Скачать книгу

puerta mosquitero golpea y Lisa se encuentra con él en el jardín. Lo ayuda a cargar el cooler y descansan en el primer escalón del porche.

      —¿Lo encontraron? —pregunta Lisa. Y Richard niega con la cabeza. Ella estuvo llorando, tiene la cara hinchada, roja—. Llamó Diane. Le dieron varios puntos a Michael, pero estará bien. Necesitan que vayamos a buscarlos.

      —Iré yo —dice Richard.

      El helicóptero, que ya se marcha, pasa sobre sus cabezas. En la bahía, los buzos se trepan a sus lanchas.

      —¿Ya se han rendido? —pregunta Lisa.

      Richard no lo sabe. Supone que es por el clima, le toma la mano.

      —Pobre gente —dice Lisa—. Pobre niño.

      —¿Vas a estar bien? —pregunta él.

      —No —dice ella—. Por supuesto que no.

      Se levantan y llevan el cooler hasta el final del porche, después Richard entra a la casa detrás de Lisa.

      6

      En sueños, Jake corre. Su padre lo tiene en la mira. En sueños, la Remington no tiembla y la bala, cuando llega, es un rayo que le atraviesa la espalda.

      En sueños, él está en Phoenix en el campamento Road to Manhood. Reza y reza y reza, pero sigue siendo gay. Los hombres le gritan. El supervisor del campamento le apoya su pene erecto en la espalda.

      En sueños, su padre lo llama tragasables, puto, maricón.

      En sueños, su padre dice: tú no eres mi hijo.

      Del sueño, Jake despierta y Thad lo está mirando desde la otra punta de la habitación.

      —¿Cuánto tiempo dormí?

      —No mucho —dice Thad—. Mi papá fue a buscar a Michael y Diane. Mamá está preparando la cena. Puedes dormir más si quieres.

      Jake se incorpora. La toalla se desliza de su cintura y está desnudo en la cama. Thad está sentado ante el escritorio que sus padres compraron para esa habitación cuando insistió en que era poeta y necesitaba un lugar donde poder trabajar en el lago. Es de esos con tablero rebatible.

      —¿Cómo se llama ese tipo de escritorio?

      —Secreter —dice Thad.

      Vuelve a lo que estaba haciendo: escribir en uno de los pequeños anotadores que lleva consigo a todas partes, cosa que a Jake le resulta insufrible. Jake nunca lleva encima un bloc de dibujo, jamás. Tal vez los poemas de Thad son aceptables. Jake no lo sabe. En el caso de las pinturas, le basta con mirar un cuadro para decir en dos segundos si es bueno, qué buscó el artista y cuánto tardó —o debería haber tardado— en pintarlo. Si le gusta o no la pintura es irrelevante. Lo que importa es la convicción, la evidencia de un buen manejo técnico. Thad tiene convicción. En cuanto al resto, Jake no está tan seguro. El mundo de los poemas de Thad es borroso, como una luna avistada a través de un telescopio retrógrado. Pero, de todos modos, Jake no entiende nada de poesía.

      Se levanta; va hacia el escritorio y aferra los hombros de Thad. Le hace masajes y Thad deja la birome. Cierra el anotador.

      —Por favor no —dice Thad—. Quiero terminar esto.

      —Termínalo —dice Jake—. Nadie te lo impide.

      Continúa el masaje. La remera de Thad es azul y rugosa, con cuello, el lagarto de Lacoste con la boca abierta a la altura de la tetilla. Thad necesita remeras nuevas. El año pasado la ropa empezó a quedarle ajustada, y Thad le echó la culpa a la tintorería antes de admitir que era el orgulloso portador de lo que su amigo Wes llamaba un salvavidas. “Bienvenido a los treinta”, dijo Wes, y Thad miró a Jake con unos ojos que decían que de ninguna manera volverían a acostarse con Wes.

      Jake desliza las palmas por la espalda de Thad, levanta el borde de la remera y mete las manos debajo.

      Thad se pone rígido.

      —Dije que no. Dije por favor.

      Jake retira las manos.

      —Sólo quería ser amable.

