Скачать книгу

exhala. Diane Maddox, que cambió Tennessee por Texas. Diane Maddox, cuyos padres están divorciados. Diane Maddox, que se casó con Michael hace diez años y no usa el apellido de su esposo. Diane Maddox, que lleva un hijo en el vientre. Diane Maddox, que se hizo un aborto en la secundaria y no se arrepiente, pero no está dispuesta a hacerlo por segunda vez. Diane Maddox, que estudió para ser pintora antes de conformarse con ser una de esas profesoras de arte que no llegaron a ser artistas. Diane Maddox, que se pregunta si treinta y tres años no es demasiado pronto para la crisis de la mediana edad, si es que las mujeres las tienen y, en tal caso, significan algo más que comprarse una motocicleta poderosa para conseguir chicas. Diane Maddox, que ha sopesado su lugar infinitesimal en el cruel y excluyente mundo. Diane Maddox, que adora los aros colgantes. Diane Maddox, que siempre soñó con visitar Reikiavik. Diane Maddox, que creció mirando Mad About You y quiso ser Helen Hunt. Diane Maddox, que, en octavo grado, lloró —lloró— con el final de Mad About You, lloró porque Paul y Jamie ya no estaban juntos. Tendrían que haberlo intentado de nuevo, como los padres de Diane lo habían intentado de nuevo incontables veces; intentarlo de nuevo es la fórmula que expresa el dolor que siente una hija cuando algunas mañanas Papá está en casa, comiendo Cheerios, y otras mañanas Mamá dice “ojalá ese miserable se tire con el auto desde un puente”. Diane Maddox, que es infeliz pero para quien el divorcio no representa una opción (no está segura si porque quiere probarles algo a sus padres o a Mad About You). Diane Maddox, que se pregunta si las cosas habrían ido mejor si ella hubiera tomado el apellido de su esposo, aunque todos sabemos que un apellido no puede salvarte. Un apellido no puede salvar un matrimonio, no puede impedir que una casa se venda ni rescatar a un niño del fondo de un lago.

      Diane en la ambulancia. Diane no llora, mantiene la calma. Diane sigue las instrucciones del paramédico mientras la ambulancia atraviesa caminos secundarios y el paramédico le toma la presión a Michael. Diane Maddox-no-Starling —y nunca es demasiado tarde para cambiar algo, pero a veces sí— aprieta el paño húmedo contra la cabeza del hombre que ama. O amó. Hay días, digamos la verdad, que no está segura. La sangre se encharca bajo la tela, la frente es un área llena de vasos sanguíneos, dice el paramédico, peor de lo que parece, y Diane entiende que esto significa parece peor de lo que es, aunque no está segura. Van a tener que coserlo, aunque ella espera que no haya contusión, que no haya daño cerebral, que no haya nada permanente porque, para ser sinceros, ¿la chica que dijo en la salud y en la enfermedad puede hablar todavía por la Diane de treinta y tres años? Supongamos que Michael entra en coma o pasa el resto de su vida con pañales, bebiendo con ayuda de un sorbete. ¿La Diane que dijo sí, quiero ama tanto a este hombre como para limpiarle el culo durante los próximos cincuenta años? ¿Y cómo amar a un hombre que ha dejado en claro, si no con palabras, con gestos de fastidio y resoplidos, como cuando saca hilos de las botamangas raídas de sus jeans, que preferiría que ella no tuviera su hijo? ¿Ama tanto a Michael como para quedarse con él? ¿Se ama tanto a sí misma como para marcharse? Diane no lo sabe, lo único que sabe es que la sangre de Michael es real y caliente y no para de manar de su cabeza.

      La ambulancia frena, las puertas se abren y Diane respira.

      El hospital no es lo que esperaba. Pequeño y marrón y cuadrado, parece menos un hospital que un banco que alguien colocó en el medio del bosque. Una enfermera empuja suavemente a Diane hacia un costado en la vereda, bajan a Michael en silla de ruedas y le piden que sostenga el paño contra su cabeza.

      De todos los miedos que Diane conoció en su vida —miedo a volar, a las víboras, a que el signo menos en el test de embarazo se transformara en más—, ninguno puede compararse con el miedo de ver que la cara de su esposo tiñe el agua de rojo. El paramédico empuja la silla de ruedas, la enfermera sostiene la puerta abierta para que entre Michael y Diane lo sigue, sintiéndose inútil.

