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La corona de luz 1. Eduardo Ferreyra
Читать онлайн.Название La corona de luz 1
Год выпуска 0
isbn 9789878707037
Автор произведения Eduardo Ferreyra
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Pero, ¿qué hacía ahí arriba?–preguntó Gurlok.
—Debió estrellarse contra un árbol y morir–contestó Amsil, incómodo. No le gustaba teorizar, pues temía equivocarse. Todos le habían dicho siempre que mejor les dejara a otros la tarea de pensar, y él consideraba que tenían razón. Pero Azrabul y Gurlok todo el tiempo le pedían su opinión sobre algo y a él lo aterraba que confiaran tanto en sus valoraciones. Prefería ni imaginar su reacción al advertir que habían confiado en los criterios del más necio de todos los necios posibles.
—Parece que era un guerrero–comentó Azrabul; porque el cráneo aún estaba cubierto por un casco.
—No creo. El casco debe ser para no romperse la crisma si uno está volando en un cachivache de éstos, aunque a este pobre tipo no le sirvió de nada–opinó Gurlok, y consultó a Amsil con la mirada.
—Generalmente llevan también otras protecciones, no sólo casco–confirmó el chico.
Y de repente se puso a llorar en silencio por aquel pobre y anónimo piloto de vimânas muerto de forma tan solitaria. Siempre había venerado lo mismo a las vimânas que a sus pilotos, un poco porque le parecían símbolos de esa libertad que a él tan vedada le estaba, y otro poco por la envidiable aura de seguridad y audacia que se desprendía de ellos. Tampoco eran tan frecuentes en el pueblo adonde él había nacido y donde se había criado. De hecho, allí nadie tenía vimânas, y sólo ocasionalmente se veía alguna cuyo piloto estaba allí de paso.
Se veía que Azrabul también estaba conmovido por el fin del infortunado piloto. Amsil aprovechó para pedir que enterraran aquellos restos momificados y parcialmente devorados por animales diversos. A Gurlok no le gustó mucho la idea, pero se rindió ante la presión conjunta de sus dos compañeros de viaje. Por otra parte, no había quedado mucho para sepultar, así que demoraron muy poco. Y durante el resto del trayecto, de vez en cuando, fue frecuente que Amsil alzara un índice hacia el cielo y dijera:
—Vimânas.
Y veía a Azrabul y a Gurlok alzar sus toscos rostros hacia el cielo y seguir con la mirada aquellas curiosas máquinas voladoras, evidentemente seducidos por la idea de probarlas.
Por lo demás, de a poco los iba conociendo mejor y apegándose cada vez más a ellos porque, a pesar de las imprecaciones en rugidos para exigirle que avanzara más de prisa en tanto pudiera hacerlo, nunca había sido mejor tratado que ahora. Se preocupaban de que descansara y comiera bien. Desde su encuentro con Xallax y Auria, se turnaban los dos para montar guardia por las noches. Aquel a quien no le tocara el turno, dormía abrazado a Amsil; si lo oía tiritar de frío, acercaba su poderoso corpachón al de él para darle calor. A veces lo abrazaba más fuerte simplemente por espontáneo afecto. En esos momentos, Amsil se sentía inmensamente feliz, pero a la vez prefería disfrutar poco, seguro como estaba de que una dicha así no podía ser duradera. También era habitual que durante los descansos alguno de ellos, sobre todo Azrabul, lo observara extrañamente, como adorando a un ser superior. Amsil, al notarlo, alzaba la vista muy de soslayo; pero entonces brotaba del otro lado una sonrisa agridulce que lo cohibía y lo forzaba a bajar la mirada de nuevo.
Azrabul tenía en sus ojos, por lo general, una expresión cruel, diabólica casi, pese a lo cual se enternecía al dirigirse a Amsil. Su paciencia para con el chico parecía infinita. Era, de los dos gigantes, el que más cuidaba de no hacerle daño cuando lo abrazaba y el que, pese a ello, más se excedía en su efusividad. A Amsil no le importaba mucho cuánto le doliera el cuerpo luego, con tal de que lo abrazaran; pero de todos modos esa delicadeza de Azrabul, tan en disonancia con su aire feroz y sanguinario, le resultaba extraña. Azrabul era también el más fuerte, el más inclinado a la acción inmediata, el más impulsivo, el más obstinado, el que siempre iba a la vanguardia y habitualmente también el primero en advertir cuándo Amsil había alcanzado el límite de sus fuerzas, como también el primero en moverse para auxiliarlo; pero en esto lo común era que Gurlok le ganara de mano por hallarse más cerca. Difícil saber si era casualidad.
