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–contacto directo, emocional y afectivo con el texto– luego, un proceso de racionalización y conceptualización a través del análisis; finalmente, la valoración del yo del lector, basándose en las verificaciones analíticas” (212). Ese primer paso inicial, en el que se promueve el contacto directo, emocional y afectivo con el texto, es quizá uno de los asuntos más singulares de esta propuesta, en tanto significa introducir la emoción y la afectividad en el proceso de lectura y les otorga un espacio y una función de apertura hacia el sentido de la obra. En esa dirección, constituye un movimiento de ruptura respecto a modelos de corte estructuralista –en boga durante los años setenta y ochenta, momento en el que se publica este artículo– y a la rigurosidad de esa analítica descriptiva, que privaba de cualquier intento de aproximación simpatética2 al texto por parte del lector.

      No se piense, sin embargo, que el análisis de la obra propuesto adolece de la objetividad que reclaman desde sus inicios la teoría y la crítica literaria, puesto que, como bien se señala en el fragmento antes citado, a la emotividad y a la pasión del lector le siguen procesos de análisis y verificación que neutralizan, pero no eliminan, esa carga de subjetividad que señala hacia el lector. No de otra manera se comprende la elección de un autor, una obra o una postura estética, entre el múltiple universo literario, al momento de diseñar un programa curricular o escribir un ensayo crítico, por ejemplo. Esa selección es un asunto absolutamente personal, que habla del gusto, los intereses y los desafíos del estudioso de la literatura. Esa selección, por lo que ella significa en términos de pasión y reto intelectual, garantiza que al momento de hablar, de escribir sobre un autor, sobre una obra, se evidencie el estatuto humanístico de la literatura en todas sus dimensiones, individual, social, cultural y política, por ejemplo, y que el discurso crítico y pedagógico no transforme ese universo vital de la obra literaria en un objeto inerte desprovisto de sentimientos, críticas, contradicciones, visiones del mundo y propuestas de sentido acerca del ser humano y su mundo.

      Esa intuición primigenia, ese contacto directo con el texto, como primer paso del proceso de explicación y punto de partida de una lectura crítica, constituye una de las características presente y constante a través del tiempo en todos y cada uno de los artículos, conferencias y clases de Cristo Rafael. La emoción y la pasión por cada una de las obras y autores que promueve, investiga y valora es quizá una de las lecciones más importantes que imparte.3 Allí, en los juicios críticos, se escuchan los ecos de un compromiso vital con la literatura. Para citar solo un caso y, a manera de ejemplo, Cristo afirma, a propósito de la producción narrativa del escritor colombiano Roberto Burgos Cantor, que sus novelas y cuentos

      sugieren la posibilidad de un rescate imaginario de Cartagena a través del poder regenerador de la memoria colectiva, que si en algunos casos sólo constata ausencias o duda de su mismo poder restablecedor; en otros, logra recuperar memoriosamente esencias de un sujeto colectivo y de un entorno que nos identifica. (“Memoria y ciudades” 265)

      Su inclusión como analista –a través de ese pronombre personal y plural a la vez– dentro del grupo de a quienes se convoca y se representa en la narrativa del escritor cartagenero va más allá de ser él también un escritor costeño. A quien se escucha es no solo al lector sensible a las propuestas y resonancias críticas de una obra, es también al ciudadano del siglo XXI que se sabe un ser global y a quien le cabe la responsabilidad de contribuir activamente en la construcción de una sociedad.

      Esta participación del analista y la puesta en escena de su subjetividad, no solo como parte del proceso de lectura analítica de una obra, sino también como responsable de una valoración, resonará en algunas de las premisas que, a manera de recomendación para los actuales y futuros estudiosos de la literatura, enuncia en varios de sus artículos de la primera década del siglo XXI, momento en el cual la expresión praxis crítica se privilegia para referir procesos de lectura y análisis literario. En esa dirección, la noción de crítica se define como un “ejercicio valorativo y contextualizado de los textos, se concibe como espacio de preguntas, problematizaciones y búsquedas” (Figueroa, “La enseñanza de la crítica” 12). La importancia del contexto social, histórico y político que el texto literario convoca y la eficacia de la naturaleza propositiva –pues los juicios interpretativos no cierran el texto a futuras interpretaciones y valoraciones; no constituyen una verdad inamovible– se destacan como rasgos que definen el quehacer del crítico literario.

