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por una parte, y la soledad dolorosa en la que se hunde, por otra, después de la partida de Jean Maydieu, sin duda no eran dos caminos paralelos sin contacto entre sí. Tal vez se habría hundido del todo si no hubiera creído. Pero los documentos han dejado muy poco rastro de este período del que se podría pensar que fue luminoso únicamente cuando leemos lo que escribió más tarde sobre la irrupción de Dios en su existencia, que, de hecho, fue una de las etapas más oscuras y más difíciles de su vida.

      Sabemos que justo después de su conversión hizo un gesto simbólico que solo contaría mucho más tarde a Jean Durand, fiel amigo de los Equipos, quien será un relator fiel: «La srta. Delbrêl cuenta que en el momento “en que se convirtió”, llevó al arzobispo dos ópalos que apreciaba mucho, y que había sido recibida un poco como por una ventanilla; en ese momento a ella esto no le sorprendió» 28.

      Podemos detenernos en algunos aspectos de este gesto: primero, en el momento en el que se convirtió se vuelve hacia la Iglesia y es a la Iglesia a la que se abandona en un acto simbólico con unas joyas que le son queridas. La dimensión eclesial, pues, está presente desde el punto de partida de su vida cristiana. El gesto que realiza es profundamente femenino; pero que la Iglesia esté aquí implicada muestra que su conversión es desde el principio una conversión cristiana en todas sus dimensiones.

      Llega a Cristo por el testimonio de los cristianos, y, por tanto, de la Iglesia; quiso llegar a Cristo en la Iglesia por este gesto insólito. Habría podido, por ejemplo, vender sus ópalos y dar el dinero a los pobres; esto habría significado que su conversión la había conducido no solo a creer, sino a vivir la caridad. Pero no es esto lo que hace.

      Empujada por el instinto segurísimo de la fe, va al obispo (no olvidemos que este siempre será para ella el corazón de la unidad de la Iglesia diocesana, como Roma será el corazón de la Iglesia universal) y no se sorprendió de ser recibida «como por una ventanilla»; para ella, en efecto, el don que hace solo puede ser anónimo, depositado en el gran tesoro anónimo de los pobres; no busca ningún reconocimiento. Ahora es del todo de la Iglesia, unida a la Iglesia para siempre por ese don simbólico que es el don de sí misma.

      Pues no hay que olvidar que Madeleine escribió, antes de su conversión, un poema titulado «Ópalos», que es uno de los más significativos del nihilismo, en el que se regodea del desprecio irónico que sentía por sus contemporáneos, quienes, no queriendo hacer frente a la muerte, profesaban diferentes tipos de esperanza, según ella, irrealistas:

      He querido parecerme a un ópalo raro

      que el desprecio incrusta entre sus garras orgullosas 29.

      Al despojarse de sus ópalos, la misma Madeleine se despoja al menos de la jovencita desdeñosa y orgullosa que era a sus 18 años y empieza a despertarse en su corazón, que se ofrece, una humildad del todo nueva.

      Es más significativo para el historiador de hoy que se haya conservado el recuerdo de ese gesto antes que el de una confesión o una conversación con un sacerdote, que posiblemente tuvo lugar, pero que desconocemos y cuyo contenido más íntimo se nos habría escapado de todas formas. Los ópalos nos dicen mucho más que una confesión. Son, de hecho, una confesión en sí.

      Lo que también sabemos es que Madeleine, después de su conversión, se desligó durante un tiempo de las amistades que había forjado. ¿Se trataba para ella de una necesidad de soledad interior para evaluar su vida, la calidad de sus relaciones? ¿O bien por el efecto de sus obligaciones familiares, que hacían pesar sobre ella la mala salud de su padre? ¿Deseaba estar más cerca de sus padres? ¿O simplemente se daba cuenta de que ya no podía seguir viviendo como antes y de que tenía que darse un tiempo para buscar un nuevo modo de vida? Sin duda hubo un poco de todo esto en su actitud, que sus amigos respetaron inmediatamente después de su conversión.

      Lo que sí sabemos es que Madeleine, que ha sufrido el alejamiento de Jean Maydieu como un choque brutal e imprevisto y que, además, se encuentra confrontada con una situación familiar cada vez más difícil, se hunde en 1925. Tiene que ir varios meses a una clínica de convalecencia en el valle de Chevreuse 30.

