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estética que niega ordenamientos convencionales” (“Horizontes y agendas” 3).

      13 Asunto que se enfatiza al afirmar que los desplazamientos de los estudios literarios “renuevan la concepción canónica de la literatura, expandiendo sus límites más allá de la sacralizada autonomía de la función poética” (“La enseñanza de la crítica” 12).

      Ariel Castillo Mier

       Una bárbara distancia

      La literatura del Caribe colombiano, desde el siglo XIX hasta hace unas cinco décadas, venía sumando aportes valiosos a las letras nacionales,1 los cuales, no obstante, contrastaban con su pobre recepción crítica en la región: para que las obras de sus colegas no pasasen desapercibidas, a los propios creadores les tocaba, con frecuencia, desdoblarse en críticos.2 Aunque algunos lectores nativos como Fernando de la Vega (1891-1952), Antonio Curcio Altamar (1920-1953) y Carlos Arturo Caparroso (1906-1997) se aproximaron con solvencia a las obras de sus paisanos, durante mucho tiempo fueron los críticos foráneos quienes mejor dilucidaron la producción literaria caribeña colombiana, esclareciendo su relación con el entorno social y cultural y su diálogo con la literatura nacional, latinoamericana y universal.3

      A partir del ejemplo de Carlos J. María (1937-1994), desde comienzos de los setenta del siglo pasado, la situación comenzó a cambiar con la irrupción de un grupo de caribeños que viajó a Bogotá –o al exterior– a cursar estudios de posgrado en letras. Algunos, como Jairo Mercado Romero (1941-2003) y Cristo Rafael Figueroa Sánchez, se quedaron para siempre en la capital y desarrollaron un impecable magisterio, que abarca varias generaciones de estudiosos; Teobaldo Noriega se fue al exterior y desarrolló su obra en Canadá; y otros, una vez se prepararon, regresaron a la tierra natal y se dieron a la tarea de renovar la recepción de la literatura, estancada en las buenas intenciones de un impresionismo entorpecido muchas veces por la erudición anacrónica.

      Entre estos pioneros en abordar la producción literaria del Caribe colombiano con el rigor de la academia y crear grupos de investigación en la región, sobresalen los nombres de Guillermo Tedio, Gabriel Ferrer, Rómulo Bustos, Jorge Nieves, Rolando Bastidas, Adrián Freja, Alfonso Rodríguez, Mar Estela y Mercedes Ortega, Yohaina Abdala, Óscar Ariza y Wilfredo Esteban Vega. Su tesonera labor se aprecia en el trabajo de sus jóvenes discípulos que hoy pueblan las revistas y los libros de estudios literarios, no solo regionales y nacionales, sino también internacionales. Tal es el caso de Nadia Celis –sin duda, la más destacada–, Lázaro Valdelamar, Giobanna Buenahora, Orlando Araújo, Amílkar Caballero, Lyda Vega, Antonio Silvera, Luis Elías Calderón, Emiro Santos, Clinton Ramírez, Julio Penenrey, Marcelo Cabarcas, Gerson Oñate, Eliana Díaz y Adalberto Bolaño, entre otros, cuyos ensayos y textos críticos abordan con igual competencia a los autores del patio, a los del Gran Caribe y a los latinoamericanos. Agudos lectores todos, no cabe duda de que esta generación, que despunta a partir de la primera década del siglo XXI, va a consolidar lo que hasta ahora no se había conseguido: una reflexión sobre la producción literaria que se constituya en una tradición crítica dialogante –y no una simple acumulación de voces aisladas, de individualidades incomunicadas– y afiance el salto cualitativo definitivo de la oralidad a la escritura, del imperio irresponsable de la charlatanería a la lucidez fecunda del ensayo inteligente.

       La afición a la teoría

      Frente a sus predecesores caribeños, lo que singulariza la trayectoria crítica de Cristo Figueroa ha sido principalmente su interés por la teoría, desplegado en numerosos ensayos publicados en revistas de diversas partes del país. Formado en la escuela crítica de la Pontificia Universidad Javeriana, ligada inicialmente al inmanentismo, a la fascinación y al privilegio de las formas y la atención intensa a los mecanismos del discurso, bajo la orientación de maestros como el padre Gaitán, Martha Canfield y Giovanni Quessep, Cristo Figueroa se integra a ese selecto grupo de investigadores que dieron un vuelco al estudio de las letras nacionales, en el que figuran, entre otros, Sarah de Mojica, Luz Mary Giraldo, Blanca Inés Gómez y Jaime Alejandro Rodríguez.

