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¿Y Lisa se lo está imaginando o toda la casa está un poco torcida? La hamaca del jardín se pudrió hace rato y el jardín es un tapiz de pasto y zonas resecas, de hormigueros y malezas.

      El mes pasado, durante las negociaciones, Lisa y Richard hicieron tantas concesiones ante el informe de daños del inspector, que se prepararon para perder varios miles.

      —Un momento —los previno su agente de bienes raíces—. Arreglen el lugar. El mercado está en franca mejoría. De aquí a un año podrían obtener veinte mil más que ahora.

      ¿Pero qué sentido tenía? Las concesiones son una manera de rebajar el precio, nada más. Aunque prístina, la casa, vendida, sería inevitablemente demolida. El lago está cambiando, llegan inversores. En última instancia, lo que están vendiendo con Richard no es la casa, es la tierra.

      A menos que Lisa cancele la venta. Dentro de una semana cerrarán el trato. Todavía no es demasiado tarde para esquivar una demanda. La conserven o la vendan, se queden o se vayan, sabe que Richard no va a contradecirla. Porque tenían un trato. Y Richard rompió el acuerdo, olvidó lo que significaba el matrimonio. El apretón de manos —la casa— tiene que irse. No es un castigo, más bien se trata de equilibrar la ecuación. Para seguir juntos deben empezar de nuevo. Para empezar de nuevo tienen que vender la casa. Eso está claro para Lisa. Y sólo porque Richard no sabe que ella sabe, no es razón para continuar como si nada hubiera sucedido. ¿O sí?

      Lisa no está segura.

      Sólo está segura de una cosa: la decisión es suya. Richard ya tomó su decisión. Richard renunció a su derecho a opinar.

      Cuesta arriba. Sube los escalones del porche. La escalinata cruje bajo sus pies. Debajo, donde sus hijos acostumbraban jugar, ha crecido la hiedra, un escondite para las serpientes. Lisa saltea el quinto escalón, que está podrido. La baranda tiembla. La madera es blanda como el corcho, como esos corchos que por estar demasiado tiempo en la botella se deshacen con el beso del sacacorchos.

      Al llegar al último escalón se da vuelta y una vez más acerca los binoculares a su cara. Enfoca y aparece la madre. Lisa tendría que estar con ella en la lancha. Pero si estuviera en la lancha se transformaría en la madre, y ella ya fue la madre. No está dispuesta de ninguna manera a volver a pasar por esa tristeza.

      ¿Y por qué ocurre esto justamente ahora, durante la última semana que pasarán en el lago? ¿Por qué le roban la belleza de este momento con su familia?

      Pero estos pensamientos son viles. Por un instante, siente asco de sí misma.

      La otra madre es Wendy. Le dijo su nombre cuando estaban en el agua y Lisa pensó en Peter Pan, no la obra de teatro o la película de Disney sino el libro, uno de los libros preferidos de su madre, a quien perdió hace tres veranos. Cáncer, padres… las humillaciones de volverse distinguido.

      ¡Dios, la cara de Wendy cuando esos flotadores aparecieron en el agua!

      ¿Quién estaba vigilando al niño? ¿Quién se suponía que debía vigilarlo? Michael no, pero lo vio y se tiró al agua y emergió debajo de una lancha.

      Pobre Michael. Pobre Wendy. Wendy está devastada. Wendy nunca se perdonará a sí misma.

      ¿Y a dónde van?, se pregunta Lisa no por primera vez, no como si fuera la primera vez en su vida. ¿Dónde han ido el hijo de Wendy y la primogénita de Lisa y todas las almas de los niños que partieron demasiado pronto?

      Si existe el cielo, los ha recibido. Después de todo, son niños. Si no inocentes, al menos lo bastante inocentes. Lisa imagina un País de Nunca Jamás para ellos, un lugar donde los fantasmas de los niños esperan, vuelan, hasta que sus padres van a buscarlos.

      Lisa alberga esta esperanza. Reza.

      Algunos días, lo único que la mantiene en pie es este pensamiento: si Dios es amor, ella volverá a ver a su hija.

