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que hicieron fue besarse, pero al día siguiente Sam fue a ver al líder del grupo, el señor Doug. Los dos tenían la misma edad, la misma jerarquía en la iglesia, pero no importó. Sam se arrepintió primero. Jake “lo había obligado a hacerlo”. Sam fue perdonado, rebautizado, quedó limpio de pecado. Jake casi fue excomulgado. No más grupos de jóvenes. No más miércoles a la noche ni viajes de evangelización. Lo único que podía hacer era acompañar a sus padres a la iglesia los domingos, nada más. Su madre lloró. Su padre lo golpeó y dejó de hablarle durante varias semanas.

      Unos meses más tarde, cuando Jake cumplió dieciocho, fue enviado al campamento de tres días en Arizona a cargo de un grupo de viejos maricas que simulaban no serlo. Escuchó un testimonio tras otro: Dios podía interceder. Dios podía hacerte hétero. Se te caería la venda de los ojos y, de la noche a la mañana, empezarían a gustarte las tetas.

      Jake lo intentó. Participó en todas las ceremonias, respondió todas las preguntas, cantó todas las canciones que hacían falta para tener una aureola. Quiso ser un buen cristiano. Quiso que su padre se sintiera orgulloso de él. Quiso amar a Dios y que Él lo amara.

      Jake abre los ojos. En la pantalla, DannyK sigue con lo suyo. Los comentarios se suceden, plagados de imágenes y gifs. Los bips y los dings a tope. Alguien tipea: ¡Dale, puto, dale!

      A Jake se le bajó. Cierra la laptop de un golpe. Desde la cocina, oye a la madre de Thad en el teléfono.

      Se abre la puerta del dormitorio y Thad asoma la cabeza.

      —Ya están viniendo —dice—. Michael está bien. Sólo le dieron unos puntos.

      —Me alegro —dice Jake.

      Nunca le interesó mucho el hermano de Thad, porque el hermano de Thad nunca mostró interés por él, pero tampoco quería verlo sufrir.

      —Tal vez quieras vestirte para cenar —dice Thad.

      Se miran fijo. Jake no piensa disculparse por su impulso sexual. Sin embargo, se siente mal. Thad es hábil para generar culpa. Jake se especializa en sentirse culpable.

      La panza de Thad roza el picaporte. Esa remera. Antes le llegaba hasta la bragueta, ahora apenas le cubre la cintura. Thad es piel y hueso, salvo por la panza. Salvavidas. Cabe señalar que, más de una vez, cuando caminan por Brooklyn Jake atrae todas las miradas, y muchos parecen preguntarse por qué estará con Thad.

      Thad sale de la habitación y cierra la puerta.

      Un trueno. Jake no mira afuera. No quiere ver las lanchas policiales, el lago. Chequea su teléfono. Un mensaje de texto. Marco.

      Lo de mañana es un error. No tendría que ir, y aunque sabe que no tendría que ir, irá.

      Culpa de la curiosidad. Culpa del destino. Culpa de Facebook. Cuando Marco le envió un Imed y dijo que vivía en Asheville y cuando una semana después la madre de Thad llamó e insistió en que visitaran el lago antes de fin de mes, la oportunidad resultó demasiado propicia como para ignorarla. Asheville lo espera, a una hora de distancia. Lo único que falta es que Thad se sume.

      Toda relación abierta tiene sus reglas, y estas son las suyas: siempre juntos. Sólo si ambos están cómodos. Nunca con un ex.

      Una especie de mantra: Siempre. Sólo. Sin ex.

      Durante dos años esas reglas les funcionaron bien. Al principio, Thad no estaba tan convencido de tener una relación abierta, pero Jake no habría aceptado otra cosa. No soportaba que le impusieran restricciones, ni la iglesia ni los hombres. Mejor ser pillo que monaguillo. Mejor pasar una mala noche que sufrir el tormento de no saber qué habría pasado.

      Pero Marco es diferente. No sólo es un ex; es el debut de Jake, su primer amor. Con Marco, juntarse a almorzar no significa solamente juntarse a almorzar, ¿verdad?

      ¿Mañana?, dice el mensaje de Marco. ¿Quedamos así?

