Скачать книгу

que no combinan. Fue un error que Nico le dejara su imperio a Teddy. Teddy es el único hijo del muerto, drogón a perpetuidad, que desde que heredó la heladería dos años atrás la ha usado como fachada para traficar otras cosas que probablemente no han perjudicado la venta de helados.

      Sí, si lo que buscas es drogarte en Highlands, Nico’s es el lugar. Pregunta por el panzón, el que transpira como un cerdo, el de los tatuajes de cobras gemelas (una en cada antebrazo). Ese es Teddy, y Teddy no es un vendedor cualquiera. Vende cannabis. Índica, sativa, híbridos, cruzas, flores, armados, comestible. Cualquier cosa que Thad pueda conseguir en Brooklyn puede encontrarla más barata y de mejor calidad en el arcón de caoba de Teddy.

      Nico’s suele estar atestado por la noche, pero es tarde. La multitud que visita la heladería después de la cena llegó y se fue. Es probable que la lluvia haya ahuyentado a los clientes. Todo está mojado: la escalera, la fachada llena de hongos, el logo de Nico’s pintado de color rosa, que se desprende de la vidriera junto a la puerta color rosa. Thad sostiene la puerta para que pasen todos excepto Michael, que nunca permite que nadie le sostenga la puerta, que siempre deja pasar al otro primero.

      Adentro, la heladería está vacía. El hombre que debería estar detrás del mostrador no está detrás del mostrador, cosa que alarma a Thad. ¿Y si arrestaron a Teddy? ¿Y si está muerto? Thad no sabe si podrá dormir esta noche sin fumarse un canuto. De pronto, un olor invade la heladería. Un olor que Thad ya olió antes, un olor corporal compuesto de transpiración, marihuana y sopa de pollo. El olor es seguido por el estrépito, detrás del mostrador, de las puertas blancas estilo saloon. Una panza atraviesa las puertas, seguida por el resto de Teddy.

      —¡Thaddeus! —brama. Teddy le vende a Thad desde que eran adolescentes, cuando vendía bolsitas de prensado baratas que sacaba del baúl de su Corolla destartalado, lleno de calcomanías en los paragolpes. Son amigos, si es que se puede ser amigo de un dealer que ves dos veces al año.

      Teddy se acerca al mostrador, pero la enormidad de su panza se impone. Thad lo compadece un poco. Pero lo que Thad no puede comprender es el desaliño generalizado de Teddy. La camisa a rayas blancas y rosas y el sombrero de papel de Nico’s han desaparecido. En cambio, Teddy usa una gorra de los Boston Bruins con la visera hacia atrás y una remera Mossimo color té que Thad recuerda fue blanca alguna vez. La remera es ajustada como una camiseta, las tetillas de Teddy sobresalen como botones. Del cuello de la remera asoma una mata de vello enrulado, púbico y obsceno. Saddam después de la captura, ese es el look que Teddy cultiva. Saddam con gorra de hockey.

      Teddy extiende una mano carnosa, que Thad estrecha. Los únicos que saben que ese hombre es el dealer de Thad son Michael y Jake. El resto, que piensen lo que quieran.

      Teddy se dirige a la bacha detrás del mostrador, se lava las manos y se pone los guantes de látex.

      Jake es el primero y hace su pedido, un pedido complicado que no figura en el menú. Si uno escucha a Jake pedir comida, jamás imaginará que se crio a base de leche y pan de maíz, de gallinas cuyas cabezas y plumas él mismo arrancaba. Al menos, así imagina Thad la infancia de Jake por lo que le ha contado, que no es mucho. “Cuéntame una historia”, decía Thad, y Jake respondía: “Había una vez un niño cuyos padres amaban a Dios más de lo que lo amaban a él”.

      Si hubiera conocido a Jacob niño, pero cuando Thad conoció a Jake, Frank ya había trocado a Jacob niño por una historia neoyorquina que los ricos pagaban cinco cifras el cuadro para escuchar. Suponiendo que la popularidad de Jake se mantenga en alza, será sólo cuestión de tiempo hasta que algún periodista inquieto haga la peregrinación a Memphis, empiece a golpear puertas y a recabar los testimonios de vecinos, familiares y amigos. Incluso así, Frank le encontrará la vuelta: ¡ratón de campo pelecha en la gran ciudad!

      El pedido de Jake es más largo que el pedido más largo que Thad oyó en una fila de Starbucks. Teddy tira de la visera de su gorra. Dejó de prestar atención hace rato.

