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      Orgullo legítimo por parte de la fiel institutriz; ¡solo esperábamos que no la llevara a las clases de Léon Brunschvicg! Fuera lo que fuera, gracias a la asistencia a estas clases pudo adquirir la cultura que le permitiría más tarde dar conferencias sobre el arte en el Círculo Saint-Dominique, así como escribir un ensayo sobre el arte y la mística, presentado y rechazado en dos editoriales sucesivamente y que hoy, desgraciadamente, se ha perdido.

      Un encuentro decisivo

      «Si amo, será de vez en cuando, como para probar, a escondidas» 13, decía en «Dieu est mort, vive la mort». La perspectiva de la maternidad apenas la atrae. ¿Por qué traer al mundo personas que tendrán que irse, como los demás, para entrar un día en la nada? Aunque un solo rostro puede hacer derretir el hielo que ha congelado el estanque y camuflado el jardín. En su postura de joven intelectual ya decepcionada, Madeleine ignoraba que la corriente de amor podía barrer a su paso las posiciones en apariencia más reflexivas y las defensas mejor establecidas.

      Entre los distintos participantes del círculo literario del doctor Armaingaud se encontraba un joven brillante, alumno de la Escuela Central, profundamente cristiano y que había expresado su deseo de entrar en alguna Orden religiosa. Se llamaba Jean Maydieu; pertenecía a una familia de la burguesía de Burdeos que poseía una segunda residencia en Arcachon, junto a la del doctor Armaingaud. Este cuidaba a señora Maydieu, enferma de un cáncer que acabaría con ella; había aceptado ser el padrino de Jean.

      Nadie se opuso a la relación que se estableció entre Madeleine y Jean, incluso se la alentó: ¿era la esperanza, en el entorno de Jean, para desviarle definitivamente de una vocación de la que se hablaba poco en aquella época? Es posible. En cualquier caso, se vieron con regularidad. Jean Maydieu acudía frecuentemente a casa de los Delbrêl, donde se quedaba a cenar: «Lo veíamos mucho», dice Clémentine.

      Las visitas duraron bastante tiempo, al menos un año. Durante las vacaciones, todo el mundo se encontraba en Arcachon; navegaban, tenían largas conversaciones. Madeleine estaba enamorada, hasta el punto de que las familias y los amigos pensaban que los dos jóvenes no estaban lejos de anunciar su compromiso.

      El amor acercaba cada vez más a los dos. Pero, al mismo tiempo, el trato con Jean Maydieu empezaba a sembrar la duda en Madeleine sobre su ateísmo. Cuando más tarde escriba hablando de la muerte de Dios: «¿No habrá alguna “duda” sobre esta muerte?» 14, es posible que pensara en la duda que comenzaba a invadirla, en este año de 1923, bajo la discreta influencia de su casi prometido.

      ¿Cómo es posible que este joven tan inteligente fuera cristiano? No olvidemos que, en esta época, para Madeleine la inteligencia era el valor supremo. Jean no hacía propaganda, pero tampoco ocultaba su fe. Lucette Majorelle dice:

      Recuerdo que estuvimos bailando hasta el amanecer, y, saliendo de donde estábamos, fuimos todos juntos a misa a la iglesia que estaba más cerca, y lo que me pareció extraño fue que Maydieu había comulgado. Le dije a mamá: «Qué rara es la idea de comulgar cuando uno se ha pasado la noche bailando».

      En la imaginación de esta joven, el baile debía de ser algo que estaba en las fronteras de lo permitido y lo prohibido, en todo caso, algo que no era compatible con una vida cristiana plena y verdadera. Madeleine se encontraba sin duda lejos de ese tipo de preocupaciones, aunque de todas formas admiraba demasiado a Jean Maydieu como para poner en cuestión una libertad que, por otra parte, lo único que podía hacer era llenarla de alegría.

      Varias cuestiones se plantean a propósito de esta relación de Madeleine con Jean Maydieu. La primera es la de su proyecto en común. Sobre este punto, los testimonios concuerdan en cuanto a las intenciones de Madeleine, aunque existían pequeñas diferencias entre ellos. Para Hélène Jüng está claro que Madeleine proyectaba unir su vida con la de Jean Maydieu; la manera en la que ella describe el baile organizado por sus padres para celebrar el decimoctavo cumpleaños de su hija es significativa:

      Recuerdo una gran velada en casa de los Delbrêl (entonces estación Denfert-Rochereau) para celebrar los 18 o 19 años de Madeleine. Estaba vestida a la griega, lo que acentuaba su perfil de camafeo […] Estaba sobre todo muy feliz por la alegría de estar oficialmente comprometida con Jean Maydieu.

