Скачать книгу

encogió de hombros y no respondió, así que el primero, debiendo tomar solo esa decisión, paseó la mirada por los alrededores para inspirarse, y no encontró más que el plato del único comensal allí presente, el guerrero–. ¡Eh, tú!–dijo alzando la voz, en el idioma local, pero siempre con acento bárbaro. El guerrero, fastidiado, le dedicó su atención–. ¿Cómo se llama eso tan sabroso?

      El guerrero resopló.

      —¡Mierda!–exclamó, sin que quedara claro si aquello era una respuesta burlona o una imprecación.

      Mientras tanto había regresado Amsil, severamente reprendido por el posadero, y se acercaba a la mesa, cohibido y vacilante, para atender a aquel par de energúmenos. Al acercarse, también él sintió la vaharada pero, curiosamente, le agradó. Era una mezcolanza de olor a sudor y a bolas, a cuero y a humo, a pie hediondo y a culo; y aun así, le agradó.

      —Pero qué muchacho tan apuesto–dijo el de la barba chivesca, comiéndose al chico con la mirada; y al instante su compañero, lacónico como siempre, lo premió con un puntapié por debajo de la mesa. Amsil se puso colorado, y temió que aquel sujeto de traza diabólica fuera a violarlo; pero mejor violado que muerto, que era lo que había temido en primer lugar–. Tráenos dos platos de buena mierda, por favor–añadió, muy orgulloso de su amabilidad y refinamiento.

      Amsil, por supuesto, quedó perplejo.

      —Enseguida, señor–replicó como un tonto; y no sabiendo si había oído mal, si aquellos forasteros tenían tan repugnantes apetencias culinarias o qué, fue a buscar al posadero y le refirió lo que acababa de suceder.

      El hombre reaccionó con irritación.

      —Tú siempre el mismo inútil–rezongó–. Si no entiendes qué te pidieron de comer, ¿por qué no te haces repetir?–y Amsil, avergonzado, respondió algo en un hilillo de voz–. ¡Más fuerte! No te oigo.

      —Me da miedo–musitó Amsil, bajando la cabeza, humillado.

      —Una jovenzuela recién desflorada es más hombre que tú. No me sirves para nada. Tendré que hacerme cargo yo… como siempre.

      Y el posadero fue a atender él mismo a los dos extraños clientes, y así los vio por primera vez; pero incluso desde lejos, le dieron un gran miedo también a él. Aquellos gigantes de melena desgreñada, más feos que todos los demonios del infierno, parecían hambrientos, enojados y capaces de devorar vivo a cualquiera que les hiciese repetir la orden. Oró por su vida y se acercó a la mesa de los singulares clientes. Ya desde cierta distancia lo repelió la vaharada que despedían los sujetos, pero el susto es excelente estímulo para disimular reacciones así.

      —Disculpad, señores–dijo–, que no os haya atendido yo mismo desde un principio, así habríais tenido que esperar menos. Amsil es un zoquete bueno para nada, os aseguro que no vale la comida que desperdicio en él,,,

      Los dos forasteros intercambiaron miradas perplejas y se volvieron a un tiempo hacia el posadero, cuyo nerviosismo se incrementó. Los tipos parecían vagamente molestos, y él ya se imaginaba cortado en trocitos.

      —¿Podría saber, señores, a quiénes tengo el inmenso honor de servir?–preguntó.

      —Me llamo Azrabul, y él es Gurlok–contestó el de la barba de chivo.

      —¡Ah!–exclamó el posadero, sin hallar nada mejor para decir y sonriendo tontamente–. ¿Y de dónde vienen?

      —Del país de los Gorzuks–replicó cortésmente Azrabul, rascándose el mentón y mirando al posadero como si éste fuera un animal exótico de esos que los príncipes gustan tener en sus zoológicos privados y él se esforzara por tratar de entender de qué criatura se trataba.

      —¿Y… qué país es ese?–preguntó el posadero, cada vez más inquieto.

      Azrabul tardó en responder. No dominaba bien el idioma local y no estaba muy seguro ni de qué se le preguntaba, ni de conocer la terminología para que se le entendiera.

