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no debía pasarse de ellas; si se necesitan auxilios y son posibles, han de franquearse, y si no, es preciso ocurrir a los arbitrios que enseña la experiencia y que se practican en otras partes con buen suceso.

      5º. El estímulo reconocido para excitar a todo trabajo es la recompensa segura y la esperanza de que su incremento será proporcionado a la fatiga, y este consiste en el pronto expendio y en la certeza de que a la mejora de las producciones seguirá la de su precio.

      6º. Estos atractivos del trabajo son insuficientes y propiamente no existen si no florecen las manufacturas, porque necesitan de ellas los que se dedican a las otras atenciones, ya para su comodidad, ya para auxilio de sus profesores, y sobre todo, porque dan una nueva forma y valor a sus producciones, y crían unos compradores de las materias que las artes no producen y necesitan.

      7º. La agricultura, primera y la más natural ocupación del hombre, tiene una medida fija, determinada por el círculo del consumo, que si no lo llena, sigue la escasez, y si el recelo de esta hace traspasarlo, viene la superabundancia, el abatimiento y la miseria. De aquí proviene la negligencia de los que, por habitud, por defecto de otros recursos o mero entretenimiento, dedican una corta parte del año a labrar la tierra, los brazos que yacen en la inercia todo el tiempo que las estaciones muertas los reducen a mirar a su rededor; su tierna familia agobiada del hambre y desnudez cuando, lejos de estarle a cargo, debería ayudarle si las labores propias del sexo y edad débil les ofreciesen una compensación, un distraimiento que las sostuviesen sin la desdicha a que la arrastran las urgencias de malbaratar el fruto de sus fatigas rurales, porque el de las domésticas nada vale.

      8º. El comercio, que en todo el mundo es el canje de lo sobrante por lo necesario, es en Chile el mero trueque de lo único valioso por lo superfluo. La importación pertenece exclusivamente a los extranjeros, y el menudeo y tráfico interior a agentes; la exportación es casi nula; la navegación apenas empieza.

      9º. La ganadería, como en todas partes, solo es de los dueños de los grandes terrenos, y aquí únicamente es productiva en fuerza de la extensión; por consiguiente, la clase numerosa solo disfruta el precio de los servicios que presta y de las gracias que por estos les dispensan los propietarios.

      10º. Las minas, signo ominoso, prestigio de una efímera opulencia que, preocupando con ilusiones y esperanzas inmensas, inspira un desdén orgulloso hacia las demás ocupaciones, que demandan contracción y asiduidad y que ofrecen recompensas menores, aunque ciertas. Nos lisonjea en vano el entusiasmo que la revolución de ideas ha revivido en pro de este medio de arribar rápidamente a la fortuna; pasará el calor luego que se palpe que nada puede hacerle mudar su naturaleza de incierto, precario y mortífero. A excepción de alguna anomalía, seguirán la marcha que tuvieron bajo un gobierno que prestaba una protección casi exclusiva en que la ignorancia no era cual se vocifera; pues vemos traducido con aprecio al cura Barba y otros escritores americanos, en los propios países de donde se nos envían ahora las luces. No era tal la falta de fondos para la elaboración, pues jamás escasean a empresas tan pingües. Pero, sea lo que fuere, el resultado es que nunca ocupan sino brazos varoniles, pocos y en temporadas.

      11º. Igual coto circuye a los que abrazan los demás medios de vivir actuales, ya sean por sí mismos, ya dependientes de otros; en todo se advierte incertidumbre, mezquindad y continuas interrupciones. De modo que, calculados los períodos de inacción involuntaria exceden a los de ocupación, en más de la mitad del tiempo útil, y añadiendo a este el de los que absolutamente nada trabajan, resulta un vacío de ociosidad, desesperación y vicio en que están sumergidos cuando menos, los nueve decimos de un millón de vivientes racionales, criados y aptos para el trabajo y que lo quieren. Esta es una forzosa verdad de sentido, sujeta a demostraciones de la misma fuerza que las de geometría. He aquí las más sencillas.

      El Perú y provincias limítrofes están plagadas de chilenos que buscan trabajo; no hay un buque procedente de nuestros puertos que no lleve a las costas extrañas jóvenes de todas clases, ni pasa un día sin que trasmonten la cordillera miserables que huyen del ocio y que rarísima vez vuelven.

