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enfrentar el mundo. No es como los otros. No tiene la brillantez de su padre, ni el talento de Jake, ni la gracia de Diane. No tiene el cinismo de Michael para sentirse protegido durante la noche, ni tampoco la fe de su madre para aferrarse a ella cuando las cosas se ponen difíciles. Quiere ser feliz. ¿Pero serlo sin un porro entre los dedos? ¿Cómo vivir sin el amor de otro? ¿Cómo ser feliz estando sobrio y solo?

      El balde sobre el que está sentado ya le resulta incómodo, hace demasiado calor, pero lo que hay en el arcón de Teddy es hermoso. En cada compartimiento un frasquito, en cada frasquito una flor, en cada flor una promesa: el mundo te echará de menos si te vas. Thad necesita creer eso.

      Su helado se derrite rápido, pero no está aquí por el helado, así que deja que se derrita.

      —Esta Blueberry es nueva —dice Teddy.

      Sostiene el frasquito a la altura del ojo y lo sacude un poco. A través del vidrio, Thad avista el cogollo verdiazul púrpura.

      —Es una índica, así que viene bien para relajarse. También tengo Northern Lights, un clásico, pero ya la probaste. Por el lado de las sativas, tengo una K2 y una Kiwi Green bastante buena. Y estas son las mezclas: Kushes, OG y Kandy. Y acá tengo otros híbridos.

      Teddy toca cada frasquito mientras habla. Sus dedos son largos, sus manos enormes.

      —Esta —dice Teddy—. Esta es una Blue Cross. Suficiente sativa para mantenerte alerta pero no tanta como para que creas que te persiguen fantasmas.

      —Quiero esa —dice Thad.

      —Excelente elección. Si quieres, te armo un charuto ahora mismo.

      —Gracias, pero ya sabes.

      Thad señala la puerta vaivén con el pulgar. Su familia debe estarse preguntando dónde está. Pero tal vez un canuto bien gordo sea lo que su familia necesita. Puede imaginarlos: su madre riendo, su padre practicando un paso de baile con Diane. Michael fumó a escondidas más de una vez con Thad en la secundaria, así que quién sabe. Podría plegarse al plan.

      Thad saca doscientos dólares de la billetera de Jake, que siempre está encargado de llevar, y Teddy deposita dos bolsitas en su palma, más papel para armar y un encendedor.

      —Si se te acaba, ya sabes.

      Teddy sonríe y sus dientes son amarillos. Cierra el arcón de caoba y le pone un candado.

      Thad estudia las bolsas. Contienen más marihuana de la que podrá fumar antes de cruzar la seguridad del aeropuerto. Lo cual significa que no volverá a buscar más. Lo cual significa que quizás nunca vuelva a ver a Teddy. Tendría que decir algo, pero es malo para las despedidas. Es más fácil dejar que Teddy crea que regresará el verano próximo. Más fácil, pero menos considerado.

      Cuando estrecha la mano de Teddy, sabe que la semana será larga y estará llena de adioses: último chapuzón en el lago. Último juego de herradura en el jardín. Última noche en el muelle mirando subir la luna, estrella por estrella, en el cielo.

      Guarda el encendedor, el papel de fumar y las bolsas en el bolsillo. Recoge su vasito de helado. Después cruza la puerta vaivén, esquiva el mostrador y sale al deck.

      Michael y su padre están parados junto a la baranda: cucuruchos de helado en mano, el río abajo. Diane está sentada en una silla de respaldo alto, las rodillas pegadas al mentón. Su madre está parada junto a ella. Jake no aparece por ningún lado.

      —Sólo quiero saber qué ocurre —dice Michael—. Tengo derecho a saber. Nosotros tenemos derecho a saber.

      Mira a Thad como diciendo apóyame en esta, hermano, pero Thad no tiene el menor interés en participar en la escena.

      Además, cada vez que hay un desacuerdo, Thad casi nunca está del lado de Michael. Hace muchos años que su hermano es un extraño para él. No podría explicar por qué Michael desaprovechó su oportunidad en Cornell para seguir a Diane a Georgia. Por qué se hizo republicano, por qué, habiendo tantos lugares, se mudó con Diane a Texas.

