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y glamoroso.

      ¿Para qué los baldes, entonces? ¿Por qué no dejar que el agua manche el piso?

      Porque la casa es suya. Seguirá siendo suya unos días más y Lisa cuida lo que es suyo.

      Sólo tiene que cancelar la venta. Sólo tiene que decir no. Pero eso es lo único que no puede hacer. Se requiere un sacrificio. ¿Pero un sacrificio a quién? ¿Para quién? ¿En nombre de… qué?

      Pero estas son las preguntas equivocadas. También podríamos preguntarnos quién es dueño de nuestro dolor.

      La primera vez que Lisa hizo el amor fue con un chico llamado Nick. En 1978. Ella estaba en los primeros años de la universidad, tenía veinte y lo hicieron en su Chevy Vega modelo 71. Conoció a Richard dos años más tarde. Poco después se casó con él, y ella insistió en que vendieran el auto. Richard se negó. Era un buen auto. Si Lisa odiaba el Vega, podía usar su Dart. Pero ella no aceptó. No quería ver a Richard conducir ese auto. El sexo significaba mucho para ella. El sexo marcaba todo lo que tocaba. De modo que vendieron el auto. Y si bien Richard no le había sido infiel en esta casa, ella había pasado todo el verano metida allí mientras él la engañaba. A esta casa regresó de la convención con el moñito torcido, y ella supo que las manos de otra mujer habían acariciado su cuello. Cuando Lisa lavó la ropa de Richard, la ropa olía a esa mujer.

      No, la casa del lago debe irse, hay que dar vuelta la página, enderezar el eje de sus días.

      Separar la paja del trigo y reubicarse: nuevo estado, nueva casa, nuevos pájaros, nuevos amigos, nuevas vidas. No es la única manera de seguir adelante, salvo que, como ya tomó su decisión, es así.

      Reacomoda los baldes. Es algo que hizo mil veces, pero los rituales de este tipo ofrecen consuelo, hay algo de seguridad en saber que, al menos, siempre que llovió paró.

      8

      Thad arrastra un mazo de croquet por el jardín, sobre los hormigueros, el pasto sin cortar. Hay una pelota roja de madera hinchada por la humedad junto a un aro. Thad se agacha para recogerla de una mata de diente de león.

      Ayer su padre sacó el juego del garaje, desenvolvió los mazos y colocó los aros en el pasto, aunque nadie se acercó a jugar. No es que supieran jugar al croquet. La versión familiar del deporte implica golpear pelotas al azar y otorgar la cantidad de puntos por aro que se hayan acordado previamente. Las reglas oficiales están escritas en el reverso de la caja, pero Thad nunca las leyó. Discutir los aspectos más sutiles del croquet le parece un pésimo simulacro de una escena de El gran Gatsby. Sus padres pueden ser dueños de una casa en el lago, pero esa casa sigue siendo un tráiler reciclado, comprado antes de que se corriera la voz sobre Lake Christopher, Carolina del Norte, y el tipo de Home Depot comprara medio lago.

      Que el padre de Thad haya sacado el juego de croquet, entre todas las cosas, confirma un temor creciente: sus padres quieren resucitar el mundo entero en una semana, todo lo que aman de este lugar. Todos los paseos en el bote y las excursiones de pesca. Todos los pícnics. Todos los juegos: la herradura, los dardos, los naipes. Una marcha forzada por el camino de la memoria.

      Jake ama los juegos de la casa del lago, ama competir. Lo que sea que hace vibrar al padre de Thad también hace vibrar a su novio. Para Jake la vida es arte, sexo y deportes. Eso, o bien el arte y el sexo son deportes. Jake se toma las tres cosas como una competencia. Las pelotas de croquet resplandecen en el ocaso. Thad saca su Moleskine del bolsillo, pero no tiene birome. Podría entrar a buscar una, pero no quiere cruzarse con Jake. Resplandecen en el ocaso. Y él dice que es poeta. Una bosta.

      Retira los aros y los guarda en la bolsa. Encontró un mazo y hay otro en la caja. Faltan dos. Recorre el jardín rezando para no toparse con una víbora y encuentra el tercer mazo en el pasto. Está estropeado, tiene la cabeza carcomida.

