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de la vida al mismo tiempo que de la educación liberal de sus padres. Le gusta especialmente bailar. Cuando escriba en 1946 el célebre «Bal de l’obéissance», lo hará con las expresiones que muestran que había adquirido una gran experiencia en el baile.

      Los testimonios de sus amigas son reveladores. Una de ellas, Lucette Majorelle, cuenta:

      Recuerdo que un día habíamos bailado también en casa de Madeleine; no era uno de esos días con una velada especial; así que, cuando Madeleine se estaba yendo, porque ya era tarde, dijo: «Venga, cojamos el tocadiscos bajo el brazo y vayámonos…». Cruzamos un puente, eran las tres de la madrugada, y todos juntos, éramos dieciocho o veinte, continuamos bailando en casa de un chico que conocía Madeleine, que nos había ofrecido su piso. Entonces Madeleine, siempre desenfadada, se dejaba llevar por un entusiasmo loco.

      Lo extraordinario es que su madre no solo la dejaba hacer, sino que más bien la animaba; le ayudaba a buscar vestidos elegantes y originales; porque, como ya hemos visto, a Madeleine le gustaban los vestidos bonitos. ¿Sería alguno de esos vestidos o de esos sombreros que había guardado los que llevaría más tarde cuando iba con la familia sonriendo con amabilidad por su originalidad? ¿No hablará sobre la pobreza a sus compañeras refiriéndose a esos vestidos, que estarían sin duda pasados de moda, pero que todavía se podían llevar, porque seguían siendo bonitos? 7

      Lucette Majorelle testimonia:

      La seguía viendo en el salón, llevaba un traje de tafetán negro, estaba deslumbrante […] Era muy elegante, mucho […] Ese vestido, hecho por su madre, aunque, sabéis, se podría decir que era de Lanvin 8 en tafetán negro, con estilo, tenía una blusa de seda algo desfasada. Era deslumbrante.

      ¡Qué contraste entre sus pensamientos íntimos sobre la muerte, siempre victoriosa, sobre la ausencia de Dios y la esperanza, y ese amor por la vida, ese baile loco, este remolino caótico sobre los escombros de un mundo perdido! ¿No es un buen contraste? ¿No es más bien un desafío? ¿Una manera de afrontar el absurdo, sin mirarlo, aunque sabiendo que está aquí y que triunfará? Estamos en los «Años locos». ¡Hay que divertirse!

      Sin embargo, a veces, ella lo mira de frente. Algunos de sus poemas lo testimonian. Como el que tituló simplemente «Gel» y que deja traslucir cómo la vida superficial que lleva está en realidad congelada:

      Y por un día mi corazón tranquilo y superficial

      será como el estanque de hielo rígido,

      perfectamente blanco y luminoso y frío.

      Yo seré el jardín que camufle la helada 9.

      Y en «Dieu est mort, vive la mort», insiste:

      Mientras Dios vivía, la muerte no era una muerte para siempre.

      La muerte de Dios ha hecho la nuestra más segura.

      La muerte se ha convertido en la cosa más segura.

      Hay que saberlo.

      No hay que vivir como esas personas para quienes la vida es lo más grande 10.

      Madeleine volverá sobre este texto repetidas veces a lo largo de su vida, signo de lo importante que era para ella, que lo consideraba como un paso importante en su propio itinerario; lo modificará ligeramente; incluso meterá en 1961 en la carpeta donde lo conservaba un artículo del periódico Le Monde que recogía la disertación filosófica de una joven premiada en el concurso general cuyo tema era sobre el sentido de la vida, como si Madeleine, a través de estas hojas yuxtapuestas, hubiera querido decir a los jóvenes: «Esto es lo que he sido, he conocido vuestra angustia, vuestros miedos al absurdo; he experimentado lo que vosotros sentís…».