      —¿Desde cuándo vienen planeando esto? —pregunta Michael.

      Su padre chasquea la lengua.

      —No hay ninguna conspiración, hijo. Tu madre y yo nunca prometimos que pasaríamos nuestros últimos años en la casa del lago.

      Entonces es eso. Michael, que apenas puede pagar su vivienda en Dallas, quiere la casa. Es eso, o está furioso porque no lo consultaron primero. Thad entiende. Comparte la decepción de Michael. No obstante, ¿con qué cara podrían pedirles a sus padres que mantengan un lugar que ellos visitan, en el mejor de los casos, dos veces al año? Su padre va a cumplir setenta. ¿Por qué no habrían de reducir los gastos al mínimo y empezar de nuevo en algún lugar donde otros se hagan cargo de las cosas, administren la propiedad y haya seguro de vivienda?

      —Tal vez no sea una conspiración —dice Michael—, pero se siente como un váyanse a la mierda con todas las letras.

      Tiene la cara hinchada, la frente entumecida, el vendaje enorme.

      Thad desearía estar en su casa, a salvo bajo las sábanas de algodón egipcio de Jake. Palomitas de maíz, una pipa de agua, una película mala en la televisión. Que alguien lo lleve de vuelta a Bushwick. Que alguien lo saque ahora mismo del Sur.

      —Sólo prométanme que nadie se está por morir —dice Diane. Los pies sobre la silla, el mentón soldado a las rodillas, parece a punto de llorar.

      —¿Morir? —dice la madre de Thad—. Oh, querida, no. —Se arrodilla junto a la silla y toma la mano de Diane—. Nadie se va a morir. Nadie se irá a ninguna parte.

      —Parece una decisión muy repentina, eso es todo —dice Diane—. Temí que alguien estuviera enfermo.

      La madre de Thad se levanta. Los mira. Tiene la frente arrugada y manchas de vejez en la cara que Thad nunca vio antes. Qué extraño mirar a una madre y reconocer que, en el breve lapso desde que la viste por última vez, ha envejecido.

      —Es evidente que su padre y yo manejamos mal este asunto —dice—. Hace años que venimos meditando esta decisión. Podríamos habérselo dado a entender. Tendríamos que haberlo hecho, y les pido disculpas. Me conmueve que se preocupen, pero no hay ningún secreto. Sólo necesitamos un cambio. —Frunce el ceño, como si no hubiera logrado decir exactamente lo que quiere decir, pero prosigue—. La casa del lago se vende la semana que viene, yo terminaré mi último año en el laboratorio y después buscaremos un lugar donde establecernos.

      —¿Y la casa de Ithaca? —pregunta Michael.

      —Hay un montón de profesores recién contratados que estarán más que dispuestos a arrancárnosla de las manos.

      Michael desvía la vista.

      El padre de Thad traga el último bocado de su cucurucho y se cruza de brazos.

      —Si lo que les preocupa es su herencia…

      —Papá —dice Thad—. Por favor, eso es lo que menos nos importa.

      —A mí me importa —dice Michael.

      Una brisa azota las ramas de los árboles en la orilla del río. En algún momento, en medio de todo esto, los grillos de la noche empezaron a cantar.

      Michael se apoya contra la baranda. Thad espera algo más, alguna acusación de Michael de mal manejo de fondos o que les pida pruebas de que sigue siendo su albaceas testamentario, pero Michael no dice nada. El único que sabe lo que pasa por su cabeza es el río. Tal vez no se trate de dinero. Tal vez Michael está triste. Ese pensamiento conmueve un poco el corazón de Thad, pero no lo suficiente para caminar hasta la baranda y quedarse junto a su hermano.

      Diane se levanta de su silla y abraza a los padres de Thad. Thad va hacia un contenedor de residuos y tira el resto de su helado.

      —¿Dónde está Jake? —Baja la escalera hasta el otro deck, pero tampoco está allí. Una huella de guijarros conduce al río y Thad la sigue.

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