      Allí no fue muy bien atendida, en una época en la que los problemas psicológicos no eran muy conocidos por la medicina. Parece ser, según el testimonio de Clémentine Laforêt, que estuvo mal alimentada.

      En fin, podemos pensar que sus problemas de salud no influyeron en su relación con Dios; es posible que su agotamiento físico y psíquico hubiera reavivado en ella, como una reminiscencia dolorosa, el sentimiento del absurdo que la había invadido antes de su conversión. De este estado, a decir verdad, solo tenemos un indicio: el poema titulado «Le désert», que ya hemos citado, compuesto el 29 de marzo de 1924, el mismo día de su conversión. Este poema forma parte de una recopilación que presenta al jurado del Premio Sully Prudhomme en 1926 y que será publicado en enero de 1927 bajo el título La route. Sin embargo, cuando releemos la estrofa que hemos citado, nos llevamos la sorpresa de verla transformada:

      Pero el desierto dijo: «Soy un océano

      que posee la vida en sus olas de llamas,

      un yunque abrazado donde se forjan las almas,

      soy el libro abierto sobre el borde de la nada» 31.

      Madeleine no nos facilita la tarea. Aquí el desierto se ha convertido en un océano de llamas «que posee la vida»; la perspectiva es, pues, positiva. El desierto no nos va a resecar, sino a quemar: la imagen del fuego es normalmente positiva en Madeleine; la empleará mucho en el futuro para simbolizar la expansión de la palabra evangélica; aquí está unida a la vida (está pensando sin duda en la zarza ardiente de Moisés).

      En este fuego hay un «yunque abrazado donde se forjan las almas»; lo que significa que el desierto sigue siendo una prueba, pero que permite a las almas llegar a ser más fuertes, estar mejor armadas para el combate espiritual y la vida apostólica. Pero la última línea de la estrofa cae sorprendentemente: el desierto se convierte en «un libro abierto sobre el borde de la nada». Aquí se nos invita a ir a leer «un libro abierto sobre el borde de la nada». ¿De qué libro se trata y de qué nada?

      La posición es clara: este libro no está allí para servir de adorno, debe ser leído, ya que está abierto, ofrecido a la lectura. El desierto, es decir, la prueba, ¿es el mismo libro que descifrar como parece indicar el sentido más inmediato? ¿O bien, por una de las contradicciones con las que está tan familiarizada, Madeleine quiere hablar simplemente del libro del Evangelio y más concretamente de la Palabra de Dios, de la que Cristo se alimenta en el desierto?

      Sin embargo, este libro está «abierto sobre el borde de la nada». Existe un riesgo; podríamos caer en la nada al leer el libro; afortunadamente, somos fuertes, pues nuestras almas están forjadas por el fuego del desierto-océano. La nada aparece, entonces, como una tentación que se opone al libro y que quiere devorar a los que le rodean. ¿Quiere esto decir que Madeleine tiene la sensación en su larga prueba de la tentación de la nada?

      No tanto la tentación del suicidio, lo que reduciría sus palabras a una dimensión meramente individual; sino la tentación, de algún modo y sin juego de palabras, la sensación de un mundo vacío, absurdo, contra el que el libro aparece como la salvación. Madeleine ha tocado esta nada en el vacío creado por la marcha de Jean Maydieu y la situación familiar, que le parece sin salida; sin embargo, esta nada la desborda por todas partes, es la nada de un mundo que se piensa absurdo, como ella misma lo pensó en otras ocasiones.

      El desierto en el que Madeleine avanza es de fuego, y este fuego da la vida a su alma y la forja; el libro da sentido, pero siempre «sobre el borde de la nada». Ahora Madeleine tendrá que sacar ese mundo de la nada, igual que Dios la ha sacado a ella. Entonces, «tu himno de amor llenará el desierto», escribe para concluir el poema.

      Esta interpretación es sobre todo más verosímil porque el poema fue más tarde reescrito, a inicios de 1926, y quizá incluso a finales de 1925, poco tiempo después de su regreso de Chevreuse, ya que el Premio Sully Prudhomme le fue concedido en

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