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pulmones son carbones ardientes. Si esto se prolonga demasiado, respirará por reflejo. No puede estar bajo el agua cuando eso ocurra.

      Tiene que salir a la superficie. Salir a la superficie o ahogarse. Excepto. Excepto.

      Un murmullo. La danza de algo que está fuera de alcance. Bermudas oscilando. El rosa de las uñas. O el niño está ahí abajo o Michael está muerto y lo está soñando.

      Entonces atrapa la mano.

      No puede verla, no puede descifrar la mano del niño en la suya, pero la tiene. La mano está allí, y eso es bueno. Es una mano con la que puede nadar. Subirá a la superficie aferrando esa mano y no la soltará.

      Después, en el hospital, Michael se hará muchas preguntas. Digamos que hubiera bebido un trago esa mañana, sólo para tranquilizarse. Digamos que el shock que le produjo la revelación de sus padres, la casa en venta, no lo hubiera llevado a beber tanto la noche anterior. Podría haber aferrado esa mano con más fuerza y emergido a la superficie.

      Pero eso no es lo que ocurre.

      Lo que ocurre es que Michael patea al niño.

      No quiere hacerlo, pero bajo el agua los cuerpos pesan y nadar con un solo brazo es difícil. El cuerpo del niño es un lastre. Es pateado. Y de repente, la mano ya no está.

      Michael exhala, pero ya no le queda aire en los pulmones.

      Ahora nada en la dirección equivocada. El niño está abajo. ¿Entonces por qué Michael sube? No puede subir sin el niño. Debe regresar, pero su cuerpo no se lo permite. Algo se ha apoderado de él y ese algo en él quiere vivir.

      Patea, araña, pero no hay luz. Imposible encontrar la dirección sin la brújula del sol.

      Entonces, un resplandor vago. Un objeto que pasa sobre su cabeza.

      Ha escuchado historias. Bagres del tamaño de zepelines. Esturiones acorazados como caimanes, de tres metros de largo. A menos que eso que ve sea su alma que asciende, dejándolo atrás.

      No.

      Está vivo. Vive y está nadando. El pez o alma aumenta de tamaño y Michael nada hacia él.

      Ha perdido toda noción de distancia, espacio y tiempo. Todas las dimensiones son agua. Estallan fuegos artificiales detrás de sus ojos y una sirena le grita que respire.

      Respira de una vez, piensa. Reúnete con el niño. Acaba con esto.

      Excepto que la vida de Michael no es sólo suya. Es un padre. Su vida está marcada por lo que va a nacer. Esta verdad lo golpea con una fuerza tan grande que apenas se da cuenta de que su cabeza choca contra el casco de la lancha.

      Todo es agua. Después luz. Después aire.

      Tose, jadea y vomita. Respira.

      Encima de él, la chica grita. Su hermano está en el fondo del lago. Ahora, seguramente, ya descansa. Seguramente ha dejado de luchar. Ha dejado de gritar el nombre de su hermana bajo el agua.

      Michael siente gusto a sal. La sal es sangre y la sangre es suya.

      No puede sumergirse. Vuelve a sumergirse. Va a morir.

      Es un padre.

      Su vida no es suya.

      Más allá de la lancha, otros se arrojan de sus colchonetas y nadan hacia él. Y a lo lejos, unos flotadores, separados del cuerpo, giran, se arremolinan succionados por la corriente. Se orbitan uno a otro, saben. Confabulan, en el iris del ominoso parpadeo del agua.

      2

      Las lanchas cruzan la bahía, buscando al niño. A través de los binoculares, Lisa Starling observa. Podría haberse cambiado de ropa. Después de nadar hasta la orilla, después de marcar el 911 y ayudar a Michael a subir a la ambulancia, antes de agarrar sus binoculares y regresar al borde del agua, podría haberse puesto ropa seca. Pero recién ahora se da cuenta de que todavía está en malla. De todos modos, está bastante seca. El aire cálido ha sorbido el agua de su piel.

      Esta mañana, cuando despertó, el cielo estaba azul. Ahora el cielo está gris, cargado de nubes. Color carroña, piensa, aunque no está segura de que ese pensamiento tenga mucho sentido. Pero hay un niño en el fondo de un lago, y por lo tanto el mundo no tiene sentido.

