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La corona de luz 1. Eduardo Ferreyra
Читать онлайн.Название La corona de luz 1
Год выпуска 0
isbn 9789878707037
Автор произведения Eduardo Ferreyra
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Parece ser lo que el ermitaño llamaba un bosque–comentó Azrabul, señalando la lejanía–. Vayamos a ver. Este sol ya me está hartando.
Hacia allí se dirigieron. El pedregal había cedido paso al matorral, éste se convirtió en monte y más tarde apareció efectivamente un bosque, cada vez más tupido, mayormente de encinas y robles, que parecía temblar ante el paso de los colosos. No era tan denso como Azrabul y Gurlok hubiesen deseado, pero quedaron medianamente conformes. Aquí y allá ruidos furtivos delataban a fieras en fuga.
Era primavera entonces, y el bosque estaba lleno de sonidos inidentificables para Azrabul y Gurlok. Este último fue a explorar un poco los alrededores. Azrabul, mientras tanto, dejó a Amsil en tierra. Para su sorpresa, el muchachito se había dormido, así que lo acostó con gran ternura sobre un colchón de hojarasca.
La estación ponía en celo a las bestias del bosque. De hecho, buena parte de los sonidos que se oían los producían machos desafiándose mutuamente o luchando entre sí por la posesión de las hembras. Azrabul ignoraba todo esto y no era tan curioso como su compañero. De hecho, hasta de sí mismo ignoraba casi todo: reflexionar no era su fuerte. Pero en cambio sentía muchas cosas; entre ellas, que se hallaba en celo casi perpetuo, que era bueno luchar con Gurlok y que era glorioso poseerse mutuamente luego. Así que, más bestia que las bestias. buscó a su camarada y al encontrarlo, cayó impetuosamente sobre él, riendo con salvaje alegría. Gurlok reaccionó con la misma feroz euforia. Cayeron al suelo trabados en feroz y duro aunque incruento combate corporal.
No es menester abundar en detalles sobre lo que siguió entre ellos, y en cambio debemos aclarar que Amsil. lejos de estar dormido, había fingido con la esperanza de poder huir aprovechando un descuido de ambos colosos. Como hemos visto, la ocasión no demoró en presentársele. Tampoco demoró él en incorporarse; pero luego permaneció un rato paralizado, estúpidamente, hasta que pareció decidirse a consumar su proyecto de fuga y avanzó unos pasos en cierta dirección. Entonces volvió a paralizarse de nuevo; porque acababa de oír algo a sus espaldas, algo que le puso la piel de gallina. Se parecía vagamente a lo que solía oírse por las noches tras las puertas de ciertas habitaciones en la posada, pero Amsil sabía que tras cada una de esas puertas había siempre un hombre y una mujer. Ahora, en cambio, tenía lugar una abominación, un sacrilegio que los dioses vengarían. La prudencia aconsejaba poner pies en polvorosa. Ser testigo de goces prohibidos lo haría maldito a él mismo.
Pero pese a ello y a saber perfectamente qué iba a encontrar, volvió sobre sus pasos y siguió los ruidos, que consistían en jadeos, roncos gemidos de placer e indicios de movimientos bruscos. Avanzó como un poseso, muy en contra de su voluntad, deseando poder dominarse y diciéndose a sí mismo que lo sensato era quedarse con la duda; admitiendo, claro, que hubiera duda posible. Y fue así que sus horrorizados ojos vieron finalmente aquello que tanto temían: a Azrabul y Gurlok fornicando licenciosamente al amparo de un roble, con una depravación que parecía un blasfemo reto al cosmos.
Un pavor sin nombre se apoderó de Amsil. Echó a correr desesperado, casi sin mirar por dónde iba; pero fue un descomunal error, porque tropezó con una enorme raíz justo en un sitio en el que el terreno descendía en forma bastante pronunciada, rematando en un tramo prácticamente vertical. Así que rodó entre piedras, plantas diversas y llenas de espinas algunas de ellas, y más raíces, hasta que por último se dio un buen porrazo; y quedó allí tendido cuan largo era, con ganas de llorar y maldiciendo el día de su nacimiento. Así suelen reaccionar quienes, por crecer sin amor o sin sentido intensamente, interpretan cada cosa que les sucede como un castigo a su mera existencia.