      3

      Jake se ducha y Thad se apoya contra el lavabo. Thad todavía no sabe cómo sucedió: el niño, la lancha, la cabeza de su hermano. Busca respuestas en el espejo del baño, pero lo único que encuentra es su cara pálida y sin afeitar. El espejo se empaña y Thad limpia la condensación. Tiene que recortarse las cejas.

      Desde la bahía, nadaron hasta la orilla y corrieron cuesta arriba. Su madre hizo el llamado mientras Thad intentaba convencer a su hermano de que necesitaba una ambulancia, Michael insistía en que estaba bien, que podía conducir, y Diane lloraba y apretaba una toalla empapada en sangre contra la cabeza de su esposo. Cuando llegó la ambulancia, Michael entró a regañadientes, Diane con él, y la madre de Thad se apostó en el borde del lago. Cuando Thad finalmente tuvo tiempo para pensar cómo estaba su novio, lo encontró en el baño.

      —¿Todavía estás ahí? —dice Jake. El vapor de la ducha no deja ver nada.

      —Aquí estoy —dice Thad.

      ¿Y quién es este chico con el que está desde hace dos años? Jake tiene veintiséis, cuatro menos que Thad, aunque a veces la brecha parece más amplia y Jake actúa como si tuviera dieciséis años. Ha llegado el momento de tomarse en serio: o se comprometen o se va cada uno por su lado. A Thad lo entristece que Jake no lo reconozca.

      —¿Puedo tener un poco de privacidad? —pregunta Jake.

      Thad quiere creer que escuchó mal. Abre la cortina de la ducha. Jake está parado bajo el agua. Es menudo y ágil, con acné en el pecho. Hay espuma en sus manos y tiene una erección.

      —No lo puedo creer.

      Jake cierra la cortina.

      —Déjame en paz.

      —Hay un niño en el fondo del lago —dice Thad—. Mi hermano está en el hospital.

      —Estoy estresado —dice Jake—. Cuando estoy estresado ocurre esto.

      Thad sale del baño dando un portazo.

      Estresado. Hay una explicación para la conducta de Jake, pero no es estresado. Jake está caliente. Jake siempre está caliente.

      Thad también estaba caliente. Antes de la marihuana, antes del régimen de Xanax, Paxil y Seroquel. La pija le funciona, pero el deseo se hizo humo. Tendría que desear a Jake. Jake es hermoso. Es exitoso. Es bueno con Thad, o bastante bueno. Y bastante bueno, dado el prontuario de Thad con los hombres, debería alcanzar y sobrar. Pero no.

      Si Jake escuchara, si le preguntara cómo le fue en el día, si le mostrara cariño fuera del sexo. Eso, para Thad, se parecería mucho al amor.

      Va hacia la mesa de la cocina. En una casa rodante, la cocina, el comedor y la sala comparten un mismo espacio. Dos de las patas de la mesa están apoyadas sobre la alfombra, las otras dos sobre piso de linóleo color pasta seca. El piso es viejo, de esos que se pegan a las suelas de los zapatos. Thad siente hambre, y después vergüenza por sentir hambre. ¿Cuánto hay que esperar para comer después de una tragedia?

      Afuera, su madre sube la cuesta. El pasto está alto. Si no tiene cuidado, se tropezará con la estaca del juego de la herradura.

      El silbido de Jake llega desde el baño. Ahora silba un himno: “Come Thou Fount of Every Blessing”, en clave menor. Como buen baptista recuperado, Jake conoce todos los himnos, cada palabra de cada verso. Para él, crecer fue sinónimo de ir a la iglesia los miércoles, los sábados y dos veces los domingos. Thad iba a la iglesia los domingos por la mañana, una o dos veces por mes, y sólo si su madre insistía. (Ella nunca consiguió que su padre cruzara el umbral de ningún templo.) Thad le dio una oportunidad a la iglesia de su madre, pero desde muy chico ya sabía quién era, y aunque esa iglesia no lo condenaba, tampoco era un lugar donde pudiera alzar la cabeza mientras rezaba y encontrar a otros como él sentados en los bancos. Allí las parejas eran hétero. Los solteros eran héteros. La pastora era una mujer casada con un hombre. Nada de esto le resultaba particularmente alentador. Nada de esto le parecía suyo.

      No ha pisado una iglesia desde que tenía doce años. Y aunque juzga el infantilismo ocasional de Jake, hay días en que

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