      Del juego macabro al que se entrega en este texto, manifestando un cierto placer amargo, emerge una categoría de personas que escapa, al menos algo, a su ironía. Contrariamente a lo que se podría pensar, estos no son los humanistas, ya que las personas a las que socorren o que buscan salvar serán, a pesar de los esfuerzos de los beneficiados, engullidos por la muerte; Madeleine dirige una mirada benevolente, aunque permanezca distante, a los que son consecuentes, es decir, a los que hacen las cosas para que perduren: «Los albañiles, los carpinteros, los fotógrafos, los artistas. Hacen cosas que perduran, hacen perdurar cualquier cosa de las personas» 11.

      La futura artista se afirma ya en su juicio. Al menos será consecuente; buscará hacer durar esta vida que se le escapa. Sus poemas quedarán como el testimonio de alguien que no ha caído en el absurdo de la existencia humana. Es también la época en la que aprende dibujo en casa de una tal señora Francelle con Lucette Majorelle, después de haber abandonado el piano y de una gripe que se le complica en 1918 o 1919.

      Pero, en torno a los 18 años, Madeleine no hace otra cosa que bailar, salir, divertirse o escribir poemas desesperados. Busca también cultivarse. Sigue algunos cursos en la Sorbona. Pero no es la asistencia a las clases de Léon Brunschvicg lo que le va a permitir salir del universo frío y desesperante en el que habita a pesar de su alegría exterior.

      Este filósofo, miembro de la Academia de las Ciencias Morales y Políticas, que presidirá a partir de 1932, profesaba, no obstante, un pensamiento complejo. Se había confrontado con Pascal. Decía de sí mismo que profesaba un «ateísmo discreto»; pero, por encima de todo, buscaba criticar las razones equivocadas para creer o no creer. No excluía la religión, pero esta tenía que alojarse en los límites de la razón:

      A la verdadera razón, tal y como se revela en el progreso del conocimiento científico, le corresponde llegar hasta la religión verdadera, tal y como se presenta en la reflexión filosófica, es decir, como una función del espíritu desarrollándose según las normas capaces de garantizar la unidad y la integridad de la conciencia 12.

      Filosofía «idealista» a la que quizá Madeleine no pudo fácilmente acceder, a pesar de la exigencia intelectual que la animaba. Sin duda, no tenía las bases que le habrían permitido integrar el universo filosófico y, además, era muy joven. Hélène Jüng testimonió que sus preocupaciones eran otras:

      Hacia 1920 estábamos juntas en las clases de filosofía de la Sorbona. Un día, al salir con la cabeza llena de tesis y antítesis, subíamos el bulevar Saint-Michel cambiando impresiones –¡que las teníamos!–; nació una gran decisión, en consonancia con la primavera que florecía en la plaza Médicis, los árboles reverdeciendo en el jardín de Luxemburgo, bajo un sol deslumbrante: permanecer siempre jóvenes pasara lo que pasara, sin importar el paso de los años.

      En lo tocante a Dios, había abordado la cuestión, no sin inquietar a algunos padres de sus amigos. En particular, la familia de Lucette Majorelle, con la que iba a clases de dibujo y que vivían en la plaza Saint-Michel. Madeleine tenía 19 años en aquella época y llevaba, según el testimonio de esta joven, una vida muy libre: «Mamá siempre me decía: “Sabes que no me gusta, no me agrada que vayas con Madeleine; confío en ti, pero no debes salir con una chica que a esa edad no cree en nada”».

      Y Madeleine, a la que Lucette debía de contarle las reservas de su madre, respondía: «¿Sabes, Lucette?, respeto del todo tus convicciones; yo no creo absolutamente en nada, pero en fin…». Atea sin reservas, aunque no militante y profundamente respetuosa con la fe de los demás, esta era Madeleine, lo que puede explicar su dolorosa sorpresa cuando descubra más tarde en Ivry el antagonismo combativo de los cristianos y los comunistas.

      Sin embargo, en la Sorbona parece que no se limitaba a seguir las clases de filosofía, sino también las de historia e historia del arte. Si acogemos el testimonio de Clémentine Laforêt, no asistía a estas clases como simple oyente; tuvo que hacer los exámenes, pues a un profesor en concreto le había llamado la atención:

      Cuando se fue de la Sorbona obtuvo dos condecoraciones, una por historia del arte y la otra por historia. Una vez el profesor

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