A diferencia de su compañero, Gurlok podía ser un tirano implacable, al menos durante la marcha. Su carácter se suavizaba durante las pausas y también cuando Amsil, agobiado, era incapaz de seguir por su cuenta.
Hacia el amanecer del cuarto día, el muchacho anunció, vencido:
—No puedo seguir adelante. No soy como ustedes. Me duelen los pies, me duelen las piernas; no doy más. Hagan lo que quieran–y bajó la cabeza, humillado.
El esperaba varios truenos por parte de Gurlok, los cuales habrían sido inútiles, pues ese día no podía dar un solo paso más, y eso era algo que ningún rugido, maldición, amenaza ni incluso paliza podía cambiar. Gurlok, sin embargo, se le acercó, le alborotó un poco el pelo juguetonamente y le dijo en tono suave:
—Todo tiene solución, no te preocupes. Ya sabes qué único servicio requerimos de ti hasta que lleguemos a Tipûmbue,
Porque no le exigían que los ayudara a cazar ni que montara guardia por las noches; pero durante los descansos se desfogaban sexualmente entre ellos, y entonces pretendían de él que estuviese alerta en prevención de cualquier posible peligro. También demandaban que su puesto de vigilancia estuviera muy cerca de donde ellos se entregaban a sus fogosos placeres, para poderlo auxiliar con prontitud si algo o alguien lo atacaba. A Amsil para empezar le asombraba que después de tanta marcha, que cuando el terreno lo permitía era, encima, al trote (y a menudo cargando uno de ellos con el peso adicional de Amsil, aunque siendo un muchacho tan escuálido no era problema para hombres tan fuertes), todavía les quedaran bríos para fornicar, para colmo de forma tan salvaje; porque más que un acto erótico, lo suyo parecía una lucha de osos. Esto al principio Amsil sólo lo imaginó en base a los ruidos que hacían, porque procuraba siempre darles la espalda, ya que tanto insistían en que se mantuviera cerca: un par de fieras hubieran sido mucho más silenciosas. Pero tanto gruñido y rugido a medias finalmente venció sus barreras morales, y varias veces espió por el rabillo de un ojo. Se espantaba menos por lo que veía que por lo que sentía al verlo.
—Deja que yo lo lleve esta vez–pidió Azrabul ese día que Amsil no estuvo en condiciones de marchar.
Parecían incansables ambos, y capaces de desafiar al clima más adverso. Su vitalidad era admirable y desconcertante, y parecía que a su ritmo podrían llegar incluso antes del cuarto día; pero en cambio demoraron más, porque el plazo estimado por Xallax y Auria era para quien llevara provisiones, y en cambio Azrabul y Gurlok debieron procurarse las suyas y las de Amsil. Y se complicaba, porque habían recibido instrucciones de las dos Sacerdotisas para no tomar presas cuya caza estuviera prohibida o que implicaran un enorme desperdicio de carne, en vista de que ellos no tenían mochilas o alforjas para llevarse lo que sobrara. A veces abatían apenas un animal pequeño para que comiera Amsil y ellos se contentaban con pelar huesos, tanta era la prisa por llegar a Tipûmbue y alcanzar a hablar con el Bibliotecario en Jefe antes de que se esfumaran de sus mentes los últimos recuerdos auténticos.
Se sintieron aliviados cuando al alba del sexto día divisaron a cierta distancia lo que sin duda eran los muros de una urbe importante, que creyeron, acertadamente, que sería Tipûmbue; pero cuando casi a mediodía alcanzaron las puertas, había una fila interminable de carros y gente de a pie esperando entrar. Unos soldados examinaban la caja de cada carro, pedían documentos, interrogaban exhaustivamente a todo el mundo.
—Me parece que más o menos en un mes lograremos entrar–observó Gurlok, quien cargaba con Amsil.
—Ni hablar. Adelantémonos un poco–propuso Azrabul; y añadió, dirigiéndose a Amsil–. Me temo que tendrás que bajar de ahí hasta que logremos entrar. Esto podría complicarse un poco.
Pero no hubo complicación. Se abrieron paso entre la muchedumbre pidiendo cortésmente permiso o en su defecto a los empellones. Algunos hombres se volvieron hostilmente hacia ellos buscando camorra, pero al ver la talla de aquel par de energúmenos y la mirada siniestra de Azrabul se ponían a tartamudear disculpas.