      Adentro, la sala de espera está vacía, el piso en damero. La mujer del mostrador de ingreso es grosera. Los pasillos son sofocantes. La sala de rayos está fría.

      Después, Michael está sobre una camilla y ella está a su lado. La Betadine surte efecto y Michael hace una mueca de dolor, tiene la frente color naranja. Cuando entra la aguja Diane tiene que apartar la vista. Sostiene la mano de su esposo. Cuando vuelve a mirar, ocho puntadas frankensteinianas han cerrado su cabeza. Corren paralelas a la ceja y el nacimiento del cabello, como si la ceja izquierda de Michael tuviera una ceja propia.

      Después llegan las radiografías y todo está bien —lo suficientemente bien para este médico rural, en todo caso—, aunque Michael mira a Diane como diciendo: cuando volvamos a casa, pediré una segunda opinión. No es que puedan darse el lujo de pagarla, porque ya tienen suficiente con la hipoteca de una casa que vale la mitad de lo que pagaron por ella en 2007, cuatro tarjetas de crédito a punto de explotar, más los préstamos para cubrir los estudios de Diane, que, por mucho que ella se esfuerce en ignorarlos, no van a desaparecer por arte de magia. Sin embargo, está contenta de ver hablar y sonreír a Michael. Sobre todo, está feliz porque no tendrá que cambiarle los pañales hasta que la muerte los separe.

      Dicho esto, hay un pañal que no le importaría cambiar dentro de siete meses.

      Este amor por alguien que todavía no nació, por alguien que ni siquiera es alguien… ¿cómo explicarle este amor a su esposo? Ella le prometió que nunca querría un hijo, y en su momento la promesa fue genuina. El error no fue quedar embarazada. El error fue hacer una promesa que nunca podría cumplir.

      El médico se lava las manos. Dice que pronto vendrá una enfermera para explicarles todo lo relativo al cuidado y la limpieza de la herida, se seca las manos y se va.

      Michael todavía está acostado sobre la camilla. Sus ojos enfocados en el vientre de Diane, como si pudiera ver lo que hay adentro.

      Vamos a tenerlo, quiere decir ella, pero no lo dice, todavía no.

      No es religiosa, pero es supersticiosa. Le parece de mal agüero pelear por el embarazo hoy, como si al hacerlo invitara al espíritu del niño muerto a entrar en ella, o pudiera maldecirla con un bebé de labios cianóticos, sin respiración.

      Si el destino es determinado por los pensamientos, por las palabras, lo menos que Diane puede hacer hoy es quedarse callada. Deja que su esposo le tome la mano. Sonríe. Y hay muchas, muchas, muchas, muchas, muchas, muchas cosas que no dice.

      5

      Tres veces ha dado su testimonio Richard Starling al oficial. Tres veces ha explicado que no sabía lo que ocurría hasta que lo que ocurría terminó; Michael en el agua, la cabeza abierta, la chica en la lancha chillando de una manera que Richard espera no volver a escuchar jamás.

      La cara del oficial es tersa, los labios fruncidos en un mohín y brillantes de saliva. Mira a los otros. Los otros son la familia Mallory. El padre se llama Glenn, la madre, Wendy, la hija, Trish. Richard no escuchó el nombre del niño y no se atreve a preguntar.

      Glenn da su versión de lo ocurrido, después Wendy. Trish no para de llorar. Una vez más, el oficial pide el testimonio de la hija. Glenn se para. Richard se para.

      Richard no es un hombre violento. Fue hippie. Estuvo en Woodstock. Cumplió veintiuno en 1969. Cumplir años en diciembre habría sido una condena cierta, pero los pies planos le salvaron la vida. En vez de ir a Vietnam, pudo terminar la universidad. Jamás pegó una trompada, pero antes de Cornell dio clases en la secundaria en Atlanta durante quince años, así que sabe mucho de peleas. Sabe cuándo un puño y una cara están a punto de encontrarse.

      El oficial es joven, de esos que beben mucho los días libres y hacen que su esposa les planche el uniforme todas las noches. Todavía no conoce la pérdida, no puede registrar el dolor que tiene delante de los ojos.

      La mano de Richard encuentra el hombro de Glenn.

      —¿Por qué no me permite que lo lleve a su casa? —dice Richard.

      El oficial frunce el ceño. Están en la lancha de Glenn, que se mece. Richard aferra el respaldo de una butaca para mantenerse erguido. Mira hacia la orilla, pero Lisa ya se fue.

      Las lanchas policiales hacen círculos. Los buceadores bucean.

Скачать книгу