Скачать книгу

de aquella noche en los almacenes portuarios de Milwall era algo rutinario, ya lo habían hecho más de cien veces y nunca hubo complicaciones. Las patrullas de contención rara vez hacían acto de presencia en esa zona y mucho menos a esas horas, pero el caso es que en aquella ocasión sí lo hicieron. Tal vez alguien dio el chivatazo, tal vez sólo fue mala suerte, incluso se llegó a decir que aquello fue una trampa que los jefazos de la zona sur le tendieron a Louis, en respuesta a sus pretensiones de ir por libre para así controlar su propio territorio al otro lado del Támesis. Los motivos no importaron. Lo único que importó en ese instante fue que les pillaron con las manos en la masa y apenas quedó tiempo de reacción. Harold y Randall cayeron bajo los disparos de los soldados, que no dudaron ni un segundo a la hora de abrir fuego, Travis fue capturado y, en la confusión de la huida, el condenado Grabinsky desapareció y nunca más se supo de él.

      De la noche a la mañana todo se había ido al carajo. Ahora el equipo de Louis había quedado reducido a tres personas incluyéndole a él, un número insuficiente para llevar a cabo el gran golpe en el frente. Necesitaban como mínimo a dos más si querían que aquello saliera bien. El trabajo no podía posponerse, pues el contacto que tenían en los almacenes de la Cuarta División en Edimburgo lo había dispuesto todo para la noche del dieciséis de octubre, fecha del antiguo calendario. El robo debía realizarse en ese momento o de lo contrario no habría otra oportunidad igual hasta el año siguiente y, como era de imaginar, nadie estaba dispuesto a esperar tanto. Sería como desaprovechar una oportunidad increíble y había demasiado en juego.

      Por eso Louis adoptó medidas desesperadas. A menos de una semana para partir no había tiempo para buscar a gente experimentada en la que además se pudiera confiar. Tenía que tirar de lo que tuviera más a mano y, cómo no, ahí estaba Ethan arrastrándose tras él y suplicando formar parte de aquello. No era ni mucho menos la mejor opción, pero al menos sabía de su carácter sumiso, por lo que obedecería sin rechistar y no causaría excesivos problemas si se le encomendaba la parte más sencilla del trabajo. Además, si todo salía bien, podía darle una parte mínima de los beneficios, por no decir insignificante, y aquel pobre desgraciado estaría más que contento.

      Así fue como Ethan terminó embarcado en todo aquello sin ser muy consciente de dónde se metía. El viaje había sido mucho más largo de lo que esperaba, pues en aquella época las infraestructuras del país estaban devastadas y el camino de Londres a Edimburgo, la frontera de la Guerra, presentaba numerosas complicaciones. A pesar de ello se sentía optimista por vez primera en mucho tiempo, su suerte parecía estar a punto de cambiar porque pensaba que participaba en algo grande, casi sentía que era alguien importante. Aun así los recuerdos de Samuel y el sentimiento de culpa no dejaban de atormentarle. Soñaba una y otra vez con aquel fatídico día que nunca debió llegar, con el rostro sonriente de su hermano despidiéndose en aquellas escaleras, con el espantoso momento en que le notificaron su muerte. Aquella noche no había sido una excepción y para colmo el sueño pareció ser más vívido, más real, que de costumbre. Tal vez era la excitación del momento.

      - ¡Eh tú, capullo! - la voz cantarina de Fergie sonó detrás de Ethan - ¿Qué coño haces ahí encantado mirando esa mierda? Larguémonos ya de casa de estos putos viejos, Louis y los demás ya están junto a la cargo. Date prisa o te dejamos tirado.

      - Vale, vale, perdona - se disculpó él -. Es que esta noche no he dormido bien porque he tenido problemas de vientre. He ido varias veces al baño y…

      - ¿A quién cojones le importa que te vayas por la pata abajo? ¡Vamos joder!

      Diciendo esto Fergie, un poco fiable mulato de ascendencia jamaicana, dio media vuelta y se apresuró a salir de la casa.