      Lisa cree en Dios, aunque no le gustaría conocerlo hoy.

      Todo a lo largo de la bahía, vecinos parados en las cubiertas y sentados en los muelles. Se amontonan en la orilla y en la punta. Del otro lado, un hombre sale de su casa con equipo de buceo, entra en el agua, el tanque en la espalda, patas de rana, la válvula reguladora en la boca.

      Un par de lanchas de la policía impiden que otras embarcaciones entren a la bahía. Las lanchas son azules y blancas y desde sus techos los reflectores brillan bajo el cielo gris plomo. Arriba, un helicóptero atraviesa las nubes.

      Lisa baja sus binoculares. Son Swarovski Swarovisions. Tienen ocho grados de aumento, porque le gusta que los pájaros que observa se vean nítidos. Son pequeños, porque le gusta que sean livianos. Son unos de los mejores binoculares del mundo. Ella lo sabe. Ayudó a rankearlos para la Cornell Lab Review del año pasado.

      Vuelve a levantar los binoculares. El bote de pesca de los Starling todavía está ahí, anclado a la par de la lancha de la otra familia. Una tercera lancha policial se mece entre ambos. Hace unos minutos, dos buzos saltaron de esta lancha con linternas grandes como megáfonos.

      Su esposo, Richard, fue a reunirse con la otra familia en su lancha. Parece cansado, la cara amarilla, rígida como resina. Está parado, una mano sobre el hombro del hombre que conocieron hace apenas unas horas. El hombre se sacó los anteojos de sol, la gorra de capitán. Aferra la mano de su esposa. La cara de la hija está oculta en el regazo de la madre. La hija y la madre lloran. Hace una hora que lloran mientras los hombres observan el agua sin decir nada.

      Lisa baja los binoculares. Siente el frío de la correa en el cuello.

      Tendría que haber ido al hospital con Michael y Diane, pero siente que la necesitan aquí. Hay historias de niños que cayeron al agua, fueron rescatados veinte o treinta minutos más tarde y después resucitados. No por milagro, sino por biología. Si las condiciones son favorables. Si el agua está fría. Si uno permanece en la orilla y se queda mirando todo el tiempo que sea necesario.

      Pero, si ha de ser honesta, ahora sólo están buscando un cuerpo.

      Lisa sube la cuesta que lleva a la casa.

      La casa es pequeña y vieja. Distinguida, diría Richard. Vieja no es, y yo tampoco. Bueno, pero están al borde. Lisa tiene sesenta. Su marido pronto cumplirá setenta. La casa del lago es más vieja que los hijos de Lisa, un tráiler de los años setenta adaptado y reciclado como casa en los ochenta. Richard y ella la compraron por impulso, poco después del nacimiento de Michael. Su matrimonio fue turbulento. Se separaron dos veces, después llegaron a un arreglo: no más vaivenes. Seguirían casados, para bien o para mal. La casa de verano fue el apretón de manos que cerró el trato.

      ¡Y había sido flor de casa! Larga y rasa, la casa descansaba en la cima de la colina como un camión de bomberos descarriado, los postigos blancos, el revestimiento de cedro pintado de rojo. Un porche de barandas bajas al estilo de esos viejos búngalos constrúyalo-usted-mismo de Sears Roebuck envolvía la casa. Una hamaca hecha de retazos colgaba en el jardín entre dos árboles. Un sistema de riego conectado a un timer conservaba el verdor del césped cuando ellos no estaban, y el garaje para dos autos se había transformado en el lugar donde almacenaban sus papeles cuando sus oficinas en Ithaca estaban rebalsadas.

      Después llegaron las tormentas del 86 y el 90, la ventisca del 93, el tornado —que les pasó rozando— de 2011. Y mejor no hablar de la gran invasión de hormigas de 2017. Por mucho que lo intentaron, mantener una casa de verano era trabajo, y ellos ya tenían trabajo de sobra. Richard enseñaba en Cornell, Lisa hacía investigación en laboratorios, los dos publicaban. Los veranos eran para descansar, no para hacer reparaciones. Así que descuidaron un poco la casa. En realidad,

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