      —No lo fuiste.

      Thad manotea su birome, que rueda del escritorio al piso.

      Jake se aleja de Thad. Saca su laptop de la mochila y la abre sobre la cama. Se pone cómodo, una almohada bajo la cabeza, y busca Chat-N-Bate, cliquea Male on Male, y después cambia de opinión y cliquea Male Solo.

      En la pantalla, un hombre sentado en una cama. La cama es larga y angosta y hay pósteres en la pared: Metallica, Korn, Tool. Una lámpara de lava y una pila de libros comparten una mesa. Es la idea que tiene un treintañero de un dormitorio universitario, y este hombre tiene treinta como mínimo. Pero Jake compra. El look universitario rinde bien, y así se consiguen muchas propinas. Jake nunca da propinas, pero le gusta mirar.

      El hombre en la pantalla tiene el torso desnudo.

      Los jeans a la altura de los tobillos.

      Está depilado, la tiene larga y sin circuncidar. Se estira la pija mirando a cámara como si viera a Jake a través del lente. Por supuesto que no puede, pero esa es la ilusión: hacer que el otro se sienta visto.

      Su nombre artístico es DannyK. Al costado de la transmisión en vivo aparecen los comentarios de los espectadores. Se escucha un bip cuando postean algo y un ding cuando dan propina. Supuestamente, los efebos más atractivos se hacen ricos con esto, aunque Jake nunca vio que nadie dejara más de cincuenta en una hora. Una manera bastante difícil de ganarse la vida. No puede imaginar cómo sería pajearse tanto. Tres, cuatro veces al día está bien… ¿pero una vez por hora durante ocho horas seguidas todos los días? Se te irritaría la piel. O te aburrirías. Tal vez no te aburrirías. Jake no concibe la posibilidad de aburrirse del sexo.

      Ahí está el chico, dale que te dale en la pantalla, hasta que Jake tiene una erección. Levanta la vista. Thad lo está mirando.

      —¿Me estás cargando? —dice Thad.

      Se levanta del escritorio, guarda su anotador en el bolsillo y sale de la habitación.

      Jake cierra los ojos. Siente el calor de la laptop en el estómago, frío donde el ventilador de la máquina sopla aire sobre su piel.

      Tenía dieciséis años cuando su padre lo encontró masturbándose. La masturbación por sí sola, dada su religión —baptista del Sur— y su iglesia —Iglesia del Glorioso Redentor, en el campus de West Memphis—, ya era algo bastante malo. Pero a Jake no sólo lo atraparon masturbándose, lo atraparon masturbándose con porno. Y no sólo lo atraparon masturbándose con porno, lo atraparon masturbándose con porno gay, un triplete megapecador que le garantizaba una eternidad de tridentes y fuego.

      Su padre no lo golpeó, no esa vez. En cambio, abrió la Biblia de Jake. La Biblia había sido un regalo de cumpleaños, el nombre de Jake grabado en oro en una esquina de la tapa de cuero. Con la Biblia entre ellos sobre la cama, su padre lo guio a través de varios pasajes. Se salteó el Cantar de Cantares y optó por versículos que condenaban el pecado sexual. Su padre era versado en apologética y se metieron con el griego, con las múltiples interpretaciones de arsenokoites. Hablaron de David y Betsabé. La historia de Onán tuvo mucho protagonismo.

      Su padre admitió que los chicos de la edad de Jake tenían necesidades. No obstante, él no debía satisfacerlas bajo ningún concepto. No le ofreció alternativa, excepto reconocer que de vez en cuando Jake podía meter la pata, y que llegado ese punto su única esperanza era implorar perdón y rezar para que Dios hiciera desaparecer sus erecciones. Su padre también le aseguró que no era gay, que sólo estaba confundido.

      Jake no estaba confundido. En la secundaria, un amigo le había mostrado los videos de su padrastro. Las mujeres no le causaban ningún efecto. En cambio, descubrió que miraba a los hombres y después miró a su amigo. “No me mires a mí”, dijo el amigo. “Míralas a ellas.”

      En

Скачать книгу