Mucho tiempo habría permanecido así, de no mediar el hecho de que bajo el muchacho la tierra comenzó a moverse. No pudo reprimir un alarido asustado. Había oído hablar de los terremotos, pero no los había donde era originario, ni los relacionó con lo que ocurría ahora, porque el temblor ocurría sólo en un área reducidísima. Se interrumpía por breves instantes, pero luego reanudaba, cada vez con mayor intensidad y violencia. El suelo se estaba abriendo; los terrones brotaban y formaban un cúmulo que volvía a desmoronarse, cediendo paso a algo que luchaba por abrirse paso hacia el exterior. De repente todo pareció quedar en calma, salvo el propio Amsil, que observaba con inquietud el inexplicable cambio en el paisaje. La tierra ya no seguía abriéndose, pero un informe cúmulo de tierra y restos de vegetación se alteraba de modo casi indetectable. Entonces dos ranuras se abrieron en medio de aquella masa en sutil movimiento: un par de ojos amarillos con negras pupilas en forma de huso. A qué clase de monstruo pertenecían, Amsil lo ignoraba. Paralizado de horror, gritó de nuevo, y los ecos de su voz resonaron en la foresta.
Azrabul fue el primero en llegar al rescate, irreflexivo, atolondrado. No hubo auténtico valor en sus actos, sino sólo ímpetu instintivo y desesperación de ver en peligro a alguien que era importante para él. Ni siquiera entendió del todo qué estaba ocurriendo, y se arrojó sobre un par de temibles mandíbulas que se habían acercado a Amsil para intentar devorarlo. Las mandíbulas se cerraron, y sobre ellas, los potentes brazos de Azrabul. aferrando la muñeca izquierda con su mano derecha para impedir que se abrieran de nuevo. En vano la bestia sacudía su enorme cabeza en todas direcciones para sacárselo de encima.
Casi un segundo más tarde llegó Gurlok. El panorama lo asustó: un enorme monstruo escamoso de color verde musgo con manchones marrones y negros que se confundían con el suelo, provisto de larga cola que azotaba a diestra y siniestra, erguido sobre cuatro patas poderosas rematadas en garras semejantes a cuchillos, pujando por abrir esas mandíbulas que de modo tan loco Azrabul aprisionaba entre sus brazos, más a fuerza de sobrehumana voluntad que de músculos, aunque en efecto los tuviera, enormes y fuertes. De no haber sido por esa tremenda, demente voluntad, lo mismo él que Amsil habrían muerto, rápidamente devorados por el monstruo; porque Gurlok reaccionó al fin y acudió a ayudar, pero tardó bastante. Saltó al campo de combate y corrió hacia Amsil, ayudándolo a ponerse en pie.
—¡¡¡CORRE!!!–gritó; y el chico se alejó un poco, quedando fuera de peligro por el momento; pero muy lejos no quiso ir y mucho menos fugarse, porque se lo impedía la culpa mientras que para ayudar se sentía demasiado débil, cobarde e inútil.
Gurlok desenvainó su espada. Cualquiera que lo hubiera observado ese día y tuviera algún conocimiento de esgrima, no era el caso de Amsil, habría notado que apenas si tenía vagas ideas de cómo se usaba el arma. Pero mientras muerto de miedo contemplaba los movimientos y las armas naturales de aquella criatura había evaluado rápidamente sus propias posibilidades de vencerla, por dónde le convenía atacar, de qué debía cuidarse. Y ahora había llegado el momento de enfrentarse a su enemigo, que más que el monstruo era el miedo que le tenía. No podía demorar más. Tras dura resistencia al corcoveo en la cabeza de aquel ser, Azrabul había caído a tierra, completamente agotado, y una lengua larga y viscosa le apresaba el tobillo izquierdo, sin que él, en el límite de sus fuerzas, pudiera ofrecer la menor resistencia. Notó apenas cuando la lengua enrollada alrededor de su tobillo aflojó la tensión, cercenada por un tajo de filoso acero; como a duras penas, también, oyó la voz de Gurlok desafiando a la bestia para que centrara su atención en él y olvidara a su compañero. Y entonces notó, más nitidamente pese a su absoluto aturdimiento, otros detalles; un cuerpo flacucho abrazado a él, una voz llorosa suplicándole que se pusiera de pie, un semblante arrasado en lágrimas que se inclinaba sobre el suyo. Hizo un esfuerzo por incorporarse, y Amsil quiso ayudarlo, pero era ingenuo de parte de éste creer que su físico enclenque aguantaría el peso de un coloso como Azrabul. Así que quedaron abrazados ambos así como estaban, aunque Azrabul tumbó a Amsil, hasta entonces en cuclillas, para luego, haciendo un supremo esfuerzo, colocarse sobre él apoyado en cuatro vacilantes miembros, obviamente tratando de que su corpachón sirviera de amparo al chico; pero su rostro feo y malvado estaba contorsionado en un rictus de atroz dolor. Parecía un cruel demonio decidido a inmolarse para salvar a un ser cuya inocencia