Скачать книгу

del horno y mete el pollo adentro.

      La casa está en silencio. Los truenos cesaron. Sólo se oye la lluvia sobre el techo y las gotas que caen en los baldes.

      —Mamá —dice Thad, pero no es el momento. Los ojos de su madre están cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho. El día fue demasiado denso y sería monstruoso preguntar por sus cómics extraviados.

      Mejor comer algo primero. Mejor jugar algún juego. Tal vez la semana pueda terminar bien después de todo.

      Thad piensa eso, después piensa en la otra familia, en el niño. De inmediato se siente egoísta, después débil por sentirse egoísta, después inhibido por sentirse débil. “Parálisis por análisis”, diría Steve, término que Thad está seguro de que su terapeuta robó de Alcohólicos Anónimos.

      Mañana Thad despertará e irá hacia la ventana. Si las lanchas están de vuelta, es porque no han encontrado al niño. Su madre llora. Él cierra los ojos.

      Sólo se puede hacer una cosa frente a tanto dolor. Drogarse hasta quedar dado vuelta.

      9

      Richard mezcla y Diane corta el mazo.

      Modificaron el Espadas para seis jugadores. Juegan en equipos de tres y van rotando. Richard anota la rotación y el puntaje.

      Están en la mesa de la cocina. Lisa preparó té, que sólo ella toma, y llenó un bol con pretzels, que nadie come. Nunca nadie come los pretzels, pero son lindos de ver, un pequeño montículo de tréboles calados. Afuera, la lluvia es copiosa.

      Richard reparte las cartas. Michael, Jake y él son un equipo; Lisa, Diane y Thad, el otro. Siempre ha sido así desde que Jake entró en escena. Richard juega mejor con Jake. Jake entiende el juego. Le sigue el tren a Richard. Y, lo que es más importante, juega para ganar. La ambición es fundamental. Por supuesto que juegan para divertirse en familia, pero no tiene nada de divertido jugar sólo para divertirse. Richard prefiere jugar y perder a que nunca gane nadie.

      Jake es un buen chico, encantador, exitoso. Un poco vanidoso, ¿pero quién no lo sería con semejante prestigio y fortuna a los veintiséis años? Richard lo mira y desea, Dios lo perdone, que sus hijos se parezcan más a Jake. Desearía haber sido él más como Jake, tener desde muy joven todo lo que quería. Richard llegó tarde al matrimonio, tarde a los hijos, tarde a su carrera. Quizás no sea demasiado tarde para sus hijos. Michael es inteligente. Y sensato. Y Thad está bien cuando toma sus medicamentos. Lo pasó muy mal en el invierno de 2005 y tuvo un segundo intento hace diez años. Pero Thad dice que eso ya pasó, y Richard quiere creer que es verdad.

      Lisa revuelve su té.

      En los juegos de naipes, Richard y su esposa hacen una pésima pareja. Treinta y siete años de matrimonio deberían traducirse en telepatía y guiños cómplices, pero Richard no tiene paciencia para las apuestas bajas de Lisa ni para sus olvidos de lo que se jugó en la mano anterior. Sólo hay cincuenta y dos cartas, querría decirle. ¡Despierta! Ama a su esposa. Saltaría delante de un ómnibus para salvarla. Pero odia cómo juega Espadas.

      Lisa retira el saquito de té de su taza, lo deja gotear y después lo apoya sobre la mesa. Su lugar en la mesa se destaca por la constelación que han dejado los saquitos de té sobre el lustre de la madera. Richard ve que no está concentrada en el juego. Él tampoco. Sólo que finge mejor. Finge satisfacción hasta sentirla, ese tipo de cosas.

      Cenaron en silencio, el pollo estaba duro, las verduras gomosas, lo cual no es habitual. No obstante, todos comieron. Todos dijeron lo rico que estaba el pollo, todos mintieron, todos supieron que todos mentían y no dijeron nada, porque eso hacen las familias. Lisa habló poco, Jake y Thad se ignoraron mutuamente, y Michael, bajo el fuerte efecto de los analgésicos, se llevaba la mano a la cabeza cada dos minutos para palpar el vendaje abultado, y Diane lo regañaba y lo obligaba a bajar la mano.