      A decir verdad Ethan se había quedado ensimismado contemplando los retratos que había sobre la chimenea de la sala de estar del hogar de los ancianos Wallace. Fotos impresas, como las que se decía que la gente atesoraba mucho tiempo atrás, de rostros desconocidos posando en lugares igualmente desconocidos. Por lo visto algunas retrataban al hijo de aquellos dos viejecitos, fallecido hace años presumiblemente en combate. Otras no se sabía de quién eran, reliquias que los Wallace habían conservado como tesoros de un pasado lejano. Ethan nunca había visto nada igual, las fotografías sobre papel ya eran una auténtica rareza en aquella época y muy pocos las poseían. Aquellas en concreto mostraban un mundo muy distinto al que él conocía, posiblemente el que debió de existir antes de la Guerra y por eso lo cautivaron. En ese mundo gentes felices y despreocupadas disfrutaban de todo tipo de lujos, derrochaban y malgastaban como si no importara el mañana y desconocían por completo la escasez y la miseria que atenazarían a las generaciones posteriores. En algunas instantáneas se las veía retozar en playas paradisiacas que no parecían reales, en otras mostraban orgullosas flamantes casas y vehículos recién estrenados y aun en otras se entregaban a pantagruélicos banquetes donde se reunía más comida que toda la que Ethan había visto en su vida.

      “¿Cómo era posible que las cosas hubiesen cambiado tanto?”, pensaba. Bien es verdad que aquellas increíbles fotos, bastante deterioradas y ya descoloridas, pudieron tomarse hace ya muchísimo tiempo. Era posible incluso que ni tan siquiera los abuelos de los, al parecer, octogenarios Wallace hubieran conocido esa época de infinita abundancia. Nadie lo sabía, pero daba la impresión que aquellas imágenes mostraban más bien la vida en otro planeta. No, sin lugar a dudas aquello no podía ser la Tierra.

      - ¡Venga, maldita sea! - una irritada voz femenina resonaba procedente del exterior - ¡Vámonos antes de que los cabezas cuadradas vuelvan a cerrar los accesos a la ciudad!

      Aquello era un claro aviso a Ethan, el rezagado del grupo. No quiso importunar más a los restantes miembros del equipo y salió presto de la casa para subirse a la cargo. La encantadora señora Wallace estaba también fuera para despedirles. Empujaba la silla de ruedas en la que iba su marido, que parecía más viejo incluso que ella, un hombre sombrío que apenas sí había abierto la boca desde que estaban allí.

      - Que tengan un buen viaje - dijo la menuda ancianita, que para la ocasión se había ataviado un llamativo chándal color fucsia a buen seguro cortesía de anteriores huéspedes -. Y no desesperen, ya sé que el viaje desde el sur puede ser terrible, pero Edimburgo ya está a la vuelta de la esquina.

      - Descuide señora y muchas gracias por todo - anunció Louis con fingida cortesía -. De no haber sido por su buen corazón no habríamos tenido más remedio que dormir una noche más en ese incómodo vehículo - señaló la cargo -. Ha sido todo un detalle por su parte que nos aceptara en su humilde hogar, nos ofreciera camas blandas, un baño y, sobre todo, que haya compartido su escasa comida con nosotros. Lamento muchísimo no poder compensar esta infinita muestra de hospitalidad, pero como ya dije ayer son tiempos de gran necesidad y apenas sí poseemos más que lo que llevamos puesto.

      - ¡Oh por Dios no es necesario que me den nada! - repuso la señora Wallace -. Ustedes los brigadistas ya hacen bastante, son casi lo único que nos separa de la barbarie. Mi Henry y yo siempre tendremos la puerta abierta para todo aquel miembro del servicio que no encuentre cobijo por los alrededores. No es lugar este en el que la vida resulte sencilla, ¿saben ustedes?

      - Razón de más para que, de parte mía y de mi grupo, mostremos nuestro más sincero agradecimiento así como un profundo sentimiento de admiración hacia ustedes - Louis se deshacía en falsos elogios y al final aquel discursito de despedida quedó excesivamente forzado -. Sólo unos auténticos héroes se atreverían a resistir fijando su residencia aquí, tan cerca de la amenaza del Enemigo.

      - ¡Oh vamos tío, no te pases o al final la vieja se va a dar cuenta! - mascullaba Donna en voz baja desde el asiento del conductor en el interior de la cargo. Ella era la única mujer del grupo aunque, por su aspecto y maneras, más bien parecía un muchacho menudo y delgado que no hubiera cumplido los veinte -.

      - Bueno, bueno, no sea usted tan adulador - sonreía la anciana con timidez repentina, pues parecía un tanto emocionada al tiempo que avergonzada por las palabras de Louis -. Márchense ya, no vaya a ser que luego tengan complicaciones.

      - Eso, vayámonos - apremió Donna esta vez en voz más alta -.

      Finalmente partieron enfilando el descuidado camino que moría en la vivienda de los

Скачать книгу