      Desde su texto pionero de 1979, “La explicación de textos en el Departamento de Literatura: una experiencia a través de los cursos”, signado por el influjo de la estilística alemana y española, hasta el de 2016, “La enseñanza de la crítica literaria: entre el concepto y la praxis”, que sirvió de prólogo al libro de Paula Dejanon y Cristian Suárez, Colonizar lo humano: nuevos linderos de la literatura iberoamericana, en el que propone la integración de los estudios literarios con los culturales a través de la crítica impura, Figueroa ha puesto de manifiesto su interés en la teoría. Entre esos dos textos hay por lo menos diez –ensayos, reseñas o prólogos–, en los que Figueroa reflexiona sobre el ejercicio del criterio. Insistir en la necesidad de teorizar, de renovar presupuestos críticos, categorías y conceptos dentro de los quehaceres académicos y culturales, en sintonía con el debate internacional y con las reflexiones latinoamericanas; salir del ensimismamiento nacional hacia una práctica de la crítica responsable, creativa y articulada con las dinámicas culturales, históricas y sociales del país, han sido preocupaciones permanentes del profesor Cristo Figueroa. Tal atención incesante permite que a través de sus textos pueda incluso rastrearse la evolución de los estudios literarios en Colombia, desde los años sesenta del siglo pasado hasta nuestros días.

      En relación con el campo internacional, la crítica de Figueroa registra su contacto sucesivo con las obras de Alarcos, Bally, Dámaso y Amado Alonso, Bousoño, Kayser, Wellek, Anderson, Bajtín, Barthes, Baudrillard, Deleuze, Eco, Foucault, Guattari, Holliday, Jameson, Lacan y Lyotard, entre otros. Frente a la teoría y la crítica latinoamericana, se ha dado en Figueroa el tránsito paulatino del análisis literario y la explicación de textos de Castagnino a la reformulación de la periodización colonial en Rolena Adorno, los imaginarios urbanos de Martín-Barbero, las literaturas heterogéneas de Cornejo Polar, las nuevas perspectivas de oralidad en Lienhard, la comarca oral de Pacheco, los géneros marginales y los discursos políticos dentro de estéticas feministas de Jean Franco, las temporalidades múltiples de García Canclini, la crítica impura de Moraña, la ciudad letrada y la transculturación de Rama, la crítica cultural de Richard, las cartografías descentradas de Rincón y las modernidades periféricas de Sarlo, entre otros, y a la adopción de nuevas categorías que se ponen al orden del día de los estudios literarios: colonialidad, subalternidad –social, política, étnica, lingüística, de género–, globalidad, resistencia, sujetos nómadas, oralidad y cartografías. Las listas anteriores, nada exhaustivas, nos revelan la ejemplar actitud de apertura y permanente autocrítica y renovación de este estudioso, quien ha sabido aprovechar el saber crítico para matizarlo y adaptarlo a las exigencias de las obras, menos atento a la univocidad del texto que a la multiplicación de sus sentidos.

      De esta manera, su obra evoluciona de una crítica construida a partir de los trabajos inmanentistas de la estilística, afanosos por cerrar el texto y fijarlo en lecturas únicas, incuestionables, definidoras de la unicidad de la obra, a otra crítica, más allá de la autonomía de la función poética del lenguaje, en consonancia con el descentramiento de la cultura letrada como fenómeno elitista, la invasión de los medios audiovisuales, la emergencia de nuevos discursos y la renovada conciencia regional, cuya tarea valorativa contempla los procesos de producción, recepción y distribución de artefactos culturales, los cuales diluyen nociones añejas, como la originalidad, el texto como esencia indefinible o sustituto secular de la teología en el campo literario. Ahora, la literatura se entiende como un ámbito de fuerzas en tensión en el que pugnan instituciones, editoriales, academias, lectores comunes y especializados, y se postula, además, la vinculación entre quienes producen y reproducen la cultura, los grupos y comunidades interpretativas, con los tejidos sociales. Mediadora de acciones políticas, ideológicas, estéticas y, por supuesto, literarias, esta caracterización del arte verbal conduce a un replanteamiento de la historia literaria,

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