      —En las montañas, en el gran caldero–dijo.

      —¿Caldero? ¿Se refieren a un valle?

      —No, no… Más profundo, adonde vuestro sol no alumbra.

      —¿Y nuestra comida, qué?–preguntó Gurlok, irritado, hablando por primera vez desde su ingreso a la posada; y pronunciaba el idioma local tan torpemente como su compañero.

      —Sólo quería saber con qué vino querrían acompañarla–respondió el posadero, intentando disimular su terror creciente y ya casi incontrolable,

      —¿Vino?... Cualquier vino está bien, muchas gracias–dijo Azrabul.

      —Tendrán el mejor de la casa–aseguró el posadero–. Pronto Amsil les traerá la comida. Por cierto, ¿puedo preguntar qué plato pidieron?

      —Eh…–murmuró pensativamente Azrabul–. Mierda. Dos porciones de mierda.

      Habiendo averiguado lo que debía y más, el posadero se retiró sin demoras.

      —Toma un balde y ve a cagar–ordenó a Amsil–. Tú tenías razón, después de todo, y si mierda quieren, mierda habrá que servirles.

      —A lo mejor mierda significa, en slandorg, alguna otra cosa–sugirió Amsil, tras considerables titubeos.

      —No digas estupideces. Esos dos no son slandorgs, sino demonios que han tomado esa apariencia. Incluso nombres de demonios tienen… y vienen del Cráter–respondió el posadero, llevándose la mano a la hebilla de su cinto para precaverse del Mal.

      Ante esto Amsil empalideció, y una vez más tuvo miedo. Porque conocía la historia, aunque datara de unos años antes de que él naciera: en las montañas al otro lado de lo que ahora era un desierto, un objeto, al parecer una gran roca, se había desplomado desde los cielos, estremeciendo los cimientos rocosos de las poderosas cumbres y abriendo un profundo y siniestro socavón, un portal al mundo demoníaco. Los magos de la corte explicaron que los slandorgs se habían atraído la ira de los dioses debido a sus malvadas costumbres. Ahora habían desaparecido; el mundo estaría mejor sin ellos. Eso habían dicho, pero nada anticiparon acerca de los temibles seres que desde entonces abandonaban el Cráter cada noche y patrullaban las montañas, invisibles para los mortales que, no obstante, registraban su presencia valiéndose de los demás sentidos. Ya nadie en su sano juicio frecuentaba esas montañas, pero un anacoreta medio loco había ido a vivir allí, impulsado por una insensata curiosidad. Se ignoraba qué había sido de él, pero lo lógico era suponer que habría enloquecido del todo; y si las huestes diabólicas lo habían hallado, mejor ni imaginar su destino. También había quienes aseguraban que los slandorgs no estaban tan extintos como se creía, y que sus inmensos corpachones sobrevivían animados por espíritus malignos que los habían poseído; pero puesto que nadie se acercaba a las montañas en cuestión, se ignoraba de qué fuente procedía el dato.

      —Vamos, muévete–apremió el posadero a Amsil–. Quiero que coman y se vayan cuanto antes. No estaremos seguros en tanto ellos permanezcan aquí.

      —Pero es que no necesito ir a cagar–explicó el muchacho.

      —¿HAY ALGO

      QUE SEAS CAPAZ DE HACER BIEN?–gritó el posadero, con su habitual mal carácter espoleado por el miedo; y tomando un balde, se dirigió a hacer él mismo lo pretendido previamente de Amsil.

      El atribulado muchacho sintió un nudo de angustia en su garganta. Era un completo inútil, y saberlo lo obligaba a preguntarse qué absurdo destino o burla cruel lo mantenía vivo nada menos que a él, un error de la Naturaleza escarnecido por absolutamente todo el mundo, cuando todos los días la Muerte recogía el tétrico tributo con que oprimía tanto a la Humanidad como al resto de las criaturas vivientes y arrancaba llantos en miles de hogares. Cada noche se iba a dormir deseando no despertar al día siguiente; y cuando pese a ello despertaba con cada amanecer, maldecía lo mismo la hora de su nacimiento que la cobardía que le impedía

Скачать книгу