      La cena de la noche anterior también había sido incómoda, pero por otros motivos.

      —Su padre y yo —empezó a decir Lisa, y Richard vio cómo las caras de sus hijos se desencajaban al enterarse de que perderían la casa familiar.

      Richard vuelve a repartir las cartas. Que jueguen una última mano.

      —¿No tendríamos que irnos? —Diane se ha dirigido a todos los presentes, y Richard sabe que no tiene que responder.

      —¿Por qué, querida? —pregunta Lisa.

      Lisa siempre llama querida a Diane, pero nunca a Jake. Jake recibirá un tratamiento cariñoso cuando Thad y él se casen, supone Richard, no antes. Con Lisa, hay que ganarse las cosas.

      —Por lo que ocurrió —dice Diane—. ¿Queremos quedarnos?

      Ser testigos de que un niño se haya ahogado y seguir adelante, seguir jugando a las cartas. ¿No es irrazonable? ¿Están todos en shock y Diane es la única que puede pensar?

      Lisa sonríe la sonrisa de alguien que intenta no llorar y se enfurece al mismo tiempo.

      —¿Y a dónde iríamos? —pregunta.

      Deja que se vayan, quiere decir Richard. Libéralos, si eso es lo que quieren.

      No quiere lastimar a su esposa. Sólo quiere defender a Diane. Richard quiere mucho a Diane. Es buena con Michael, es amable con todos ellos, y sin embargo Lisa la trata con dureza, cosa que Richard no soporta ver.

      —Pueden irse si quieren —dice Richard—. Nos encantaría que se quedaran pero…

      Lisa frunce el ceño. Sus nudillos se ponen blancos aferrando al asa.

      —No vamos a culparlos si quieren cancelar la semana —dice Richard.

      Su esposa lo mira fijo. Quiere que él la mire a los ojos, y él no lo hace. La deja fuera de su campo visual, y sus ojos se concentran en el vendaje de Michael, el parche de gasa manchado de naranja por el Betadine. Cuando le saquen los puntos su hijo tendrá una cicatriz.

      —Al menos quédense a dormir esta noche —dice Lisa—. A la mañana, si todavía quieren irse, se irán.

      Mira a Richard pero se dirige a Diane. Richard mira a Michael. Michael se mira las rodillas.

      Jake toma un pretzel, cambia de opinión y hace girar el bol de cerámica, el bol es obra de Diane. Es buena alfarera, pero no tan buena con la pintura. No es Jake, por supuesto. Otra cosa que todos saben y nadie dice.

      Espada en alto, el rey de corazones observa a Richard desde su mano. La mano viene floja. Demasiadas pocas figuras para arriesgarse, demasiados triunfos para apostar nulo. A menos que Jake tenga muchas picas altas, empezarán mal pero luego podrán recuperarse.

      —Voy a buscar un trago —dice Richard, levantándose.

      —Yo también quiero uno —dice Michael.

      Su hijo bebe. Más de lo que debería. Más de lo que los otros parecen notar. Richard sólo ve a su hijo una semana en Navidad y una semana cada verano, de modo que puede ser una cosa de las vacaciones. Supone que si Michael tuviera un problema, Diane se lo diría. A menos que Diane sepa algo y tenga miedo de decirlo, así como Richard sospecha y tiene miedo de preguntar.

      Saca del freezer los dos últimos frascos de mermelada donde suelen guardar el aguardiente y dos vasos de la alacena. Sirve dos dedos en cada vaso. El aguardiente ilegal se llama Apple Pie y Richard jamás se cruzó con los lugareños que lo destilan. Marca un número telefónico, deja un mensaje, va en auto hasta el basurero municipal y después da una caminata de veinte minutos. Cuando regresa, el dinero bajo el asiento delantero desapareció y los frascos de aguardiente ya están en el baúl. Sus amigos de Cornell encontrarían difícil y peligroso este procedimiento, pero es algo de toda la vida. Es una cosa típica de Carolina del Norte y Richard la entiende. Esa gente es su gente. Nació sureño y morirá sureño, ningún título universitario puede cambiar ese hecho.

      Apoya el vaso delante de su hijo y se sienta.

      —No lo tomes de golpe —dice, y Michael

Скачать книгу