      Cuando Papá no estaba mirando, el hermano de Thad reventaba babosas con el mazo. Michael llamaba Cazababosas 3000 a su mazo de croquet preferido. Alzaba el mazo, gritaba “¡Remátala!” al estilo Mortal Kombat, y ejecutaba el golpe fatal. Lo que quedaba era mágico, un charco reluciente de mercurio fermentado. Una vez Michael reventó un caracol, que, a su entender, no era más que una babosa con sombrero. Pero el crujido que acompañó al golpe fue demasiado. Michael vomitó. Thad lloró. Nunca volvieron a matar una babosa o un caracol.

      La tormenta está cerca, la sombra de Thad se alarga sobre el pasto. Las barrigas de las nubes se iluminan. Encuentra el último mazo y entra al garaje justo cuando empieza a llover.

      El garaje, separado de la casa, nunca se usó para guardar autos. Ahora está abarrotado de todo lo que alguna vez llenó la casa. Cajas apiladas en equilibrio precario, el color uniforme del cartón de U-Haul. Ninguna está etiquetada, típico de sus padres. Los profesores distraídos. Pero Thad no quiere mover esas cajas. Las cajas que busca son largas y blancas.

      En la secundaria coleccionaba cómics. En la universidad también, antes de dejar los estudios. Coleccionaba X-Men, principalmente, hasta que abandonó a sus amados mutantes cuando Matt Fraction dejó de escribir el cómic y los X-Men dejaron de tener sentido. Todavía hojea alguno de vez en cuando. En los últimos, Gambit y Rogue, los Ross y Rachel de los superhéroes, finalmente dieron el sí, algo que lo hubiera enloquecido de entusiasmo veinte años atrás. Hoy por hoy, cambiaría a la pareja por unos cuantos X-Men gays en cualquier historia central para la trama.

      La mayoría de sus cómics viajaron desde Ithaca hasta la casa de Jake, pero, dado que Thad pasaba los veranos en el lago, el resto quedó aquí. Aunque no es un completista, le gustaría reunir todos sus cómics en un solo lugar. Le llevará tiempo releer los mejores guiones. Quizás le convenga buscarlos en eBay. No sabe cuánto valen. Unos pocos miles de dólares, probablemente. Lo suficiente para mantenerse uno o dos meses en caso de que…

      Pero Thad no quiere obsesionarse con ese en caso de que.

      Mueve cajas y reordena pilas, pero las cajas largas y blancas no aparecen por ningún lado. A menos que las hayan metido dentro de otras cajas, no están. No puede ser. Sus padres jamás habrían tirado sus cómics a la basura. Él no es el protagonista de una fábula con moraleja pasada de moda.

      Encuentra el viejo telescopio de la familia sano y salvo en su polvoriento estuche de cuero. Lo levanta y la manija se desprende. El estuche cae ruidosamente al suelo. Thad suelta la manija, se pone el estuche sobre el hombro como un rifle, baja la puerta del garaje y corre bajo la lluvia hasta la casa.

      Su madre está en la cocina. Un voluminoso pollo asado acaba de salir del horno y el aire huele a romero, la casa está caliente.

      —Encontré el telescopio —dice. Vuelve a comportarse como un niño. Pese a sí mismo, quiere que su madre esté orgullosa de él.

      —Bueno, pero no desordenes el garaje. Los mudadores cobran más si las cajas no están apiladas.

      Thad apoya el telescopio sobre la mesa, después va hacia la mesada donde su madre bate manteca derretida en un bol. La mesada tiene forma de herradura y él está parado frente a ella.

      —¿Recogiste el juego de croquet? —pregunta su madre.

      —Sí.

      Dentro de un par de días, como máximo, todos volverán a adoptar sus roles familiares: su padre insociable, su madre asfixiante. Michael malhumorado. Thad compitiendo por el amor de todos.

      —¿Los mazos en la caja y los arcos en la bolsa? —pregunta ella.

      —Aros.

      —En Inglaterra, donde se creó el deporte, son arcos.

      Thad sonríe.

      —Una interpretación muy liberal de la palabra deporte.

      Su madre unta el pollo con manteca usando un pincel de cocina. La piel está dorada pero todavía no alcanzó esa textura marrón crocante que es su sello de fábrica.

      —No he visto a Jake en toda la tarde —dice su madre.

      —Está pintando —miente Thad—. Tiene que trabajar

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