      Los delitos originados del hambre son excesivos y notoriamente más y mayores en el invierno, en que cesan las labores, y basta a manifestar la diferencia la simple inspección de las cárceles y listas de sentenciados.

      Entre los documentos de esta clase hay uno en la Contaduría Mayor que merece consideración por su autenticidad. En la construcción de los diques de este río se observó una notable afluencia de jornaleros, y para no despedirlos con dureza, se les propuso el diario de un real o los dos tercios del jornal de aquel tiempo y a los niños el de medio real, adoptando este arbitrio de dilatar el auxilio que mendigaban y único que permitían los fondos. Ocurrían a centenares, no encontrando dónde emplearse. Esto sucedía cuando había algunos recursos, aunque mínimos y difíciles, pero que alcanzaban a embotar las ansias y necesidades de trabajar; pero estos últimamente han desaparecido sin ser reemplazados.

      Una mirada detenida en las calles, suburbios y campañas, ofrece un melancólico comprobante de esta triste verdad; enjambres de hombres y mujeres que mendigan ocupación, y millares de muchachos criándose en la holgazanería y naturalizándose con la repugnancia a la actividad y a la virtud.

      Los pocos que, sin estimar su tiempo y facultades, consiguen concluir algún miserable artefacto, reciben su precio como limosna y su estipendio como un hallazgo. De aquí nace aquella desidia habitual que se nota en muchos y la aversión a ocupaciones eventuales que, por una cruel indolencia e irreflexión, se atribuye a la índole de los naturales o influjo del clima, prevención que basta a disipar la vista de los fragmentos de tantos talleres desiertos y de los artífices sumidos en una miseria espantosa, que crece al paso que encarecen los artículos de subsistencia, progresa el lujo y las necesidades ficticias. Su situación es más angustiada que cuando estas eran menos conocidas, cuando la política colonial, impidiendo la fabricación de las manufacturas que nos enviaba, dejaba labrar las que no les costeaban, especialmente cuando la guerra cortaba su navegación y nuestra tosca industria suplía la falta de importación.

      Tan evidente que en Chile falta ocupación para sus habitantes, como que es necesario el proporciónarsela y no podrán contradecirlo los que saben que esto mismo se procura incesantemente, aun en países más adelantados, que es el clamor de cuantos escriben sin preocupación. En el hecho convienen todos y solo discordan en los medios. Hallarlos entre los objetos designados, antes es impracticable, y siguiendo las huellas trilladas del resto del mundo conocido, debemos considerar la industria como únicamente capaz de llenar el hueco inmenso que aquellos dejan en el tiempo, facultades e indigencia de estos pueblos. Aun cuando la buena política no prescribiese este modo de distraer el espíritu de facciones a que se prestan fácilmente los que no tienen de qué vivir ni qué perder y convertirlos en ciudadanos interesados en la conservación de la patria, aun cuando la moral y policía no exigiesen en las ocupaciones populares el remedio de los vicios y del desorden, aun cuando la humanidad no compeliese a fomentar el solo antídoto de la miseria, bastaría a procurarlo el anhelo de la riqueza y de dar celeridad al giro interior que estiman los economistas tanto o más que la extensión del Eterno, porque, haciendo volver al común el numerario de los pudientes, habilita nuevos consumidores y contribuyentes. De ellos se forman compradores de terrenos que realizan la división que, de cualquiera otra manera, es ideal, efímera y el estandarte de la turbulencia, se hacen capaces de pagar gustosos los derechos parroquiales, y no necesitarán de excepciones nominales y gracias que no tienen sobre qué recaer.

      Pero este bien tan grande, tan urgente, ¿cómo se conseguirá? Permitiendo, dicen, la franca introducción de manufacturas extranjeras que, sirviendo de modelos y su concurrencia de estímulos, exciten a su imitación…

      Muy bien, ¿cuánto tardaremos para llegar a igualarlos en bondad y precio? ¿Llegaremos alguna vez? Para ello es preciso que pasen antes siglos y que mientras tanto perezcamos. A más, es necesario que, en este intermedio, trabajemos con las pérdidas inseparables de toda empresa nueva y que vendamos nuestras manufacturas a precios muy inferiores a las extranjeras para poderlas excluir, porque precisamente han de ser inferiores por largo tiempo y tendrán contra sí la general prevención que hay a favor de lo que viene de fuera. Ahora, pues, ¿quién sostiene estas incalculables anticipaciones? No el gobierno, que no puede ni debe hacerlo;

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