      Quedamos así, responde Jake. No menciona a Thad. Le manda una serie de emoticones de besos y abrazos, lo suficientemente boba como para no significar nada en caso de que Thad le revise el teléfono, pero lo suficientemente clara para significar algo para Marco, si fuera necesario.

      Jake se levanta y guarda la computadora en su mochila. Se pone el calzoncillo y los pantalones.

      Afuera el viento hace sonar las ramas de los árboles. Más allá de los árboles, el lago tiene olas y las lanchas han abandonado la bahía.

      Jake se agacha y busca la birome de Thad. La encuentra bajo el escritorio. No es linda, es una Bic: cuerpo blanco, punta negra, de las que vienen envueltas en celofán en paquetes de diez. Thad es capaz de escribir con cualquier cosa, una cualidad que a Jake le resulta adorable. Y molesta. Tapa la birome y la deja sobre el escritorio.

      Todavía falta un rato para cenar. Tendría que hacer algo productivo. Se tomó el trabajo de pasar los óleos por los controles de seguridad, completó los formularios correspondientes, aunque al final no los necesitó. La mujer de seguridad no les prestó la menor atención. “Pinturas”, dijo Jake, y ella lo dejó seguir por el pasillo, rumbo al avión. La trementina y el barniz no hubieran pasado, pero si necesita un diluyente puede utilizar un poco del combustible de la cortadora de césped. Tiene un par de telas y chinches para estirarlas y llevárselas húmedas a casa. Tiene pinceles y paleta. Tiene su caballete de viaje plegable. Excepto espátulas, tiene todo lo que necesita.

      También tiene un secreto.

      Jake Russell, la estrella de Bushwick, el artista más joven de la galería de Frank DiFazio, el hombre a quien Artforum llamó Nuevo Simbolista del Siglo Veintiuno y el Munch de los Estados Unidos, no pintó un solo cuadro en seis meses.

      7

      Crepúsculo, o no del todo crepúsculo. Esa hora cadavérica poco antes de la cena… fatalidad.

      Lisa está sentada a la mesa de la cocina. Tiene hambre, y el olor del pollo y el romero y las cebollas la hace tener más hambre. Ante ella, medio melón sobre un plato en un charco de su propio jugo, el centro a medio derretir como una geoda prolijamente partida. Sólo tiene que hundir la cuchara en la maraña de semillas en el centro de la fruta, pero la cuchara se siente pequeña en sus manos, la tarea excesiva.

      Richard ya tendría que haber vuelto.

      Las ventanas están sucias y Lisa se levanta para limpiarlas. Corre el pestillo, abre una. El lago se puso gris. Las lanchas ya se fueron.

      El viento sacude el mosquitero y expulsa a un escarabajo: caparazón esmeralda, patas como ramitas. El mosquitero está rojo de óxido. Lisa no recuerda cuándo se limpiaron por última vez las ventanas. No recuerda cuándo fue la última vez que Richard o ella barrieron o lavaron el piso de la cocina. La negligencia podría significar que no merecen la casa. No importa. Pronto no tendrán ninguna casa a la que ir y no limpiar.

      En el alféizar, el insecto yace panza arriba, una acusación. Los truenos estremecen la ventana en su marco y al menos esto le da algo útil para hacer.

      Junta todos los baldes de la casa y los pone en su lugar, las manijas caídas parecen sonrisas. Un balde recoge el agua que cae de las canaletas; otro recibe las gotas de una enorme gotera con forma de tarántula.

      Está todo podrido, dijo el inspector mientras bajaba del techo por la escalera de mano. Lisa temió que la venta no se realizara, pero los compradores no se inmutaron. Y entonces supo que no estaban ahí por la casa. Dentro de una semana, las mejores décadas de su vida quedarían reducidas a polvo por una topadora.

      Lisa ya no volverá a ver el culito de Thad galopando sin ton ni son por la casa (cuando empezó a caminar, tuvo una etapa en la que le gustaba correr desnudo). Tampoco verá a Michael alzar un bagre, retorciéndose, mientras sube la cuesta. Ni estudiará un martín pescador con su cresta punk y su pico grueso desde el porche.

      Tampoco recorrerán las montañas, dentro de unos años, y encontrarán el camino de entrada y tocarán el timbre. “Nosotros vivíamos aquí.” No dirán nunca esa frase con la esperanza de que les hagan un

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