      —Un momento —Teddy interrumpe a Jake—. ¿Vasito o cucurucho?

      Thad no necesita mirar para ver la expresión de enojo y consternación que se adueñó de la cara de su novio.

      Jake no es un mal tipo. Thad lo ha visto ceder el asiento en vagones de subterráneo atestados, lo ha visto detenerse para dejar veinte dólares en el jarro de una persona sin techo. Basta que vea un aviso de adopción de animales de Sarah McLachlan para que se ponga a llorar. Jake nunca se topó con un extraño o un animal que no le gustara. Pero los conocidos lo sacan de quicio. Por ejemplo, la familia de Thad. Thad está seguro de que a Jake no le gusta ninguno, excepto su padre. De ser así, el pobre Teddy está en el horno.

      —Vasito —dice Jake. Y después repite el pedido palabra por palabra. Al final agrega un por favor, aunque ese por favor parece más un ni se te ocurra equivocarte.

      Teddy frunce el ceño, se enjuga la frente con el dorso de la mano, y después prepara el helado de Jake con tanta rapidez y precisión que Thad comprende que se estuvo burlando de él todo el tiempo. Teddy sirve el resto de los helados y llama al padre de Thad, que nunca permite que pague otro.

      Cuando todos están afuera, sentados en sillas de plástico amarillas o acodados sobre un poste, vigilando el río en busca de peces, Thad pasa del otro lado del mostrador y sigue a Teddy atravesando las puertas vaivén. Al fondo hay dos baldes boca abajo, de esos blancos de veinte litros donde viene el helado. Entre los baldes, una tabla de aglomerado sirve como mesa improvisada, las patas son ladrillos de cemento. El arcón de caoba de Teddy está sobre la mesa y Thad apoya ahí su vaso de helado.

      —Tu novio es un pelotudo —dice Teddy, algo que sólo un viejo amigo que también es tu dealer puede decir.

      —Lo siento —dice Thad—. Fue un día difícil. Vimos algo.

      Pero no quiere hablar de eso, o quiere pero no encuentra las palabras. Mejor hacer lo que vino a hacer y marcharse.

      —¿Qué vieron? —dice Teddy.

      —Un ciervo —dice Thad—. Vimos cómo alguien atropellaba un ciervo.

      La mentira sale fácil, como una exhalación. Teddy se quita la gorra. Debajo, el cuello cabelludo blanco, el cabello castaño, un perfecto Fraile Tuck.

      —Hermano —dice Teddy—, qué horrible.

      —Sí.

      —Qué mierda.

      —Sí.

      —Bambi, “tu mamá ya no puede estar contigo”.

      Teddy abre el arcón y Thad se relaja con la familiaridad de la transacción.

      Thad necesita trabajo y bien podría dedicarse a esto. Podría vender marihuana sin ningún problema. Más de una vez, su terapeuta le sugirió que buscara trabajo. No tanto por el dinero —Jake tiene de sobra— sino porque esto es Estados Unidos. Porque en este país trabajo es sinónimo de autoestima y respeto por uno mismo. Y, para ser franco, Thad sabe que ser un poeta que prácticamente no publica no llena las horas de sus días. Pero la mejor razón es esta: no puede contar con Jake para siempre. ¿Y qué será de él cuando llegue ese día?

      Como mínimo, Thad necesita una rutina. Algo repetitivo, como una línea de montaje. La satisfacción de ponerle la tapa a kilómetros y kilómetros de envases de champú, o la serena familiaridad de chequear las costuras de la ropa y después deslizar tu tarjeta en el bolsillo: Inspector n.º 5. Thad podría ser el Inspector n.º 5. Nadie se mete con el Inspector n.º 5. Nadie escribe Necesita mejorar bajo el casillero Desempeño, como hacían las maestras de Thad en la primaria. Excepto que un bolsillo no puede conversar contigo. Un envase de champú no puede compartir su parecer sobre la última película de Spike Jonze. Y Thad necesita estar con gente. Cuando no está con Jake, está drogado o dormido. Nunca le gustó estar solo.

      Podría tomarse en serio la escritura. ¿Cómo hace Jake para estar parado durante largas horas y pintar el mismo cuadro día tras día? Thad se volvería loco encerrado solo en una habitación. Además, después de los primeros diez versos del poema, se desconcentra.

Скачать книгу