      En términos operativos, se precisa que la praxis crítica, “en vez de fijar el objeto de estudio ‘en un locus preciso de indagación epistemológica’”, debe “desestabilizarlo a través de una mirada centrífuga, capaz de insertar la producción literaria en las complejas redes locales/globales de la cultura contemporánea” (Figueroa, “La enseñanza de la crítica” 15). Tres asuntos deben destacarse en esta premisa rectora: el primero, la reiteración del rechazo hacia modelos fijos que predeterminan la aproximación a una obra literaria y, por tanto, restringen la libertad, la imaginación y la creatividad del lector;4 el segundo, la inclusión de la literatura en el circuito cultural, y, por último, la caracterización de un modelo de lector cuya visión plural del texto responda a los nuevos desarrollos y concepciones de la cultura y la literatura. Asuntos los tres que confluyen en una propuesta en la que, a cambio de la aplicación de modelos sistematizados, descriptivos y predeterminados, se postula una praxis crítica que, por una parte, implica un quehacer del lector, en el que participan la imaginación y el análisis, la afectividad y la razón, la creatividad y el rigor científico; y, por otra, concita al menos tres disciplinas: la teoría, la crítica y la historia literarias. En el primer caso, ese haz de categorías dicotómicas sintetiza la colaboración que el texto literario reclama de sus lectores, en términos de las competencias necesarias para desplegar las propuestas de sentido cifradas en el texto literario. En el segundo, se postula que la sumatoria y el intercambio de nociones, categorías y procedimientos al interior de los estudios literarios favorece nuevos desarrollos, renueva las categorías5 y proyecta la literatura en la sociedad en un movimiento continuo,6 ya que

      la praxis crítica confrontada con categorías conceptuales hace crecer el espectro teórico, que, enriquecido a su vez, ilumina nuevamente el ejercicio valorativo de textos, autores y circuitos; este doble movimiento nutre los fundamentos propios de la historia literaria, cuyos procesos remueven continuamente criterios, establecen trayectos o perciben intersecciones, de acuerdo con los descubrimientos críticos y con las categorías teóricas, cada vez más renovadas. (Figueroa, “Necesidad y vigencia” 162)

      De este modo, se establecen los dominios de cada una de estas disciplinas; se llama la atención sobre el hecho de que comparten un mismo objeto de estudio y, lo más importante para nuestros fines, se señala una ruta, un proceder por parte del crítico literario. A las teorías y metodologías de análisis literario las precede una praxis crítica, esto es, la puesta en acto de un ejercicio valorativo por parte de un sujeto lector, fruto de ese primer contacto directo y afectivo con el texto, en el que las conjeturas, las indagaciones y el riesgo se hacen presentes. En esa dirección, anota Cristo Rafael que:

      No se trata hoy de fijar modelos analíticos para proceder luego a su aplicación per se, desconociendo muchas veces la singularidad de los textos, sino, y sobre todo, de adiestrar al estudiante en el conocimiento y utilización de conocimientos y estrategias que vinculen teoría y praxis durante el proceso de lectura de los textos, sin perder de vista la complejidad de los lugares de enunciación de los mismos. (“La enseñanza de la crítica” 13)

      Así, se reitera cómo en un segundo momento se deben confrontar esos primeros juicios, producto de una visión plural acerca del texto, con categorías de análisis diversas, cuya función en términos de legitimación de las valoraciones e intuiciones del lector y de potenciación del significado del texto no deben perderse de vista, a riesgo de caer en ejercicios obtusos. Dicho de otra manera, se trata de reconocer “la supremacía de la praxis crítica, sin la cual [la intervención teórica] desembocaría en abstracción hermenéutica” (Figueroa, “Necesidad y vigencia” 163). Igualmente, se reclama la experticia del lector en el manejo de las herramientas que la teoría literaria le provee y se enfatiza en la importancia de un uso pertinente y relevante de estas, de acuerdo con las características del texto literario

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