempo por delante para constatar que lo somos–concluyó Gurlok, besando a Amsil en la frente–. Ven, compañero, vamos a dormir.

      Amsil asintió y se dejó guiar hasta el sitio en que dormía Azrabul. Gurlok se tendió a su lado y luego invitó al chico a acostarse entre ambos. La noche estaba llena de ruidos extraños. Amsil solía temerle a la noche, pero ahora estaba demasiado exhausto para pensar en ello. Acostado entre los dos gigantes sentía más intensamente el tufo que despedían ambos. Seguía sin entender por qué lo fascinaba tanto ese olor que repelía a la mayor parte de las demás personas, pero tampoco eso estaba en condiciones de analizar ahora. Esta era una noche para disfrutar y estar en paz. Por primera vez en su vida, Amsil experimentaba felicidad o algo muy cercano a ella.

      3

      Las guardianas de la criatura

      El despertar del trío, al día siguiente, distó de ser agradable. Gurlok fue el primero en abrir los ojos, y tras desperezarse y quitarse de encima un poco de lagaña, notó la filosa hoja de una espada muy cerca de su cuello, lista para rebanarlo en cualquier momento. Otro tanto notó Azrabul al despertar pocos segundos después, todavía maltrecho por el combate librado contra el monstruo el día anterior. No había tercer espada que pudiera apuntar al cuello de Amsil; y de todas formas, el chico era tan obviamente inofensivo que nadie se hubiera tomado la molestia de neutralizarlo.

      Azrabul y Gurlok tuvieron considerables problemas para encasillar sexualmente a quienes los apuntaban con tales armas. Por su físico parecían hembras; sin embargo, su aire combativo, su mirada firme y penetrante, sus movimientos seguros y elásticos se condecían con el concepto que tenían ambos de las mujeres, asociado a debilidad, indecisión, pasividad y muchos otros conceptos peyorativos.

      —Ni sueñe con echar mano a sus armas–dijo con voz helada la que apuntaba hacia el cuello de Gurlok–. Moriría de inmediato.

      —Muy bien–respondió Gurlok sin alterarse, aunque con gran curiosidad–. ¿Qué quieren?

      Así que es mujer, después de todo, pensó Gurlok, levantándose lentamente. Xallax tenía un hermosísimo cuerpo de mujer, hermosísimo incluso para él, que gustaba de hombres; un cuerpo bien formado, con senos y nalgas firmes, elástico como el de una pantera. En su rostro anguloso resplandecía un par de helados y temibles ojos grises.

      —No, usted quédese donde está–sugirió la otra a Azrabul cuando éste, torpemente, intentó incorporarse.

      Esta tenía ojos azules y apariencia menos feroz que su compañera, pero no igualmente hermosa y ágil.

      Ambas parecían más aptas para el combate que para el sacerdocio y, de hecho, su atuendo y su equipo era el de guerreras, así que Gurlok se sintió desorientado. Bajo el casco de la que apuntaba hacia Azrabul asomaba el cabello, castaño oscuro, recogido en una cola de caballo. Cuando más tarde Xallax se quitó el suyo se vió que llevaba el cráneo prolijamente afeitado.

      —Me llamo Auria y también soy Sacerdotisa de la Madre Tierra–se presentó esta otra–. Me excuso por mi descortesía. Por cierto–añadió con genuino asombro–, ¿no estás muy grande para chuparte el dedo?

      Azrabul y Gurlok, no menos asombrados que ella, volvieron la vista hacia Amsil en el mismo momento en que éste, rojo de vergüenza, se quitaba el pulgar de la boca.

      —Es que nuestras porongas son demasiado grandes para él–bromeó Gurlok.

      —Ahórreme su vulgar sentido del humor, por favor–respondió Xallax, inexpresiva, semejante a una fría máquina de matar–. ¿Por qué mató al oirig?

      —¿Y cómo sabe que lo hice yo?

      —Porque la espada quedó clavada en el pobre animal, al que se ve que mató de manera horrible. Usted carga una vaina vacía; de sus compañeros, uno lleva espada envainada, y el chico ni vaina carga. Por lógica tiene que haber sido usted. Además, hay otras cosas que me intrigan. Ningún guerrero que se precie abandonaría su arma como lo hizo usted. Y parece ser que no han dejado a nadie montando guardia, cosa muy imprudente si se pernocta en el bosque. Es más: anoche ha merodeado por aquí un lobo. Mire esas pisadas.

      Era cierto. Gurlok vio las huellas y recordó vagamente haber apartado a alguien que le lamía el rostro durante la noche. Más dormido que despierto, creyó que era Azrabul intentando saciar sus apetitos sexuales, y lo apartó con fastidio.

      —En fin… al menos ya no tendré que limpiarme la sangre–dijo Gurlok con filosofía, aunque tomando nota de que en aquel extraño mundo había que apostar guardias si se dormía de noche en el bosque.

      —Igual le vendría bien un baño–respondió Xallax.

      —Sí, bueno… un día de estos.

      —Ni que fueran niños de cuatro años ustedes tres–terció Auria, de buen humor–. Dos están peleados con el agua y el jabón, y el tercero todavía se chupa el dedo. ¿Han notado cómo hieden?

      —A nosotros nos gusta ese olor.

      —En fin… no es nuestra misión ni nuestro deseo controlar su higiene personal–dijo Xallax, firmemente, pero con un gesto que evidenciaba su intención de no tener problemas ni creárselos a otro–, pero aún no ha contestado a mis preguntas.

      —Pregunta demasiado, sacerdotisa, si me permite que se lo haga notar. Me cae bien, lo mismo que su compañera; pero sinceramente, no entiendo la relación entre esas preguntas y su liturgia, ni qué hay de tan grave en matar un… ¿cómo se llama? ¿ourig?

      —Oirig–corrigió Xallax–. Las sacerdotisas de la Madre Tierra no celebramos culto. Tenemos poder de policía; nos reclutan entre el Cuerpo de Amazonas de Largen para proteger la flora, la fauna y la Naturaleza en general. En cuanto a su otra pregunta, señor, las leyes protegen a los oirig porque están desapareciendo. Es más, hasta donde sabemos, este que usted mató era el último.

      —Tal vez, pero nosotros no lo sabíamos, y lamento haber sido yo quien acabara con la especie, aunque por lo que usted dice, no faltaba casi nada para que desapareciera. La bestia atacó a nuestro muchacho y acudimos a defenderlo. Se veía feroz–dijo Gurlok.

      —Por supuesto–contestó Xallax–. Seguramente estaba despertando de su letargo invernal. Al inicio del invierno, los oirig se entierran hasta la primavera, y despiertan famélicos. Por eso en esa época (y en cualquier otra en realidad, ya que enterrarse forma parte de sus estrategias de caza) se recomienda caminar entre árboles, bajo los cuales difícilmente haya algún oirig, o en suelo rocoso que ellos no puedan excavar. Auria y yo nos hartamos de repetirlo a los viajeros, sin que nos hagan caso. Pero, ¿por qué no lo mató deprisa, en vez de hacer que el pobre animal se desangrara lentamente haciéndole tantos tajos, ninguno de ellos en algún punto vital?

      —Porque

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