      Para Lucette Majorelle, Jean había entrado en la vida de Madeleine como alguien extraño que había alterado completamente sus proyectos:

      Durante mucho tiempo Madeleine me daba la impresión de ser una persona que no tenía deseos de casarse. El matrimonio no contaba para ella. Esto me pareció contradictorio y extraño cuando la vi con Jean Maydieu. Me parecía una persona que quería siempre lanzarse a la vida sin preocuparse de un eventual compromiso, y, cuando vi el rostro de Madeleine, en definitiva, el rostro de una mujer enamorada, no era para nada la Madeleine que conocíamos.

      En cualquier caso, para todos los que conocían a Madeleine, estaba conquistada y el matrimonio era inevitable. Sus amigas decían que, para poder ser seducida, Madeleine necesitaba admirar. De hecho, ese era el caso. Algunos testimonios hablan de una transfiguración de Madeleine cuando estaba con él. Lo que explica que la ruptura brutal engendrara en ella un verdadero trauma del que no se repuso con facilidad. Ella, que, al parecer, nunca había pensado en el matrimonio antes de su encuentro con Jean, ¿cómo no iba a estar profundamente trastornada por el cambio de opinión de aquel a quien amaba?

      Pero ¿qué sucedió por parte de Jean Maydieu? ¿Era su proyecto tan claro y tan determinado? En realidad, sabemos poca cosa. Los testimonios nos dicen que su actitud hacia ella no se prestaba a otra interpretación más que la de un amor declarado. ¿No había bailado toda la noche con ella sin cambiar de pareja? Sin embargo, otros dicen que él nunca había descartado del todo una posible vocación dominica, pues seguía interesándose por la filosofía tomista. Indicio muy sutil, después de todo.

      ¿Hubo alguna promesa por parte de ambos? No lo sabemos. El resultado de sus visitas asiduas, ¿no le parecía evidente a Madeleine hasta el punto de no haber percibido en él alguna reserva? No son más que conjeturas. ¿O simplemente es el espacio de dos años en los que él está obligado a hacer el servicio militar lo que le lleva a reflexionar y a dejarla? Pero, entonces, ¿por qué lo hizo tan bruscamente y sin aparente explicación?

      ¿Por la imposibilidad que él presentía de poder soportar la pena de Madeleine? ¿Por el temor de estar atrapado por su amor? Es difícil creer que él no le diera ninguna explicación. Sin embargo, Madeleine nunca hizo alusión a algún intento de retomar la relación que habría podido atenuar su dolor. Por lo tanto, es mejor dejar en el misterio este importante episodio en la vida de Madeleine.

      Otra cuestión que se plantea es el papel que tuvo Jean Maydieu en la conversión de Madeleine. Es evidente que su presencia le marcó mucho, aunque quizá también la de otros cristianos. Porque Madeleine habla en plural cuando evoca las influencias que la condujeron a la fe. Pero ¿acaso no es por pudor, por evitar destacar demasiado a este al que nunca quiso ver después de su separación, es decir, por discreción?

      Se sabe que su camino estuvo marcado primero, como ella dijo, por una «búsqueda intelectual exigente». Tocada por la fe de Jean Maydieu y quizá por la de otros amigos, entra en un proceso intelectual honesto. Puesto que aquellos a los que ama y estima son creyentes, debe examinar los nuevos costes de la cuestión: «Honestamente, ya no podía dejar no solo a su Dios, sino a Dios, en el absurdo» 15. Es entonces cuando Dios se le presenta como una realidad posible. Pero, para no quedarse en el nivel de la inteligencia, se pone a rezar:

      Si quería ser sincera, Dios, no siendo rigurosamente imposible, no debía ser tratado como probablemente inexistente. Elegí lo que me parecía la mejor traducción de mi cambio de perspectiva: decidí rezar. La enseñanza práctica de esos meses me había proporcionado esta idea un día en el que, con ocasión de cierto tema, se había evocado a Teresa de Ávila, quien aconsejaba pensar en silencio en Dios durante cinco minutos todos los días. Desde la primera vez recé de rodillas, por temor, todavía, al idealismo

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